
Einar Goyo Ponte
XV edición del Festival Latinoamericano de Música: uno de los eventos regulares más interesantes de nuestro quehacer sonoro, pues lo convierte en lugar de cita de los compositores contemporáneos más renombrados, jóvenes y activos de nuestro continente. El Festival les permite hacer que sus obras sean escuchadas y escucharse entre sí, con curiosidad, camaradería e interés. Dudo que en otra latitud del continente tengan estos creadores a su disposición orquestas de tanta calidad como las que tocan sus obras en estos ocho o diez días: la Sinfónica Simón Bolívar, la Filarmónica Nacional, la Sinfónica Municipal y la Gran Mariscal de Ayacucho.
XV edición del Festival Latinoamericano de Música: uno de los eventos regulares más interesantes de nuestro quehacer sonoro, pues lo convierte en lugar de cita de los compositores contemporáneos más renombrados, jóvenes y activos de nuestro continente. El Festival les permite hacer que sus obras sean escuchadas y escucharse entre sí, con curiosidad, camaradería e interés. Dudo que en otra latitud del continente tengan estos creadores a su disposición orquestas de tanta calidad como las que tocan sus obras en estos ocho o diez días: la Sinfónica Simón Bolívar, la Filarmónica Nacional, la Sinfónica Municipal y la Gran Mariscal de Ayacucho.

La música contemporánea es, en su mayoría de ardua audición y asimilación, pero esto se debe primordialmente a su infrecuencia en los programas de concierto. Hay, sin embargo, características de ésta que pueden ayudar a vencer esta distancia. La primera es una cierta y, yo diría que, fecunda “literariedad”, sobre todo en las producciones más recientes. Es algo así como lo que ocurre con los cuadros de René Magritte y algunos de Dalí, donde el título crea un espacio de sugerencia que realza e insufla polisignificación a la imagen. Así, en esta edición, hemos escuchado obras que propician atmósferas como Música ritual, de Mariano Etkin; Periodicidad, de Ryan Revoredo; Tiento II, de Germán Cáceres; Inventio y Sal-cita, de Alfredo Rugeles (cuya estructura juega con el diminutivo del género popular y la cita múltiple de fragmentos célebres de piezas de Joe Cuba, Palmieri, Harlow, Colón, Richie Ray y otros); Crystals, de Victor Valera; Polifonía de Barcelona, de Gabriel Brncic; Viajes, de Daniel Luzco, que en la versión que Arnaldo Pizzolante nos diera el miércoles 22 hace que Machu Picchu evoque monumentalidad y espíritu, mientras Bogotá transita entre el soul y el Rock and roll.


En otro registro tendríamos las obras que juegan a la transdisciplinariedad e intertextualidad, es decir a la mixtura de expresiones artísticas o de hitos provenientes de la misma música, por ejemplo Dos miniaturas medievales, de Adina Izarra, basadas en obras de Guillaume de Machaut; los Tapices, de Ricardo Teruel, inspirados en la artesanía indígena venezolana; La fiesta de San Juan, de Beatriz Bilbao, conectándose con el folklore, Syntharte, en la vena lúdico-combinatoria de Josefina Benedetti, esta vez con el arte de la UCV y la Gran Puerta de Kiev, de Mussorgsky, para cerrar, por ahora, con la bellísima y llena de melodismo Latin Blue Partita, de Graciela Agudelo, que se ofrece como un Satie mojado de síncopas caribeñas y porteñas.
Otro segmento podría estar conformado por obras que parten o se originan desde formatos clásicos y en apariencia tradicionales, pero que en su desarrollo y ejecución hacen



Un último apartado nos acerca a la sugerencia que los títulos y la creación de atmósferas híbridas, acústicas, como por ejemplo Eteenu, de la joven Yoly Rojas, para un variado ensamble, Wuaraira Repano, de Efraín Amaya, que tributa a nuestro cerro caraqueño; el Trance, de Andrés Levell, con resonancias chamánicas; Lauda, de Federico Ruiz, que se decanta por lo religioso o abstracto; Checán II, de Edgar Valcárcel (Perú), que juega con lo erótico y lo indígena Mochica; Pax, de Adrián Suárez, mezclando Ave Fénix, cruces, ancestros y caracoles; y los Tres cuentos para clarinete y piano, Op. 15, de Gerardo Gerulewicz, que funden lo narrativo y lo musical.
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