Einar Goyo Ponte
En julio de este año se cumplirán 150 años del nacimiento de Gustav Mahler, uno de los compositores más atrayentes, enigmáticos y retadores del final del siglo XIX y los inicios del XX. Su música, en especial sus poderosas y gigantescas sinfonías, fue medianamente comprendida y asimilada en su época, razón que llevó al músico austríaco a declarar que el tiempo de su música no había llegado, juicio sobre el cual el gran director de orquesta estadounidense Leonard Bernstein, uno de sus más fulgurantes intérpretes, erigió una opinión admirable: “Su tiempo ya ha llegado. Sólo después de setenta años de holocaustos mundiales, de simultáneo avance de la democracia unido a nuestra creciente impotencia para eliminar las guerras, de magnificación de los nacionalismos y de intensiva resistencia a la igualdad social; sólo después de haber experimentado todo esto a través de los vapores de Auschwitz, de las junglas asoladas de Vietnam, de Hungría, de Suez, del asesinato de Dallas, de la plaga del macartismo, de la carrera de armamentos, sólo después de todo esto podemos, finalmente, escuchar la música de Mahler y entender que él lo había soñado ya.”

La comprehensión de este denso contenido implícito en la música de Mahler es sólo uno (pero a mi juicio el más significativo) de los factores que hacen tan difícil la cabal interpretación y ejecución de sus obras, casi todas ellas en la estructura sinfónica. Mahler, él mismo en vida, extraordinario director -para muchos, el creador de la figura del moderno director de orquesta-, dejó también como herencia a sus futuros colegas el relevo y la misión de convertirse en sus fieles intérpretes.
Comparativamente con las batutas mozartianas, beethovenianas, brahmsianas o tchaikovskianas, cuyo nombre es legión, los directores mahlerianos pertenecen a una élite, cuyo primer impuesto es el de dedicar casi toda su vida al progresivo abordaje de sus sinfonías. Entre los que completaron el ciclo tenemos a dos casi primogénitos musicales del compositor-director: Otto Klemperer y Bruno Walter, Sir Georg Solti, Rafael Kubelik, Eliahu Inbal, Leonard Bernstein, Bernard Haitink, y más recientemente Klaus Tennstedt, Simon Rattle y Claudio Abbado.
Gustavo Dudamel ha hecho de su tocayo austríaco un pieza importantísima de su repertorio desde sus mismos inicios, cuando dirigiera la Primera Sinfonía en los concursos que lo hicieron notable en la escena internacional; posteriormente la Quinta sería el segundo de sus álbumes para el sello Deutsche Grammophon, y de nuevo la 1ª. fue la escogida para el concierto de asunción del cargo de Director titular de la Filarmónica de Los Angeles, el año pasado. Pero, ahora en abril, en su Venezuela natal se ha decantado por dos de las sinfonías más arduas y complejas del ciclo de Mahler: la 7ª. y la 9ª., ejecutadas en el Teatro Teresa Carreño en orden inverso. Con ello el maestro Dudamel siembra otro hito en la historia venezolana de la música, pues hasta donde alcanzo a saber, recordar e investigar, esta es la primera vez que director criollo alguno ejecuta en nuestro país cualquiera de las dos obras.
La densidad semántica de estas sinfonías hace que dudáramos en un primer momento de la madurez del director barquisimetano para abordarlas, pero nos llevamos más de una sorpresa al escuchar sus prestaciones con su fiel Orquesta Sinfónica de la Juventud Venezolana Simón Bolívar, la cual cumple así 35 años de venturosa vida. Para saber cuáles fueron, pasemos a la crónica.
Y dada la secuencia invertida, iniciamos por el final. En el último concierto de esta temporada en Caracas, Dudamel dirigió, de memoria, como es habitual en él, la Séptima Sinfonía o Canción de la noche, partitura llena de ironías, parodias, desarmonías, dificultades para ensamblar secciones y urdir un elusivo sentido ante tal torrente sonoro. Y precisamente por eso, por ser la más extrovertida de las dos y la más brillantemente sonora, pensé que sería la más adecuada al estilo explosivo y eléctrico de nuestro director. Sin embargo, y a pesar de una luminosa presentación y de un trabajo tímbrico notable de balance y equilibrio, hubo poco más allá de una magistral ejecución. Faltó el drama y el pathos que encontraríamos en la próxima y hasta la incisividad e intensidad que resaltarían en la 9ª. Muy líricas y sugerentes las dos Nachtmusik (2º. y 4º. movimientos), sobre todo por el melos exprimido en la segunda. Pero lo mejor, paradójicamente, fue la genial desnaturalización del Scherzo (3er. mov.), el cual pasó de ser casi atonal, ácido, sarcástico y difícilmente armónico a ser maravillosamente cantable y encantador. Y el Rondó final, a pesar de que Dudamel hizo sonar hasta el último cencerro (Mahler los prescribe en la partitura), quedó lejano del sarcasmo mordaz del músico, cuya estadía como director de la Opera de Viena, estuvo signada por el conflicto con la conservadora y antisemita dirección artística, encabezada por el escenógrafo Alfred Roller, y de donde saldría despedido en 1907. Ello es patente en la descarnada parodia de Los maestros cantores, de Wagner, y la faramalla marchesca, que precisamente al combinar dorados sonidos de los metales con las campanas y palos campestres subraya la nada sutil imprecación contra la prejuiciosa tradición (“Tradición es negligencia”, decía Mahler) de la que fue víctima.
Al parecer, la visión introspectiva del músico ante la inminente perspectiva de su muerte y la dolorosa aceptación del fin, sintonizaron mejor con Dudamel, quien dio una lectura (de nuevo de memoria) no sólo eficaz y contundente de esta enorme obra, sino una interpretación rayana en lo genial.

Otro momento histórico de Gustavo Dudamel.
Como una referencia en sintonía con lo escuchado en la Ríos Reyna este jueves 8 de abril les cuelgo este fragmento del final de la Novena Sinfonía, dirigida por Claudio Abbado, con la Orquesta Juvenil Gustav Mahler, en el año 2004, cortesía de You Tube