martes, 3 de junio de 2008

XV FESTIVAL LATINOAMERICANO DE MUSICA




Einar Goyo Ponte

XV edición del Festival Latinoamericano de Música: uno de los eventos regulares más interesantes de nuestro quehacer sonoro, pues lo convierte en lugar de cita de los compositores contemporáneos más renombrados, jóvenes y activos de nuestro continente. El Festival les permite hacer que sus obras sean escuchadas y escucharse entre sí, con curiosidad, camaradería e interés. Dudo que en otra latitud del continente tengan estos creadores a su disposición orquestas de tanta calidad como las que tocan sus obras en estos ocho o diez días: la Sinfónica Simón Bolívar, la Filarmónica Nacional, la Sinfónica Municipal y la Gran Mariscal de Ayacucho.

La música contemporánea es, en su mayoría de ardua audición y asimilación, pero esto se debe primordialmente a su infrecuencia en los programas de concierto. Hay, sin embargo, características de ésta que pueden ayudar a vencer esta distancia. La primera es una cierta y, yo diría que, fecunda “literariedad”, sobre todo en las producciones más recientes. Es algo así como lo que ocurre con los cuadros de René Magritte y algunos de Dalí, donde el título crea un espacio de sugerencia que realza e insufla polisignificación a la imagen. Así, en esta edición, hemos escuchado obras que propician atmósferas como Música ritual, de Mariano Etkin; Periodicidad, de Ryan Revoredo; Tiento II, de Germán Cáceres; Inventio y Sal-cita, de Alfredo Rugeles (cuya estructura juega con el diminutivo del género popular y la cita múltiple de fragmentos célebres de piezas de Joe Cuba, Palmieri, Harlow, Colón, Richie Ray y otros); Crystals, de Victor Valera; Polifonía de Barcelona, de Gabriel Brncic; Viajes, de Daniel Luzco, que en la versión que Arnaldo Pizzolante nos diera el miércoles 22 hace que Machu Picchu evoque monumentalidad y espíritu, mientras Bogotá transita entre el soul y el Rock and roll.

Otro rasgo es su filiación con la literatura, en una suerte de juego intertextual que le da una modernidad y unas multi e hiperculturalidad a estas composiciones: así tenemos los Ejercicios espirituales, de Diana Arismendi, basado en Valle-Inclán y Eugenio Montejo; Lacónicas II, de Germán Cáceres, que se inspira en las fábulas de Augusto Monterroso; A orillas del Leteo, de Luis Felipe Barnola, jugando con el famoso río mítico; Los pasos lejanos, de Mirtru Escalona-Mijares, a partir de César Vallejo.







En otro registro tendríamos las obras que juegan a la transdisciplinariedad e intertextualidad, es decir a la mixtura de expresiones artísticas o de hitos provenientes de la misma música, por ejemplo Dos miniaturas medievales, de Adina Izarra, basadas en obras de Guillaume de Machaut; los Tapices, de Ricardo Teruel, inspirados en la artesanía indígena venezolana; La fiesta de San Juan, de Beatriz Bilbao, conectándose con el folklore, Syntharte, en la vena lúdico-combinatoria de Josefina Benedetti, esta vez con el arte de la UCV y la Gran Puerta de Kiev, de Mussorgsky, para cerrar, por ahora, con la bellísima y llena de melodismo Latin Blue Partita, de Graciela Agudelo, que se ofrece como un Satie mojado de síncopas caribeñas y porteñas.

Otro segmento podría estar conformado por obras que parten o se originan desde formatos clásicos y en apariencia tradicionales, pero que en su desarrollo y ejecución hacen algo que algunos críticos ya han identificado con autores como Beethoven o Stravinsky: el estallido de la forma, o como en Ravel, la ironización o parodia de ésta. Así se presentaron el Concertino para piano y orquesta de cuerdas, de Ronaldo Miranda, de Brasil, los Conciertos, de Karen Husa (EEUU), Dieter Lehnhoff (Guatemala), de Aldemaro Romero y Sergio Bernal (Venezuela); en este último en particular, con el violín como solista, se trabajan temas del acervo popular, cuya propuesta virtuosística original halla en el formato concertante una cristalización trascendente; siguen las Suites, de Luis Ernesto Gómez y Pedro Simón Rincón, también de Venezuela, que no ocultaron su apego y obsesión por la tradición y la tonalidad; las Sonatas y Sonatinas de Ernest Mahle (Brasil), Eric Ewazen (EEUU), y Jesús Alberto Hernández, con la cual cerró el Festival el domingo, y que denotó una influencia meridiana de las exploraciones del maestro Aldemaro Romero (uno de los honrados en el evento) sobre las formas melódicas y rítmicas más típicas del folklore popular, con equilibrios y estructuras de notable armonía; y la Sinfonietta III, del uruguayo Leon Biriotti, la cual, sin solución de continuidad insiste en el esquema clásico allegro-lento-allegro de la sinfonía, con sonoridades y secciones camerísticas y de intervenciones solísticas. Y por último las formas clásicas más “libres” de la Fantasía en José Morales, de Puerto Rico o Armando Luna, de México.



Las síntesis con los estilos populares, que como ya hemos señalado cultivaran con mucho éxito Romero, Villalobos y Ginastera, todos celebrados en el Festival, reaparece en diversas formas más recientes con el Cha Cha Cha para orquesta, del cubano Roberto Valera, el Autorretrato de Ramón Delgado Palacios, de Juan Carlos Núñez, que en esta audición adquirió resonancias cercanas a los trabajos del minimalismo romántico-nostálgico, de Philip Glass, pero que nuestro autor ha cultivado desde hace tiempo, o las Three pieces for Charlie Parker, del también venezolano Luis Pérez Valero, que desde el corno evoca al saxofonista de jazz mundialmente famoso.



Un último apartado nos acerca a la sugerencia que los títulos y la creación de atmósferas híbridas, acústicas, como por ejemplo Eteenu, de la joven Yoly Rojas, para un variado ensamble, Wuaraira Repano, de Efraín Amaya, que tributa a nuestro cerro caraqueño; el Trance, de Andrés Levell, con resonancias chamánicas; Lauda, de Federico Ruiz, que se decanta por lo religioso o abstracto; Checán II, de Edgar Valcárcel (Perú), que juega con lo erótico y lo indígena Mochica; Pax, de Adrián Suárez, mezclando Ave Fénix, cruces, ancestros y caracoles; y los Tres cuentos para clarinete y piano, Op. 15, de Gerardo Gerulewicz, que funden lo narrativo y lo musical.

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