Einar Goyo Ponte
La Quinta de Anauco queda muy cerca de mi casa, por ello una de las causas de que me guste el inicio desperezador de cada año es que ante las vacaciones de las orquestas y el bajo perfil del quehacer musical caraqueño, la vieja hacienda colonial se yergue como tabla de salvación de los melómanos citadinos, que no entienden un domingo sin un poco de Beethoven o Mozart en los oídos. Y así, esos primeros meses con música de cámara se hacen una refrescante y puntual rutina, con el feliz aliciente de estar casi en la misma vecindad, lo que les da un sabor casi doméstico, como la mano que nos estrecha en cariñoso hábito o el desayuno dominical que nos aguarda fiel al final del sueño.
En esta ocasión, sostenidos por una nueva serie de la Orquesta Sinfónica Venezuela junto a la emprendedora Asociación Cultural Pro Música de Cámara, asistimos al recital de dos solistas: la pianista Ana María Otamendi y el violinista Aquiles Hernández, ambos miembros de la orquesta septuagenaria.
Otamendi exhibe un currículum realmente impresionante: además de sus primeros premios en más de cinco concursos pianísticos, su trayectoria como músico ejecutante y su docencia, es científica, con artículos y tesis sobre enjundiosos temas de geofísica. Nos deleitó, en su participación como solista, con una muy correcta versión del Andante spianato y gran polonesa brillante, Op. 22, de Frederic Chopin, en su versión para piano solo, desde luego, y en la que desplegó gran dominio de la melodía melancólica, mórbida del compositor, pero no del indispensable devaneo de los rubati, tan marca de su fábrica, en la Polonesa. Hablo de los recursos mediante los cuales el pianista se adelanta o retrasa, según la expresión, en una figuración rítmica, y que Chopin intercalaba para darle sensualidad al compás demasiado marcado, militar o bailable que venía de sus polonesas, valses o mazurcas, y en las que él deseaba intenciones más intimistas o patéticas. Otamendi, no obstante, concluyó con contundencia su ejecución.
Por su parte, Hernández se decantó con una meritoria lectura de la Chacona, de la Partita No. 2, de Juan Sebastián Bach, cuidada y tensa. Pieza difícil por su intensidad y complejidad, fue trabajada por Hernández con sumo respeto y celo, que echamos de menos en el Beethoven posterior.
Sin embargo, las prestaciones más interesantes de la mañana eran aquellas donde ambos solistas se ensamblaron para dar comprometidas interpretaciones. En la primera de ellas, el violinista presentó una hermosa obra suya, Rapsodia de un polo, en la cual mezcla varios estilos “clásicos” (románticos, brahmsianos, debussyanos) con la nobleza y melancolía de la melodía del polo margariteño, logrando un expresivo y tocante resultado. Es un logro dentro de esa búsqueda de lo introvertido del alma venezolana, que tanto he reclamado en anteriores oportunidades, y que pocas veces nuestros autores deciden explorar.
Y luego cerraron el concierto con una involucrada versión de la Sonata “Kreutzer”, de Beethoven, donde Hernández resbaló víctima de su afinación no irreprochable, pero logró apoyarse en el pianismo mucho más diáfano y preciso de Otamendi, para dar ambos sus mejores momentos en la entrega de las variaciones 1, 3 y 4, del 2º. Movimiento, realmente excelentes, y una tarantella final graciosa y casi desenfadada.
Nadie me acompañaba ese domingo, pero la nostalgia y la soledad se hicieron más ligeras allí compartiendo con anónimos amigos ese remanso de música que la Quinta de Anauco nos depara, oculto en el propio corazón de la ensordecedora metrópoli. Serenas magias urbanas, a las cuales quizás debamos nuestra pertinaz y citadina supervivencia.
En esta ocasión, sostenidos por una nueva serie de la Orquesta Sinfónica Venezuela junto a la emprendedora Asociación Cultural Pro Música de Cámara, asistimos al recital de dos solistas: la pianista Ana María Otamendi y el violinista Aquiles Hernández, ambos miembros de la orquesta septuagenaria.
Otamendi exhibe un currículum realmente impresionante: además de sus primeros premios en más de cinco concursos pianísticos, su trayectoria como músico ejecutante y su docencia, es científica, con artículos y tesis sobre enjundiosos temas de geofísica. Nos deleitó, en su participación como solista, con una muy correcta versión del Andante spianato y gran polonesa brillante, Op. 22, de Frederic Chopin, en su versión para piano solo, desde luego, y en la que desplegó gran dominio de la melodía melancólica, mórbida del compositor, pero no del indispensable devaneo de los rubati, tan marca de su fábrica, en la Polonesa. Hablo de los recursos mediante los cuales el pianista se adelanta o retrasa, según la expresión, en una figuración rítmica, y que Chopin intercalaba para darle sensualidad al compás demasiado marcado, militar o bailable que venía de sus polonesas, valses o mazurcas, y en las que él deseaba intenciones más intimistas o patéticas. Otamendi, no obstante, concluyó con contundencia su ejecución.
Por su parte, Hernández se decantó con una meritoria lectura de la Chacona, de la Partita No. 2, de Juan Sebastián Bach, cuidada y tensa. Pieza difícil por su intensidad y complejidad, fue trabajada por Hernández con sumo respeto y celo, que echamos de menos en el Beethoven posterior.
Sin embargo, las prestaciones más interesantes de la mañana eran aquellas donde ambos solistas se ensamblaron para dar comprometidas interpretaciones. En la primera de ellas, el violinista presentó una hermosa obra suya, Rapsodia de un polo, en la cual mezcla varios estilos “clásicos” (románticos, brahmsianos, debussyanos) con la nobleza y melancolía de la melodía del polo margariteño, logrando un expresivo y tocante resultado. Es un logro dentro de esa búsqueda de lo introvertido del alma venezolana, que tanto he reclamado en anteriores oportunidades, y que pocas veces nuestros autores deciden explorar.
Y luego cerraron el concierto con una involucrada versión de la Sonata “Kreutzer”, de Beethoven, donde Hernández resbaló víctima de su afinación no irreprochable, pero logró apoyarse en el pianismo mucho más diáfano y preciso de Otamendi, para dar ambos sus mejores momentos en la entrega de las variaciones 1, 3 y 4, del 2º. Movimiento, realmente excelentes, y una tarantella final graciosa y casi desenfadada.
Nadie me acompañaba ese domingo, pero la nostalgia y la soledad se hicieron más ligeras allí compartiendo con anónimos amigos ese remanso de música que la Quinta de Anauco nos depara, oculto en el propio corazón de la ensordecedora metrópoli. Serenas magias urbanas, a las cuales quizás debamos nuestra pertinaz y citadina supervivencia.
De la Sonata "Kreutzer" hemos seleccionado el Tema con variaciones, en la versión de Itzhak Perlman y Vladimir Ashkenazy, en el violín y el piano, respectivamente, para que observen el delicado arte de la variación en las manos de Beethoven. Hagan click aquí abajo.
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