miércoles, 16 de septiembre de 2009

TRATADO DE LO INVISIBLE IX






“No tengo rechazo grave contra la ópera ni me produce en general escrúpulos higiénicos, como las saunas públicas. Tampoco soy un gran aficionado, aunque siempre tuvimos en nuestra modesta discoteca algunas grabaciones del género. Nunca óperas completas, desde luego, porque ni tú ni yo –y tú aún menos que yo, tendrás humildemente que reconocerlo- seríamos capaces de escuchar algo tan largo, sólo selecciones de arias, dúos y otros momentos especialmente destacados. ¿Recuerdas? El bueno de Pavarotti, Mario Lanza y su Arrivederci, Roma, una antología de Aida con Carlo Bergonzi y Giulietta Simionato, otra de La Bohéme con Mirella Freni y desde luego María Callas. Que es a la única que oíamos de verdad con cierta frecuencia, a la gran María. Como cualquier ocasión te ha parecido siempre buena para tomarme el pelo, nunca dejabas de meterte con la cara que según tú se me suele poner al escucharla cantar Casta Diva. Como un besugo recién sacado del mar, haciendo pucheros.” (Pag. 228)








“El Elíxir del Amor tenía la apariencia estándar de cualquier trattoria, en cuanto a la decoración falsamente rústica y el olor a tomate con orégano, con la única peculiaridad de que todas las fotografías que adornaban sus paredes eran de cantantes de ópera. La mayoría, celebridades del pasado –por supuesto, no faltaban Caruso ni Melchior-, pero también otros más recientes e incluso había retratos tomados en el mismo local y firmados por sus protagonistas. Por lo visto, la cocina del Elixir del Amor había sido degustada –y tal vez padecida- no sólo por Alfredo Kraus, sino también por Teresa Berganza y hasta por Juan Diego Flórez. Bueno, si a ellos les había bastado, por qué no a nosotros.” (Pag. 228)


“El camarero que se acerca para tomarnos el pedido tiene las patillas de Fígaro pero nada de su pícara alegría. Más bien parece resignado a un fastidio rutinario que apenas disimula. Hace un momento vi pasar a una camarera jovencita que en cambio podría ser una aceptable Zerlina, pero a ella le ha tocado atender otras mesas. Suspiro. Cenaré ligero, como siempre: sopa minestrone y bresaola con recula y parmesano. En cambio el príncipe comparte el bárbaro apetito de Don Giovanni: penne alla arrabiata y escalopines al Marsala.” (pp. 229-230)


“A los dos nos encanta charlar pero a mí me gusta todavía más escucharle. Tiene una chispa para contar las cosas y una imaginación…no sé, vuelvo a sentirme viva cuando me envuelve con sus historias. O con sus razonamientos, ¿eh?. porque es bastante filósofo. Uno de sus temas preferidos son las semejanzas que encuentra entre su oficio y el mío. Dice que ambos se ejercitan no cuando uno quiere sino en un momento obligado, predeterminado por las circunstancias. Y ante la presencia del público vivo, que espera y juzga. Si te equivocas, no puedes volver a empezar, no queda más remedio que seguir adelante como puedas. Y por lo visto en el arte del jinete ocurre lo mismo que en la lírica: el mejor no es quien hace aspavientos y finge luchar heroicamente contra lo imposible, sino el que se deja llevar sin aparente esfuerzo y parece que tropieza con la perfección antes de haber llegado a buscarla. Los realmente buenos son los menos vistosos. Por eso la gente suele preferir a los segundones efectistas tanto entre los jinetes como entre los cantantes…” (Pp. 233-234)








“Siempreviva alzó la mano, pidiendo un momento de silencio. Y señaló hacia su compañero, el joven tenor, que se disponía a cantar. El piano inició una melodía leve y sugestiva.
-Favorita del re!...Spirito gentil…
Aunque la interpretación era vacilante y a veces sonaba áspera donde más delicadeza hacía falta, la belleza del aria de Donizetti logró abrirse paso. Al constatar nuestro arrobo y sorpresa, la prima donna pareció muy complacida.
-No debe de ser mera coincidencia… -insinuó el Príncipe.
-No, por supuesto que no lo es. Mi amigo Rafael ha incorporado el aria de La favorita a su repertorio (aún tiene que pulirla un poco, aquí entre nosotros) a petición mía y para dar gusto a Pat. ¿Pueden creerlo? Me hablaba frecuentemente de Espíritu Gentil, pero no sabía de dónde había sacado el nombre su caballo…fui yo quien se lo descubrí. Ya les digo que cada uno teníamos nuestra especialidad. A partir de entonces, siempre que Pat venía a verme pedía que Rafael la cantase. ¿A quién puede no gustarle?” (Pag. 235)
Fragmentos del capítulo 12 "Levántate y canta", de La hermandad de la buena suerte, de Fernando Savater. (Planeta, Barcelona, 2008)

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