lunes, 3 de mayo de 2010

FAMILIA QUE GUITARREA UNIDA...

Einar Goyo Ponte

Emboscada de guitarras podría ser una no muy desafortunada frase para calificar la tarde del domingo 25 de abril, en el concierto que nos deparara la Orquesta Sinfónica Municipal (en su 30 aniversario), en el Teatro Teresa Carreño, acompañando al cuarteto de virtuosos Los Romeros, verdadera dinastía de la guitarra española, compuesta hoy por los hijos del fundador Celedonio Romero, Angel, Pepe y Celín y sus nietos Celino y Lito. Angel, quien nos visitara rutilantemente en julio del año pasado, no asistió.

En su lugar, para tocar su versión del célebre Concierto de Aranjuez, de Joaquín Rodrigo (1900-1999), el mayor de los hermanos, Pepe Romero, brindo un toque intimista, sin demasiado virtuosismo, pero que rindió sus frutos en el famoso Adagio, que sonó transparente, reflexivo, sentimental, como pocas veces, amparado por el pulso incruento de Rodolfo Saglimbeni.

Sin embargo todo cambió cuando la familia se reunió para el número de gala de la velada, el Concierto Andaluz para cuatro guitarras, que el maestro Rodrigo compusiera especialmente para ellos en 1967. Doble excepcionalidad: la obra inusual, ejecutada por sus intérpretes originales. Fue una fiesta de acoplamiento, sincronía, sonido galante, sabor, saber y algo que sólo una vida entera de dedicación a la guitarra puede dar: un magisterio plural, espontáneo y avasallante. La manera como se intercambiaban solos y pasajes, los pulsos, rasgueos, digitaciones, matices que multiplicaron hasta lo inefable ribetearon una experiencia inolvidable, no sólo en el felicísimo Tempo di bolero inicial, sino en la nocturnidad de serenata del Adagio, y en el zapateado del Allegro final. Tres bises, todos de rancio sabor español, con fragmentos de zarzuela incluidos, les costó al destellante cuarteto que el público los dejara salir de la sala. Saglimbeni encontró más incisividad y se entregó por entero a la concertación con sus protagonistas, con lo cual hubo un sostén de alta calidad en la ejecución.

Todo este júbilo eclipsó casi por completo la muy correcta, pausada y un tanto flemática lectura de la primera parte de la violinista Virginie Robillard y el Mtro. Saglimbeni, del Concierto en re mayor, Op. 61, de Ludwig Van Beethoven, quien –ya lo he insinuado antes- se convierte en un apocado Mozart cuando es tocado sólo correcta y apolíneamente. La garra, el nervio, la tensión, el asomarse constantemente a los horizontes futuros que sus sucesores cumplirían, faltan siempre en esta escogencia de estilo para interpretar a Beethoven.

Las guitarras en cascada borraron toda otra insuficiencia.

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