viernes, 9 de abril de 2021

Dante 2021: Inferno II: La redención de Orfeo

 


Einar Goyo Ponte


La vastedad de la geografía imaginaria y la profundidad teológica que conforman la Comedia de Dante hace que acaso nos olvidemos que hay un mito y una tradición antropológica y cultural en su origen. Ellos son los del viaje órfico, ya presentes en culturas y civilizaciones distintas y más antiguas que la helénica, como la mesopotámica, cuyo Poema del Gilgamesh es uno de los momentos genésicos de la imagen arquetípica. El héroe titular del poema desciende al inframundo, en busca de su amigo Énkidu, para desafiar heroicamente la irreversibilidad de la muerte. Quizás nos es más familiar y más líricamente construido, el mito de Orfeo, cuya riqueza de detalles narrativas, permite que reconozcamos sus trasuntos, su constelación y su organicidad psíquica de manera muy diáfana.

Orfeo es, sin duda, el referente principal -no el único- de la creación del Alighieri, y que le llega, como la mayoría de sus menciones mitológicas, a través de Ovidio, quien nos relata la historia del dios de la música y la poesía, en el Libro XI de las Metamorfosis. Orfeo pierde a su amada esposa el mismo día de su boda, mordida por una serpíente. Desconsolado, y con la fiesta rota devenida en repentino luto, decide bajar al Hades y arrebatarle, si es necesario a la fuerza, a Eurídice al mismo dios del averno. Su viaje cumple etapas: el obstáculo de las furias que lo escarnecen y a quienes él vence amansándolas con su canto, como luego repite al conseguir que Caronte lo pase a la orilla donde Perséfone, la esposa de Hades, y éste mantienen a Eurídice. Una vez más las melodías de su lira fascinan a los dioses oscuros, quienes le conceden el retorno de su esposa al mundo de la luz, con la condición de que no se vean hasta que se encuentren de nuevo en tierra de los vivos. El viaje ahora es ascendente, y el pacto de tiniebla se rompe, y Orfeo pierde, ahora sí definitivamente, a su pareja.


El mito de Orfeo encierra tantas significaciones que es la raíz y la savia de multitud de fábulas e historias que lo devuelven casi infinito en nuestro imaginario: tiñe todo el viaje de retorno a su casa de Odiseo en el poema homérico, y así a todos sus hipertextos posteriores desde la Eneida hasta la novela de James Joyce, y lo encontramos de manera casi omnipresente en las reversiones y resemantizaciones que hace el cine constantemente de nuestros mitos y arquetipos más atávicos.

Dante es, entre todos sus méritos, un gran lector, y Ovidio, como se comprobará más pronto que tarde en estos comentarios, o pueden hacerlo ustedes directamente al adentrarse medianamente en la lectura de la Comedia, está entre sus títulos más dilectos, pero más profundamente aún, Dante es un extraordinario ingeniero de símbolos y figuras alegóricas, y así, en los versos 13, 28 y 30 al mito de Orfeo, le imprime la figuralidad de vario origen: la historia de Roma, la génesis del dogma católico y el marco, otra vez, mítico y poético, de la Eneida, de Virgilio, además poniendo la suya propia, de un Orfeo florentino y cristiano, como contraste.

Pero Dante personaje (no olvidar la dicotomía metaliteraria que subyace en toda la Comedia) inicia este Canto II del Inferno, negando la dignidad de su envergadura frente a la progenie mítica que lo precede. No es el heroico Eneas, contado por Virgilio, allí delante suyo; ni el fundador católico Pablo, cuya ceguera, sin embargo tendrá significación al devenir el canto. A Orfeo no lo nombra, pero veremos pronto la resonancia inmensa que el mito tendrá en el poema. Dante personaje no entiende primero el alcance de su misión y expresa el miedo natural ante el llamado, pensando incluso que la aceptó muy temprano y sin pensarlo. De nuevo, el recurso de desdoblarse en personaje y poeta otorga el componente de verosimilitud que vigorizará al poema de su necesaria y sugerente impresión de realidad. El Dante poeta, el Dante dueño del mecanismo del símbolo y la figura, y el teólogo requieren de esta ficcionalidad: el viaje debe ser lo más humanamente creíble que pueda diseñarse.

Virgilio confirma este efecto al apostrofar directamente a Dante de cobarde, con aquel miedo que “al hombre muchas veces puso/ de espaldas al deber que le cabía,/ como a la bestia su mirar confuso”(1)1. Y expresamente para disipar ese temor en el extraviado le relata la historia del encuentro de ambos y la encomienda que ha venido a cumplir.


Una mujer santa y bella, con un brillo superior a las estrellas en la mirada (el singular en el símil ha suscitado perspicacias en la lectura del mismo, pero no consumiremos tiempo en ello pues ofrece escasa fertilidad.) desciende hasta el limbo, en el primer círculo del Infierno, como pronto veremos, a pedirle al poeta mantuano que auxilie a Dante. Y ribetea presentándose (vv. II, 70) como Beatriz.

Imaginemos por un momento esa mecánica celestial: Beatriz en su recóndito cielo, llegada allí antes de su poeta. No sabemos casi nada de su vida, pero si Dante la encontraba tan afín a su alma, podríamos imaginarla al menos lectora de la Eneida. Podríamos, en un ejercicio un poco más afiebrado de la ficción, pero sostenido por las sugerencias poéticas que Dante va sembrando en su escritura, imaginar incluso a Virgilio como el único poeta al que la Portinari fuese aficionada, y que ello explicara y resolviera toda la madeja de hipótesis tejidas en torno a la selección del autor de las Bucólicas como el guía del viajero florentino: no sería por mago, ni por adivino, ni por “profetizar” el cristianismo, ni por haber imaginado un viaje órfico -aunque esto último tendría un hermoso y sugestivo peso al final-, sino por ser el poeta compartido en secreto amor por Dante y Beatriz, y sobre esa inclinación de la musa del poeta, ella, como todo o casi todo lo que le ha ocurrido y le ocurrirá a Dante antes, durante y después de su viaje, así lo habría designado. Dante es tan profundo y, a ratos, tan inextricable en su escritura, que hacer el ejercicio de la vía más corta entre dos puntos, el de trazar la línea recta, suele dar sorprendentes resultados en la comprensión de la Comedia. En tantos juegos premonitorios o inscritos en la relojería del destino que Dante imagina en su relación intangible con Beatriz, la lectura compartida del libro VI de la Eneida, con el descenso de Eneas a reencontrarse con el afecto de su padre, y la sombra del mito órfico con la llama inextinguible del amor del dios de la música por Eurídice, vendría a ser preludio, profecía, vislumbre de lo que narraría la Comedia. Y promesa de parte de Dante a Beatriz de (dicho con versos de Quevedo) “Amor constante más allá de la muerte” . Nada de esto tiene sostén ninguno, pero tampoco lo tiene, por su mismo misterioso e impreciso origen, la figura real e histórica de Beatriz.

Dante guarda sorpresas constantemente. Beatriz no está sola en la misión de socorro al Dante-personaje. Cuando Virgilio acepta la petición de la musa, pregunta la razón de ese interés inusual, y de ese descenso desde las alturas bienaventuradas, y Beatriz responde que desde un sitial más elevado que el suyo, “una Donna gentil” (v. 94) se apiada de la distancia que hay entre mortales y celestes (e incluso entre estos últimos y los destinados a los peldaños más bajos de esta jerarquía ultraterrena; Beatriz dice: “no me alcanzan vuestro triste duelo/ ni llamas de este incendio pavoroso” (Vv. 92-93)) y fue a llamar a Lucía, otro personaje celestial que ha motivado largas páginas de disertación sobre su identidad. Los acuerdos giran en torno a la santa siracusana, la martir Lucía, hoy patrona de los ciegos y de los aquejados de la vista, y Kurt Leonhard indica a otra Lucía, de origen florentino, cuyo onomástico se celebraría el 30 de mayo, pero que no he podido refrendar en ninguna fuente católica. (Habría que recordar que el Papa Juan Pablo II despojó de su condición de santos a unos cuantos beatificados anteriormente)


Sin embargo, la presencia de Lucía es bastante sugerente por sí misma: es la luz, en la etimología de su nombre, pero también para sus auxiliados, entre los cuales se contaba Dante, devoto de ella, desde una enfermedad ocular que la intervención de la Santa le habría sanado, por lo cual esta escogencia personal también se agrega a su significación, pero también asiste el sentido paradójico de la Santa ciega que otorga la luz, o como cuenta la leyenda, la de la vista sobreviviente al martirio de perder sus ojos, la luz desde la sombra, o la luz venciendo por entre aquellas. Recordemos que toda esa dialéctica ya la venimos percibiendo desde el Canto I, y , en el singular afán dantesco de disponer simetrías poéticas o simbólicas, la luz de la oscuridad irradiada por la figura de Lucía, vendría a ser un contrapunto extraordinario y femenino a la figura de Pablo, ciego por poder de Dios, y recuperada su vista por la vía órfica de su arrepentimiento y reconvención, mientras que Dante, amparado, sin saberlo por el amor no de una, sino de tres mujeres, recibe la gracia de cambiar el camino de su extravío. Ese número mágico, omnipresente en toda la Comedia, es el que encontramos en este triple auxilio. A las tres bestias del Canto I, se oponen estas tres figuras femeninas: la gentil donna imprecisa, Lucia y Beatriz, en cuyo encuentro se suma una cuarta: Raquel, esposa de Jacob, representación de la vida contemplativa. A su lado está Beatriz cuando Santa Lucía acicateada por la Gentil (que la mayoría presume es la Virgen María) se preocupa por su devoto y le refresca a la distraida musa del poeta, el amor de éste por ella, con un apóstrofe del mismo ardor que ese que los varones desdeñados de amor imaginamos que alguna amiga en común le haría al objeto de nuestros desvelos, en favor nuestro, en el ápice del olvido femenino.

Y el símil es apropiado pues, como dice el poeta traductor Ángel Crespo: Beatriz es una de las figuras más discutidas por los dantistas. Su autor la prepara desde La vita nuova, pero igual la sensación de extrañeza se mantiene a través de los siglos. Si ya debemos razonar y dilucidar para comprender a cabalidad que para este viaje a través del ultramundo cristiano, Dante haya imaginado al poeta pagano Virgilio, en lugar de algún Santo católico o Doctor de la Iglesia, para comprender el lugar de Beatriz todavía no han terminado de escribirse los libros. Harold Bloom ya lo expresó mejor que muchos, incluso un servidor: “Si la Comedia no fuera el único auténtico rival poético de Shakespeare (en el real/ficticio organum de su canon occidental), Beatriz sería una ofensa para la Iglesia, e incluso para los literatos católicos.” (Pag. 88)

¿Quién es Beatriz para el mundo, aparte de lo que Dante escribe y se propuso escribir para decir lo que jamás nadie dijo de mujer alguna (Vita Nuova, XLII)? Una florentina de dudosa existencia real, poco más que una ficción, una suerte de Dulcinea teológica (también lo insinúa Bloom). No está pensada en ningún Concilio Vaticano para ser siquiera beatificada, no es venerada por ningún culto, ni nadie ha construido a su alrededor ni un evangelio apócrifo ni una Iglesia paralela. Quizás Dante quiso atreverse a hacerlo, pero en su lugar escribió la Divina Comedia, y sin necesidad de altar ni incienso, la eternizó.


Este empeño casi inequívocamente herético de traspolar a la anónima niña Portinari al más inaccesible de los cielos, como motivo, concesión y guía último del viaje de la salvación de Dante, y en su alegoría teológica, de la humanidad entera, tiene unas raíces igualmente cercanas o entreveradas en la herejía: en la creencia de los cátaros de amar a una mujer ultrahumana, que trasciende de todas las mujeres terrenas y al mismo tiempo nos aleja de ellas, aunque se deja presentir en su humanidad. La pasión nos salvará únicamente si la sublimamos, si escogemos su camino de dolor purificador, en la herida abierta por aquello que me llama desde la primera reveladora mirada pero a la que más amo mientras más lejos me queda. Amar no es el deseo de poseer lo amado: es el deseo de que desearlo no se extinga nunca, así no se consume jamás.

Los cátaros, nos proclama Denis de Rougemont, vislumbraban/esperaban y ardían por una mujer que no habitaba en la tierra, a la mujer verdadera, celestial, quizás la donna gentil innombrada que viene de lo más recóndito del Cielo, innombrada de manera misteriosa y mística, secreta y gnósticamente. Esta mujer celeste transmite el relevo de su luz a la Santa que conduce a los enfermos de la oscuridad porque para ella, aún sin ojos, no hay tinieblas. Esta intermediaria espiritual vincula al ápice de la luz con su nadir luminoso, con su componente humano y cercano a lo terrenal, aunque ya haya abandonado esas ligaduras. Lucía es la alcahueta de los cielos. Es la centinela del alba que tantos poemas trovadorescos representan cuidando la noche oscura de los amantes antes de que llegue el alba que los separará. Es la Brangel dantesca de Tristán e Iseo: los une, los protege y les allana camino para encontrarse. Y Beatriz es la Donna angelicata, puesta en la tierra por un designio insondable con todos los signos del nueve (del tres reflejado/multiplicado en sí mismo) para revelarle a Dante el camino que lo separe de la via smarrita y lo conduzca a la redención.

Viaje órfico, que desciende para subir, que intenta recuperar a una Eurídice que, a diferencia de la del mito griego, lo llama, le muestra el camino, le obsequia un guía para que no se desvíe ( o no vuelva a hacerlo), lo espera y, por fin agradecida, lo redime.

1Traducción de Ángel Crespo, utilizada, salvo excepciones que se declararán, en todos los casos.


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