viernes, 22 de julio de 2022

El Rey León: 25 años después

 


Einar Goyo Ponte


Con este texto inauguro en el Soundtrack cotidiano una recolección de mis reseñas, artículos y ensayos publicados en distintas tribunas durante los últimos cinco años. Son una suerte de bitácora de este tiempo turbulento, vario, de pérdidas, hallazgos, despedidas, metamorfosis y reencuentros. He querido juntarlos aquí para comodidad de mis lectores y como registro del tránsito de quien suscribe por unas coordenadas compartidas con ellos. Hoy estos textos se convierten en recuerdos, en quejas -algunas ardientes aún, otras quizás matizadas por el paso del reloj, otras son preocupaciones que aún no se disipan, otras son vendimias admiradas a partir de lecturas o escuchas. Montaigne, inventor del ensayo, tal como lo entendemos hoy en día, decía que el asunto principal de sus escritos era él mismo, esa aventura imposible de fingir o falsear, que es la búsqueda de la amalgama o la estopa intrincada de vivencias, costumbres, prejuicios, revelaciones, terquedades, obsesiones y reiteraciones que damos en llamar "yo". No he llegado aún -y espero nunca hacerlo- a la impudicia de mostrarme entero y expuesto, pero sí entrego aquí el perfil definido de mis pasos, de los senderos desbrozados que me ví obligado o impulsado a atravesar. Espero, que además de entretenerlos los minutos que tengan a bien dedicarles, encuentren atisbos de reflexión o que se animen a discutir o dialogar (dos formas mellizas de la misma práctica) con un servidor, si alguna luz o rechinar, les es dado conseguir en ellos.

El texto con el que abrimos esta etiqueta fue publicado originalmente el 29 de julio de 2019 en @guayoyoEnLetras/guayoyoenletras.com


A Rodrigo y Victoria, por supuesto.



Hace 25 años, Disney estrenó lo que sería un punto pivotal en su filmografía animada: The Lion King, una historia en las praderas del Africa, sobre las desventuras de un heredero al trono felino del Rey de la Selva. Con eso, en apariencia tan típicamente Disney, tan de animales humanizados, tan común (y a ratos tan insufrible), un grupo de libretistas formado por Irene Mecchi, Linda Woolverton y Jonathan Roberts, decidió dar un giro al cine plácido, a ratos extracauteloso y aséptico de la productora familiar estadounidense, y nos contaron un relato shakespereano.

La historia de Simba, de Mufasa, su padre, y su pérfido tío Scar (quizás el más inquietante de los villanos Disney) se parecía notablemente a la del príncipe Hamlet del dramaturgo inglés, y -en contra de lo que se esperaría- sus contenidos, simbolismos y aristas múltiples de interpretación, no fueron tamizadas para una audiencia infantil, sino que se acopiaban prácticamente todas allí, incluyendo las celebérrimas claves de lectura freudiana/psicoanalítica. Ni Otto Rank ni Joseph Campbell con sus mitos del “Nacimiento del héroe” ni su “héroe de las mil caras”, fueron exiliados de la fiesta.

Disney no sólo recuperaba su regusto por el mito, que el viejo fundador Walt nunca desdeñó –allí lo prueban Blanca Nieves, Bambi, Pinocho, La Bella Durmiente, entre otras-, sino que lo repotenciaba, a caballo de una animación trepidante, colorida, dramática y de una banda sonora inspiradísima, debida ex aequo a Hans Zimmer, en los temas orquestales más telúricos y a Elton John y Tim Rice en las poderosas, divertidas y adultas canciones. Y es que eso resume el logro inaudito de El Rey León de 1994: la decisión de hacer un largometraje animado para niños y (quizás sobre todo) para adultos.


The Lion King
logró que, superando las fascinaciones abismales de mi infancia, por encima de la desquiciada Alicia en el país de las maravillas, las intensas Cenicienta y La Bella Durmiente o la musicalmente vasta Fantasía, se convirtiera en mi película Disney favorita de todos los tiempos.

Un agregado maravilloso se adhiere a este film, y es su estreno coincidente con el nacimiento de mi primogénito Rodrigo. Lógicamente no de inmediato, sino a los pocos años (a los cuatro regalé a mi hijo su primera experiencia cinematográfica plena, en sala, butaca y cotufas), los Home videos de los filmes de Disney hicieron las veces de excelentes niñeras de mis dos hijos, pues Victoria llegaría poco más de un año después, mientras sus papás trabajábamos, escribíamos, estudiábamos, cocinábamos, etc. Por alguna razón, El Rey León se convirtió también en la favorita de ambos. La veían una y otra vez continuamente. Nos la aprendimos de memoria, y por supuesto el sedimento del mito, su banda sonora, y la dimensión singular de los personajes, incluyendo a los irreverentes y pasadistas Timón y Pumbaa, la llevamos grabada como tatuajes invisibles. No es una película inolvidable; estas se olvidan o desaprenden a veces: El Rey León es una película que no podemos olvidar.

Han pasado 25 años, Disney decidió, como ya hizo con otros éxitos suyos, convertirla en versión Live Action o “vida real”, como ahora se dice, muy inexactamente, pues en realidad es una meticulosa recreación digitalizada por computadora. El pasado fin de semana fuimos a verla. Pero ni mis hijos ni yo somos ya los mismos. La historia, la música, los personajes, la factura técnica siguen siendo casi impecables y sustancialmente los mismos, pero a nosotros nos ocurrió algo inesperado y devastador. Nos pasó Venezuela. La Venezuela del régimen chavista-madurista, la de las incontables devaluaciones, la de las expropiaciones, la del salario hecho polvo, la del futuro atascado, la de la juventud sin expectativa, la de los padres frustrados por no poder garantizarle a sus hijos, ya no una vida mejor, sino una parecida a la que nosotros tuvimos. La Venezuela aislada, atrasada, vejada, desintegrada. La Venezuela en fuga, la del éxodo, la tortura y el exilio.


25 años después, mi hijo ya no está en su casa, ni a mi lado. Fui a verla con mi hija. Y de pronto,
El Rey León se convirtió en otra película para mí.

Es posible que ver a los caracteres en su representación realista le dé a la historia y a su contenido una dimensión más intensa aún, pero debo advertir que desde hace unos años, se me hace imposible ver una película sin asociarla al desahucio en que nos hemos convertido. Dramas, comedias, relatos de superhéroes, de utopías y distopías encuentran siempre un eco en mi imaginario criollo, pero esta vez había algo más. El reino de Mufasa, que Simba heredaría, es una utopía, sostenida en la voz majestuosa de James Earl Jones. Un mundo donde las hembras aportan el sustento, en la sintonía perfecta de la sabia cadena alimenticia, el ecosistema, el Ciclo sin fin, The Circle of life, que diáfanamente su padre le explica a Simba cuando éste le observa que los leones se comen a los antílopes. Sí, pero los restos del león abonan la hierba, que es el alimento del antílope y así por la eternidad. Es la rueda, que Daenerys, en Game of thrones, con sus dragones, vino a romper. Como lo hará el insidioso Scar, en su inescrupulosa y desaprensiva conjura contra el orden de Mufasa. Utiliza la inocencia del cachorro, le mata al padre, le inocula la culpa corrosiva, lo expulsa del reino, lo manda a matar, como Egisto a Orestes en el mito griego, como Claudio a Hamlet en Shakespeare, a manos de Rosencrantz y Guildenstern, e instaura un reino de usurpación que diezma y desola la utopía en una pavorosa brevedad. Sólo, sin esposa ni descendencia, ni amigos, construye su poder con el tenebroso apoyo de las hienas, que se alimentan de las presas, sobras y carroña de otros cazadores.

25 años después descubrimos quién es verdaderamente Scar, descubrimos que el reino de Mufasa se convirtió en Venezuela, donde también las mujeres se levantan y claman consignas de supervivencia, y que el Simba expulsado son todos nuestros hijos, emigrantes, convertidos de golpe en extranjeros (incluso si permanecen aquí), tras abandonar/perder su otrora rica casa, hoy arruinada.


25 años después la tristeza aparece en
El Rey León donde uno menos se lo espera: en aquella escena donde Simba, Timón y Pumbaa vienen cantando “The lion sleeps tonight”. En ese momento, invariablemente, en casa, las multienésimas veces que veíamos la película, los tres la cantábamos, incluyendo la coloratura falsete de Timón. El sábado pasado en el cine, tenía a mi derecha a mi hija Victoria, comenzamos a mover el cuerpo al ritmo del “A mimbawué, a mimbawué…”, pero voltée a mi izquierda y Rodrigo, mi hijo no estaba, o sí lo está pero a demasiados kilómetros de distancia para oírnos y acompañarnos en el trío. Su asiento vacío me congeló la canción en la boca, y no hice sino llorar hasta que Nala apareció abalazándose sobre el pobre Pumbaa.

Con esa herida abierta llegamos a la escena donde Rafiki, el mandril chamán, le hace patente a Simba quién es verdaderamente, y el fantasma (el recuerdo) del Rey Hamlet/Mufasa se le aparece al joven león y lo conmina a recordar(se)lo. El reflejo de Simba como Mufasa, el hermoso texto de resonancia bíblica de Mufasa desde el cielo invocando su herencia, el temor reverencial de la conciencia del estremecido, indeciso, prorrogado, exiliado Simba, transformaron la película por 25 años conocida, en una revelación íntima. Mi hijo y yo seguiremos viéndonos, reencontrándonos en el recuerdo, en la herencia de lo compartido mientras estuvimos juntos. El hará su vendimia con esa ínfima semilla mía. El, lejos, iniciará su historia (ya lo hizo realmente) con el prólogo que la vida me concedió regalarle, pero su arco ascendente, su clímax y su venturoso desenlace le pertenecen desde ya, única y exclusivamente a él. Es el ciclo sin fin.

Y quizás algún día, Rodrigo, mi Simba, y todos los simbas nacidos en esta otrora Tierra de Gracia, retornen y nos rediman del hambre, la desolación y el orden usurpado.

Y los mufasas y saravis sobrevivientes podremos volver a abrazar a nuestros cachorros.



Caracas, julio de 2019.


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