Einar Goyo Ponte
El género fantástico tiene muchas vertientes, pero desde su mismo origen, cualquiera que decidamos que este sea -la Odisea de Homero, las sagas nórdicas pre-medievales, las historias artúricas o las utopías renacentistas-, hay un tema que recurre insistentemente, incluso en sus más recientes asunciones como la ciencia ficción, las distopías o el cine interestelar o de superhéroes. Este es el de la confrontación con el otro, con la diferencia, con mundos y seres distintos a nosotros: las sirenas y cíclopes, Fafner, el dragón que custodia el oro nibelúngico; Merlín o Morgana, o Galaad mismo, no son completamente humanos o mortales; Tomás Moro inauguró el espejo utópico, en el cual podemos ver una versión mejor de nosotros o descubrir nuestra indefectible deformidad, como creía más bien Swift en sus Viajes de Gulliver. Desde antes de Julio Verne buscamos en las estrellas un interlocutor, un semejante, o al demiurgo que explique nuestras insuficiencias.
No ocurre distinto en el cine fantástico, sobre todo en el más reciente que ha comprendido que el género no significa elementalidad, maniqueísmo ni escasa profundidad. Es difícil saber si el cine de fantasía de hoy se escribe y produce para adultos o para esa infancia prolongada que nuestro mundo moderno, hipertecnológico, y de masivo confort ha hecho nuestro patrimonio.
Sin embargo, tampoco queda claro que el gran público perciba esa recurrencia y su crucial significación para nuestro mundo. Las dos películas del género fantástico que compiten por la dorada estatuilla en 2023 vuelven a confrontarnos con el viejo tópico y con la duda de su asimilación.
James Cameron ha logrado colarse por su indiscutible destreza técnica y capacidad de crear un universo alucinante, convincente y nada exento de belleza, casi paralelo y casi autónomo con respecto de nuestra imaginación terrícola, con su Avatar II: The Way of Water (el camino o el sendero del agua).
Y como en el primer film vuelve a proponernos su original visión sobre la otredad, en este mundo años luz, al que llegan los terrícolas buscando donde emigrar pues ya nuestro planeta no puede seguir manteniéndonos: Pandora es una recreación del paraíso terrenal, pero nosotros viajamos de galaxia en galaxia sin cambiar un ápice. Conquistando, exterminando, invadiendo, destruyendo antes de preservar; extinguiendo antes de fecundar, dominando sin respeto antes de convivir. Camerón riza el rizo cuando nos propone que, sin embargo, hemos descubierto científicamente que la manera más eficaz de invadir y exterminar al otro es convertirnos en él. Y luego, en otro interesantísimo giro, la trama de Cameron hace que ese mismo invasor escoja al otro y lidere la rebelión contra nosotros, los saqueadores. Con toda la sutileza psicológica para que el espectador consiga identificarse con alargados seres azules, con cola y asexuado aspecto, virginales y veneradores de esa comunión con el medio ambiente, que nosotros hemos perdido. El tema de la otredad viene unido en las películas de Cameron, apasionado del mundo submarino, después de Titanic, al de la ecología y al de una recreación del famoso mito moderno rousseauniano del buen salvaje, que para cierta corrección política moderna, es una perversa justificación de los neocolonialismos.
El problema con esta secuela de su Avatar original de hace casi quince años es que es demasiado fiel a su original, por lo cual los hallazgos conceptuales de esta, no hacen sino derivar en variaciones sobre el mismo tema. Cambian ligeramente los portadores de roles y tramas, pero al final no encontramos sino una cautivante y llena de impacto visual, repetición.
La otredad pasada por agua
Los terrícolas insisten en su desesperada búsqueda de un nuevo hogar, pero impenitentemente porfiados en sus afanes depredadores, industrializantes y civilizadores: siguen siendo los inmigrantes abusivos y desmedidamente armados, pero ahora los protagonistas de la primera, constituidos en una numerosa familia en la década y media que ha pasado, tienen que huir de su hogar, el edénico bosque de Pandora, y convertirse también en inmigrantes o desplazados como los musulmanes palestinos, los africanos nor y subsaharianos, los serbios de los años 90 o los colombianos de la guerrilla o los venezolanos del siglo XXI. Los guerreros del bosque arriban a un ecosistema acuático, donde pierden parte de sus destrezas, ignoran el idioma, no pueden nadar fácilmente bajo el agua, y no son cordialmente recibidos precisamente. Ellos ahora son el otro y deben adaptarse humildemente. Como se ve el clásico tema de la otredad esencial e inmanente se mantiene.
Y es precisamente ahí donde Cameron abusa del espectador pues el núcleo de la trama es casi el mismo, hasta el punto de que lo mejor que se les pudo ocurrir a él y a sus guionistas fue repetir al villano de la primera Avatar con el discutible recurso de resucitarlo en un avatar de los Navi, con su tamaño, su fortaleza, sus destrezas físicas, manteniéndole intacto el odio al otro, el sentimiento supremacista y el insaciable afán de venganza. Cameron se copia a sí mismo, pues es la misma premisa de su célebre Terminator. Es verdad que toda la historia que sirve de ralentización a la trama, está desarrollada inteligente e interesantemente: el choque de dos razas opuestas, la rebeldía adolescente, la dura adaptación de los chicos a su nuevo hábitat, la progresiva simbiosis que hacen con su entorno marino, una ojeada a los valores de la familia y un escarceo con el tema de la paternidad más la maravillosa fotografía supra y submarina, pero luego no pasa de ser eso: la demora del argumento elemental, resuelto en la proverbial batalla final, y aquí Cameron más impúdicamente aún vuelve a copiarse, pues la secuencia de la batalla final es prácticamente una reedición de la de Titanic.
Avatar I era una historia de raigambres e implicaciones nada inocentes en la exploración del tema de la otredad que requería de un despliegue colosal de recursos y nuevas tecnologías para ser contada satisfactoriamente. Avatar II es poco más que un pretexto para deslumbrarnos una vez con ellos.
Hiper/Ultra/Intertextualidad
El cine fantástico es también un cine de referencias, que ha escogido citar y establecer vínculos entre películas clásicas y recientes. Star Wars, The Matrix, Blade Runner, 2001: A Space Odyssey o el cine de Monstruos, desde King Kong a Godzilla, sin olvidar casi nunca a Frankenstein. Es verdad que en menos volumen que el de terror, pero el género fantástico a menudo se copia a sí mismo. Aunque también es honesto decir que todo el cine de hoy se ha convertido en una gigantesca fábrica de intertextualidad.
Una de las temáticas más exitosas del género fantástico ha sido siempre la de los viajes en el tiempo. Es como si Einstein hubiese sido contratado por la industria y ensayara diversos libretos y versiones sobre tu teoría de la relatividad. Yo he terminado por dudar si las teorías del Big Bang, lo cuántico, o de las cuerdas serán sesudas dilucidaciones científicas o prolongaciones del imaginario del cine en nuestro mundo.
Everything, Everywhere and all at once de los Daniels, como figuran en el cartel del film y en los créditos (Daniel Kwan y Daniel Scheinert), sin olvidar a dos productores importantes: los hermanos Russo, artífices del exitoso y épico final del Primer Universo Cinemático de Marvel, reúne un copioso background de esas referencias en una extraña, hiper extravagante, caótica, paródica y estrafalaria propuesta, que parece partir de la misma premisa de Avengers: Infinity War y EndGame: las corrientes de tiempo paralelo y posibles. Eso que llamamos multiverso, y que, sin ser novedoso, ha encontrado cumbre en filmes sólidos como Deja Vu, de Tony Scott o Interstellar, de Christopher Nolan, pero también se ha convertido en la venal patente de corso para obligarnos a ver una historia ya vista, una y otra vez. Antes, en nuestra inocencia pre-cibernética, lo identificábamos en los comics de superhéroes como las “historias imaginarias” (y ya era una tautología). Ahora más pomposamente: habitamos un multiverso.
Una de las muchas (demasiadas creo) ideas interesantes del film de los Daniels es que ese concepto se ha trasladado imperceptible pero efectivamente a toda nuestra cotidianidad, pero no en el ámbito fantástico que nos permitiría viajar en el tiempo y vivir distintas vidas y aventuras simultáneamente, sino de una manera caótica y disolvente donde se anulan sexo y género, sistemas políticos, potencias adversarias; estéticas, libertades, opresiones, restricciones, entidades binarias, diferencias raciales, parámetros culturales, producciones artísticas y mercancías se confunden, se intercambian, se suplantan, se erradican a sí mismas y derrumban cimientos, simbolismos y figuraciones mediante los cuales dábamos sentido a nuestro universo (cuando creíamos que era singular). Suena absurdo y familiar al mismo tiempo, ¿verdad? Tal cual una pesadilla con un licuado de Las ruinas circulares, Tlön, Uqbar y Orbis Tertius de Jorge Luis Borges, The Dead Zone, de Stephen King; Barbarella de Roger Vadim y las teorías más extremistas de Bakunin, desfilando en diseños de Versace, Donna Karan, Converse y Vans, todo animado por la banda sonora del viejo tango de Discépolo: Cambalache.
De hecho, Everything, Everywhere… es todo un aleph, un espacio u objeto (en este caso una historia) donde converge todo el universo. Esa vastedad está hecha de todo lo que queremos ser, pero también de aquello a lo que renunciamos para ser lo que somos. Vidas, amores, destinos, errores, posibilidades, azares todo acontece o es factible o acechando para ocurrir o menguándose en el recodo donde lo olvidamos o lo escondemos. Esta película está construida desde ese lugar en el que nos preguntamos qué habría pasado si…, o si yo fuese fulano en lugar de ser mengano. El multiverso hace que todo sea más que posible. Siempre que seamos capaces de afrontar las consecuencias: no las de ser otro, sino de descubrir realmente quién eres, todo el peso de tus derrotas, tus inconsecuencias, deslealtades, descuidos o indolencias. Todo ocurriendo simultánea, recurrente e infinitamente.
La historia que han urdido los Daniels es casi obscenamente simple: una mujer de origen asiático vive el colmo de su vida atascada en sus afectos, su dinámica familiar, su rutinarísimo trabajo, el agobio de sus deudas, el olvido de sus deseos y propósitos. Todo lo que pierde viene a reclamarla y ella debe emprender la heroica lucha para recuperarlo, al tiempo que descubre, en la adversaria en que se ha convertido su propia hija, que para reconciliarse con ella, debe antes hacerlo consigo misma.
Este plot tan aparentemente sencillo es, sin embargo el vórtice de una puesta en escena conformada por Alicia a través del espejo, de Carroll, cine de Bollywood, rebeldía adolescente gay, una miríada de personajes, incapacidad para expresar los sentimientos, parodias múltiples y reiteradas de filmes como The Matrix (Wachowsky brothers (o sisters, según su coordenada en el multiverso)), Crouching Tiger, Hidden Dragon (cuya protagonista es la misma de esta extravagancia: Michelle Yeoh), de Ang Lee; filmes de Jackie Chan, de porno core, Inception, de Christopher Nolan; Eternal Sunshine of the Spotless Mind, de Michel Gondry; Harry Potter, la ya citada EndGame, Westworld (de otro Nolan: Jonathan y su esposa Lisa Joy) Being John Malkovich (Spike Jonze), el mito de Orfeo, Ratatouille (Brad Bird-Pixar) y otro cine de animación, The Arrival (Denis Villeneuve), 2001: Una Odisea Espacial (Stanley Kubrick), Joker (Todd Philips), Kill Bill (Quentin Tarantino), de una manera tan desbordada e hiperbólica que ocasiona (ya no sabemos si adrede o accidentalmente) retrasos, tramas y secuencias secundarias interminables, que recargan y demoran la solución de un conflicto, el cual, sin embargo, sólo aprehendemos cuando ya se ha consumido más de la mitad de la película, y además genera la sensación de que esta película ya la hemos visto múltiplemente.
Hacer de la distracción la columna vertebral puede ser un recurso genial si la trama es compleja y requiere de una revelación paulatina o puede ser un síntoma narcicista de la narración y una abusiva abultación de la anécdota para escamotear el sentido o disimular la superficialidad de un argumento. Everything, everywhere and all at once parece situarse en una línea ambigua, donde ambas posibilidades son válidas. Una interesante y casi cervantina manera de transformar la técnica narrativa en la trama misma de la historia. Acertado sí, pero ¿requería de tantos minutos y kilómetros de película, tanto alarde de edición vertiginosa, tanto ruidoso soundtrack, tanto abuso de subtramas, tanto tinte paródico, tanto desdibujarse, tanta iconomanía cinematográfica hiperreiterada, tanta hipertextualidad, tanto exceso y explotación de groseros estereotipos, tanto confundir al espectador?
Yo creo que no, y pienso además que esta desmesurada saturación conspira contra los símbolos verdaderamente relevantes y esenciales del film y de la aún ingeniosa manera de desarrollar su historia nuclear: la de la mujer, la pareja, la madre, la familia, la sombra y la necesidad de la paternidad y la maternidad en el mundo sin brújula de esta multiverso en el que nos hemos metido, y en el que hemos extraviado, quizás sin remedio, la ruta al Alphaverso.
Pero también puede que el único confundido y aturdido sea yo, y que nuestros millenials hipertecnologizados y nativos digitales, ya cómodos habitantes de los ultra-meta-hiper o multi versos lo asimilen sin problema, y quizás ni necesiten siquiera que Evelyn los reintegre.
Avatar: The Way of Water. Dirección: James Cameron; Producción: James Cameron, Jon Landau; Guion: James Cameron, Josh Friedman; Música: Simon Franglen; Fotografía: Russell Carpenter; Montaje: James Cameron, Stephen E. Rivkin, David Brenner, John Refoua; Reparto: Sam Worthington, Zoe Saldaña, Sigourney Weaver, Stephen Lang, Giovanni Ribisi, Joel David Moore, C. C. H. Pounder, Laz Alonso, Kate Winslet, et alia.
Everything, Everywhere and All at Once. Dirección: Daniel Kwan y Daniel Scheinert; Producción: Hermanos Russo, Mike Larocca, Dan Kwan, Daniel Scheinert; Guión: Daniels; Música: Son Lux; Fotografía: Larkin Seiple; Edición: Paul Rogers. Reparto: Michelle Yeoh, Ke Huy Quan, Stephanie Hsu, James Hong, Jamie Lee Curtis, et alia.