viernes, 24 de febrero de 2023

Tár: la música de la soledad

 


Einar Goyo Ponte


Tár, de Todd Field, es, al momento de escribir esta crónica, y aún sin ver un minúsculo puñado de las nominadas en diversas categorías, mi favorita de este año, lo cual no significa nada, dados los estrepitosos fracasos en los que me hace incurrir el frívolamente salomónico criterio con el cual la Academia hollywoodense escoge a sus ganadoras. Pondré mi mejor empeño en tratar de explicar por qué este film tan insólito, ambiguo, atrayente y múltiplemente provocador es una de las grandes propuestas artísticas y cinematográficas de esta edición.

Para mí, verla, tratar de disfrutarla y al final, deleitarme con ella, fue como navegar una montaña rusa: propone un inicio lento, con unos segundos desconcertantes, con el celular que está espiando a la protagonista (sin que aún lo sepamos) y preceden a los también osados créditos iniciales que parecen los finales, tanto por el tamaño de los caracteres como por la sucesión inversa de la mención de los artistas. Terminan con el título de la película.

Los primeros 20 minutos ahondan la demolición de la zona de confort del espectador, aunque no precisamente por violencia sino por el desafío que presenta a quienes no sean iniciados melómanos de música académica. En ellos vemos los pies descalzos de Cate Blanchett, ya encarnando a la apenas ficticia Lydia Tár, célebre y mediática directora de orquesta, jugando con un mosaico de carátulas de discos de vinyl de música clásica, con rostros de varios de sus ilustres colegas hasta que confronta una de Claudio Abbado con otra de Leonard Bernstein. Consigue así, muy sencillamente, y lo reforzará magistralmente en la próxima secuencia, dar la sensación de absoluta credibilidad. Si yo fuese un neófito en música sinfónica, podría salir de la sala al menos dudando de que Lydia Tár sea un personaje de ficción. Y como he insinuado arriba, lo es por muy pocos centímetros. Es una figura creada muy inteligentemente por Todd Field, y a quien inserta, con un despliegue de conocimiento difícil de acopiar por alguien que sea sólo un melómano casual, en un mundo donde predominan aún los hombres y donde las reglas establecidas están hechas para su mayoritario beneficio. La larga secuencia, de más de 10 minutos de duración de la entrevista entre el auténtico Adam Gopnik del New Yorker Festival, puede resultar francamente incomprensible para el grueso del público, pero muy disfrutable, a la vez, para los entendidos, dada la profundidad de los conceptos musicales, las referencias a la historia, a las obras, a los personajes mencionados (Bernstein, Mahler, Lully, Beethoven, Alma Mahler), por lo demás muy precisos y excelentemente documentados. Cate Blanchett está extraordinaria en esa tenue línea que la muestra tan erudita como la Tár y la ambigüedad entre eso y la pedantería elitesca. Es inusual sentarse en una sala de cine y gozar de una conversación tan estimulantemente musical como la recreada en esta morosa y exquisita entrevista, que contempla atentamente, desde el fondo del auditorio, una cabeza femenina pelirroja, de la que sólo vemos su cabellera. No lo sabemos aún, pero acabamos de ver la faceta Dr. Jekyll, amable, seductora, magnética de Lydia Tár.


Dra. Jekyll y Mrs. Hyde

Enseguida se asoma Mrs Hyde: la vemos regocijándose en el halago y el flirteo con una admiradora que suscita los celos de su asistente Francesca. Pronto entendemos que Tár es lesbiana y devoradora de mujeres. Su asistente también ha compartido sus espacios íntimos, pero ya ha dejado de atraer a la directora. En pocos minutos conoceremos a su familia, formada con la concertino de la Filarmónica con la que grabará la Quinta Sinfonía de Mahler y su pequeña hija Petra. Lydia tiene la líbido desbordada de un seductor impenitente. Es muy mordaz la brevísima escena donde la acosadora del teléfono móvil enfoca la habitación de Plácido Domingo haciendo un ya marcadamente actualizado referente analógico de los apetitos de Tár.

Toda la película oscila entre estas dos caras de la protagonista. Amorosa, atenta, protectora con su esposa Sharon; déspota con Francesca. Y esa ambigüedad se transmite junto con una poderosa fascinación: casi la declaro héroe universal en la también larga, pero arrebatadora secuencia donde pulveriza al estudiante hater de Bach por sus posmodernas y seudo ideológicas preferencias de género, con contundentes y apasionados argumentos, de nuevo, difíciles de asimilar por el espectador medio en una sala de cine. Todd Field logra ridiculizar a esa peligrosa tendencia académica actual enarbolada por varias universidades como la de Oxford, entre las más notorias, que ha dado en cuestionar al canon de la música universal (Bach, Mozart, Beethoven) por considerarlo perturbador de la cultura africana o prolongadores de las estructuras de poder y dominación, en los febriles alegatos, pero sobre todo en la galvánica actuación de la Blanchett, logrando unir el equilibrio apolíneo de su Jekyll y la fuerza dionisíaca de su Hyde. El pobre estudiante hiper y modernamente prejuicioso, mientras se cree de vanguardia, sale corriendo humillado de la clase magistral.

Más tarde la vemos amenazando en alemán y sin pudor a la niña que hace amagos de bullying a su hija. Lydia tiene dos casas: aquella en donde vive con su familia y un estudio en un viejo edificio donde duerme sola, o lo intenta, acosada por ruidos externos o internos (la vecina enferma, los metrónomos, la radio que la despierta con censurables interpretaciones (para ella) de sus rivales consagrados -Michael Tilson Thomas es la víctima escogida-, y donde recibe visitas de sus presas de seducción.

Todd Field vuelve a situarnos en los referentes: al nombre de Plácido Domingo se unen, en una secuencia de conversación con el personaje del también director Andris Davis (ficticio pero plausible), a James Levine y Charles Dutoit, ambos defenestrados de sus importantes cargos por denuncias de acoso sexual valiéndose de su poder artístico. Davis los compara con Furtwängler y Karajan en la época de la desnazificación. “Ser acusado era lo mismo que ser condenado”, recita el personaje, mientras Lydia se resiste a equiparar “la indecencia sexual con el nazismo”, en una leve declaración de su inconsciente que se juzga a sí mismo inocente de ambos cargos.


Sexo sinfónico

Y es que la bomba estalla, a pesar de las negligentes precauciones que Lydia/Jekyll ha tomado. Embriagada de su poder y su talento, esta directora de orquesta, fuertemente masculinizada, tanto artística, profesional, afectiva o sexualmente está a punto de ser alcanzada por uno de esos escándalos hoy tan habituales en nuestra “Civilización del espectáculo”, con palabras de Vargas Llosa. Hace unos años la plataforma Amazon propaló una divertida e igualmente elitesca serie de TV llamada Mozart in the Jungle, donde protagonistas como Gael García Bernal (encarnando a un personaje cuyo referente era Gustavo Dudamel), Saffron Burrowes, Malcolm Mc Dowell, Bernadette Powers o Monica Bellucci lidiaban con lo que entonces lucía como inocentes, inofensivos expedientes, explicables por el stress que el arte al comienzo del nuevo milenio genera en sus hacedores: el sexo mezclado y sinuosamente regado por los meandros de las relaciones de poder, y la droga en el incógnito terreno de la música clásica. Después de los escándalos de las figuras musicales arriba mencionadas a los que podrían sumarse los de Daniele Gatti o el contratenor David Daniels, entre otros, Mozart in the Jungle no tendría el mismo tono de cínica comedia de ser producida hoy, apenas una década después.

Es aquí donde la película de Field se torna elusiva y candente: esta diva de la música clásica, triunfadora en un mundo artístico de hombres, por encima de los prejuicios por su género y por su condición homosexual, inteligente, genial, erudita, armada muchas veces mejor que sus colegas del sexo opuesto para las dificultades profesionales del medio y de la creación, capaz de discernir clarividentemente el sentido de una copiosa partitura como la de las sinfonías de Mahler y de expresarlo, así como de combatir con respuestas difícilmente refutables las necedades ilustradas de la corrección política, la cultura del resentimiento y los discursos supuestamente reivindicativos de la progresía, y cuya figura destellante en este mundo gris y aséptico de hoy parecieran elevar como heroína la interpretación descollante y pasmosa de la Blanchett, así como la dirección meticulosa e informada de Field, de repente descubre que resguarda a una mujer que no tiene límites en su depredación sexual, que utiliza con sutileza pero sin descanso su poder e influencias, su fascinación y sus instituciones altruistas para alcanzar sus objetos de deseo, pero que además en su vida privada no puede mantener relaciones de honestidad, no puede tratar con gentileza ni empatía a la gente que la rodea y en la que deposita los hilos de su vida y su trabajo. El suicidio de Krista, una de sus ex amantes y tuteladas, la misma a quien hemos visto enviar videos y fotos de Tár en estampas íntimas, que edita su perfil en Wikipedia, que envía correos de despecho y complicidad a Francesca, detona el escándalo de sus miserias soterradas y derrumba inexorablemente su mundo.

La directora termina dirigiendo una orquesta de casi aficionados frikis de los videojuegos, la antípoda de su entrañable, etéreo y profundo mundo de Bach, Beethoven, Bernstein y Mahler.

¿Qué nos propone esta película? ¿Que ni siquiera estos adalides de la igualdad de género están más allá de la sordidez del mundo moderno? ¿Que una incurable hipocresía subyace bajo todo discurso de reivindicación? ¿Que el arte y los artistas están más allá del bien y el mal y que nuestros parámetros les son insuficientes? ¿Que todo vale? O lo contrario: ¿que el arte no es patente de corso para ser más o menos humano ni para violentar reglas? ¿Que no nos redime de nuestras culpas ni de nuestra intrínseca mediocridad? ¿Que el poder es igualmente cruel, abusivo y corrosivo, lo ejerzan artistas o dictadores ?


La soledad del artista

Creo, sin embargo, que hay espacio para otra lectura si paladeamos con más fruición todavía la extraordinaria actuación de Cate Blanchett. Nada de lo anteriormente enumerado justifica, pero tampoco redime ni compensa a Tár, la personaje, de su falencia primordial: la soledad. Ha tenido que avanzar y conquistar en un mundo, como ya dijimos, falocéntrico; para asimilar su conocimiento y convertirlo en su sabiduría y talento ha tenido que encerrarse a estudiar, hacer sacrificios, hacerse de una disciplina posiblemente férrea, de un hábitat particular, del cual, es comprensible que le sea difícil abjurar. De todo ello está construida su soledad, la del artista, la del genio, la del músico enfocado en destacar y ser una figura en este difícil ámbito. Por más elitesca que parezca, la música académica promueve orquestas sinfónicas y salas de concierto por todo el planeta, pero grandes y paradigmáticas orquestas sólo hay un puñado, y grandes directores, cantantes, pianistas o cellistas de primera categoría hay puñados más pequeños aún. La misma dinámica de viajes, estudios, ensayos, grabaciones constantes los impulsa a una soledad física que debe tener sus poderosas consecuencias.

Además Tár se ha construido un aislamiento por elección, y no me refiero al apartamento donde se refugia/esconde: la secuencia donde la vemos encerrarse furtivamente en su casa familiar, en su cuarto, contemplando viejos VHS de Bernstein, como cuando era adolescente, seguramente, es reveladora de que ese proceso de ensimismamiento viene de antiguo y se ha llevado por delante a su propia familia. Tár está sola: desea, seduce, desecha, pero no puede amar. Su arte se agota en la teoría, en el discurso brillante, pero no está habitado por una experiencia ni por una sensación. Los movimientos y las pasmosas indicaciones referidas a la Quinta Sinfonía de Mahler que Field escribe y Blanchett con una exactitud escalofriante reproduce y representa son incisivos y a ratos exagerados, porque revelan la tensión interior, el miedo, el conflicto interno que Lydia la mujer, la persona libra contra Tár, la artista, la compositora, la directora, la depredadora, la abusiva de su poder. Y no puede dormir porque sus fantasmas íntimos la asedian en forma de metrónomo, de voces infantiles, de abrazos asfixiantes, de músicas ajenas, de vecinos enfermos e invasivos, o de amores apasionados que la extravían por laberintos donde el inevitable tropiezo la hace caer y golpearse brutalmente y casi desfigurarse.

Tár es un poco nuestro mundo de hoy, el intelectual, el comprometido con grandes causas, con la reivindicación de minorías o de oprimidos y marginados, a un punto en el que paradójicamente estas cruzadas nos deshumanizan, nos insensibilizan, nos reprimen, limitan y empobrecen. (Valga el ejemplo muy fresco de Roald Dahl, revisitado por la progresía académica.) Creo que Todd Field ha querido mostrarnos cómo un aliento mefistofélico ha conseguido poseernos, pero a la inversa de lo que declara el demonio en la obra de Goethe: queriendo hacer el bien terminamos, con indeseable (y muy pocas veces percibida, me temo) frecuencia, el mal: hemos execrado a Dutoit, Levine, Domingo, por sus supuestas fallas humanas, y hemos perdido la luz, la fascinación, la genialidad que al discurso del arte y la interpretación sus genios aportaban.

De ese nuevo desconcierto que genera ponernos a buscar el mal, también donde hasta hace poco suponíamos habitaba el bien, creo que trata Tár, un film donde al lado de las impecables actuaciones -apartando la de Blanchett que ya me he deshecho en alabar-, sobre todo las femeninas, de crucial relevancia (con Nina Hoss, como Sharon; Noémie Merlant como Francesca y Sophie Kauer como Olga, su nuevo objeto de deseo, como bastiones), la banda sonora hecha de Mahler, Shostakovich, Gudnadottir, Elgar, también actúa y forma parte de la historia de una manera dramáticamente nueva.


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