domingo, 2 de marzo de 2025

Esperando el Oscar: Wicked, el mal reescrito

 


Einar Goyo Ponte


Los teóricos de la posmodernidad solían argüir que habíamos llegado al fin de la historia y con ello al agotamiento de los grandes relatos, que todo se había convertido en una suerte de metadiscurso, donde importaba menos lo que se contaba que la forma de contarlo, y que la intertextualidad, la conciencia de que toda la escritura provenía de textos previos, que se repetían o variaban infinitamente, hacían de la originalidad un valor en declive.

Lo del fin de la historia siempre me ha parecido una exageración, pues el apocalipsis ha sido vaticinado y decepcionado tantas veces en el transcurso de las eras, pero en todo lo demás me parece que tienen mucha razón, aunque varios genios se les adelantaran mucho antes de que la teoría posmoderna se le ocurriera a alguien: Cervantes y Don Quijote ya igualan la anécdota al mecanismo de la narración como un poco después hará James Joyce en el Ulises, y lo de la infinita reverberación de los textos, así como lo de los tópicos y temas universales limitados es núcleo del pensamiento literario de Jorge Luis Borges y la teoría de la angustia de las influencias la propuso Harold Bloom, bastante antes de estos teóricos finiseculares.

En el cine, desde hace ya tiempo se prefiere renunciar a contar historias nuevas que a versionar mitos y a esos “grandes relatos”, sólo que recientemente ha creído encontrar una nueva veta invirtiendo las ecuaciones del relato. Por ejemplo, en lugar de contar la historia nuclear o arquetípica del héroe, ha decidido desmentir a Campbell y contar la historia a partir o desde la óptica del antagonista y el antihéroe. Así hemos visto a la Bella Durmiente deconstruida por Maléfica o Blanca Nieves por la Madrastra. El problema con esta táctica es que han terminado por borrar la razón de ser del villano: al héroe. Sin él, sin su función de Némesis se reduce a un desquiciado, un sociópata, un unabomber, un Hitler o un Putin, que ni siquiera tienen el involuntario don que les descubriera genialmente Goethe en la voz de su Mephistophéles: un espíritu que termina haciendo el bien por querer siempre hacer el mal.

Villanos sin héroe o héroes villanos

Es la conclusión a la que llegamos ante desatinos tan extraviados como el deplorable díptico de Todd Philips sobre The Joker, el archienemigo de Batman, o las aburridas secuelas de The Suicide Squad. ¿A quién le interesa la historia del Guasón sin la sombra de Batman, que lo justifica? ¿Qué sentido tiene la exaltación del mal e incluso su anhelada justificación? Yo creo que de esos descaminados libretos surge el germen de esta perversa operación de mercadeo que intenta reescribir la historia de la Guerra de Ucrania y convertir al invasor sin escrúpulos en el mártir de esta guerra, y al habitante de la desventaja suprema, en el villano.

Una nueva intentona torpe y descabellada ha llegado hasta la Alfombra Roja, colándose en las nominaciones de la temporada de premios: es Wicked, la versión en formato de superproducción de un, al parecer exitosísimo musical de Broadway, que desmonta la arquetípica historia del Mago de Oz, desde la hipotética recuperación del personaje de la Malvada Bruja del Oeste. Lo cual podría estar muy bien pues la vida nos enseña que predominan más las zonas grises que los blancos y negros, siempre y cuando el cambio de punto de vista no pervierta ni deforme la historia. Es lo que hace Philips con The Joker y lo que hicieron Winnie Holzmann y Stephen Schwartz con su Wicked, quienes no contentos con convertir a la Wicked Witch en la heroína de la historia, borraron a Dorothy, al hombre de hojalata, al león cobarde y al espantapájaros, verdaderos símbolos de transformación y real médula de este cuento.

Sin embargo, el resto de la humanidad está en franco desacuerdo conmigo dado el éxito permanente que el musical ha tenido en Broadway durante más de veinte años, y que ha hecho que se haya llevado al cine en una lujosa producción llena de estrellas, efectos especiales, un diseño de producción alucinante y la dirección virtuosa de John M. Chu.


Y es que a pesar del sinsentido neurálgico del musical, del cual el film de Chu sólo nos está dando la primera parte, la más ingeniosa y articulada, pues la segunda es verdaderamente enrevesada, absurda e infiel a su fábula original, Wicked tiene innegables ganchos que explican su éxito y el furor que ha despertado en la legión de jóvenes millenials quienes, con toda razón se ven representados en su derrochadora magia, aunque ésta haga demasiados guiños al boom hechicero detonado por el fenómeno Harry Potter, y del que este musical descaradamente se aprovecha.

Wicked aborda el tema de la diferencia en un mundo donde se prefiere la igualación y la reproducción masiva de los modelos, el dolor del excluido, del marginal en un entorno que no acepta la otredad. Elphaba es ese otro verde, en un mundo de rubios y guapos, enfrentándose a la popular Galinda, incapaz de ver más allá de su egocentrismo y su belleza, y que sin embargo descubre en su compañera de cuarto, una suerte de complemento suyo. No lo saben aún, pero son el héroe y la némesis de esta historia, aunque no entendamos bien (y dudo que lo entendamos alguna vez dado el desvío de la historia original que la segunda parte perpetra) quién será quién.

La dimensión fantabulosa

Wicked trata también el tema del poder amparado en la discriminación, la persecución y la alienación (iba a decir deportación, pero no quiero confundir más a mis lectores abriendo vasos comunicantes con el mundo real y actual), desde el desprecio en la propia casa pasando por el de los condiscípulos para terminar en el del autócrata, el Mago de Oz, quien del inofensivo impostor que apalancado por sus instrumentos mecánicos ha logrado regir en un mundo de prodigios y a quien una niña de zapatillas de rubí acaba por redimir como a sus compañeros, fantaseados por Frank Baum, se convierte aquí en un dictador con ideas goebbelianas.

Este atractivo cóctel es efectivamente intoxicante, pero en los dos sentidos que el adjetivo encierra: el uso del color que rinde continuo homenaje al resplandeciente trabajo, aún imborrable del clásico de Victor Fleming de 1939, que incluso mantiene el estilo de los créditos, es casi lujurioso, el diseño de producción es de una suntuosidad y unas dimensiones extraterrestres. Es verdad que hoy, con la IA y la pantalla verde se pueden hacer asombros, pero el detallismo, la simetría cromática y la vastedad arquitectónica provienen de un talento humano, el de Nathan Crowley, ayudado por la fotografía fantástica de Alice Brooks, quien en los últimos minutos del film consigue verdaderas maravillas.

Contribuyen a esta sensación multitudinaria que tiene la película la dirección de Chu en los números musicales, la gran mayoría de ellos continentes de una coreografía tumultuosa, que debió ser muy difícil organizar, filmar y sobre todo editar, crédito de Myron Kerstein, pero con el baile comienza para mí, la línea descendente, tanto del musical como del film: las coreografías vastas se parecen demasiado entre sí, por lo que a la tercera, que acontece más o menos antes de la primera hora de proyección, ya bostezamos de cansancio, sólo en vigilia por el constante taconeo y sonido de las palmas que todos los bailes casi invariablemente contienen junto con las contorsiones y acrobacias a las cuales la repetición igualmente les pasa factura. Quizás a la audiencia juvenil le cautive este recurso, pero a mí me agota ( y no posmodernamente) su dispendiosa reiteración.


Desafiando la gravedad

¿Y la música, autoría de John Powell y Stephen Schwartz? Tiene unos cuantos agujeros: todos los números son larguísimos, llenos de ornamentaciones vocales muy parecidas las unas a las otras, las melodías además de no ser particularmente originales no mantienen, gracias a la desmesurada longitud, la calidad musical ni memorable que es tan inherente al género del musical. La gran excepción es, por supuesto, la popularísima Defying Gravity, que Cynthia Erivo y el soporte de Ariana Grande, interpretan muy bien, llevando a cimas épicas en la puesta visual, pero aparte de ella no puedo recordar ningún número que se le equipare. The Wizard and me, también de Elphaba, se diluye en su longitud, y la Erivo no está en ella en su mejor forma. Con respecto a las canciones de su contrafigura, la insoportablemente perfecta Glinda de Ariana Grande, ninguna compite con la estelar de Elphaba, pero también puede ser que la visceral antipatía que me genera el personaje me impida disfrutar de sus canciones, más entrevesadas de taconeos y palmas que las de su contrincante.


En el plano actoral casi me ocurre lo contrario: la Grande logra transmitir la incapacidad de empatía de su personaje tan perfectamente, que terminamos hipnotizados esperando la próxima morisqueta, rictus o coquetería que hará para afirmar su actuación. Es un fenómeno de química actoral excepcional. En cambio, con la Erivo, a pesar de lo meticulosa, profunda y gradualmente trabajada que es su interpretación, me es muy arduo conectar -y confieso que es un movimiento irracional de mi instinto. Y es que a la actriz, que no es particularmente agraciada, el grueso maquillaje del enorme equipo de este rubro, la hace bastante desagradable en la pantalla. No le ocurre a otras Elphabas que he visto, empezando por su creadora Idina Menzel, a todas las pintan de verde, pero no son agobiantes como termina siendo la Erivo, cosa que en esta primera parte -tal vez en la segunda, cuando los acontecimientos se complican-, donde ella es la adolescente, que busca su espacio, su justificación y donde debe competir con la deslumbrante Glinda, me parece una falla antes que un acierto.

Habrá pues que esperar a la segunda parte a ver si estas debilidades se compensan o se desintegran como la Malvada Bruja del Oeste cuando Dorothy le arroja el balde de agua. Wicked ahora mismo se beneficia de su falta de humedad.


lunes, 10 de febrero de 2025

Esperando el Oscar 2025: Esa viscosa sustancia


Einar Goyo Ponte


A estas alturas creo que nadie duda de que la de The Substance de Coralie Fargeat es una muy buena idea, aunque sus clamorosos resultados en Cannes, en la taquilla y en la temporada de premios con la que suele comenzar el año cinematográfico, me sigan pareciendo territorio del misterio, porque esa excelente premisa del guión se agota antes de la primera hora de la película, y de ese prematuro fondo ya no vuelve a recuperarse.

La propuesta de la Fargeat se asienta primordial y contundentemente en lo visual, y esa fuerza nos impacta desde sus primeros minutos con la secuencia de la duplicación de las yemas de huevo que preludia a la genial de la estrella de la fama desde su glamorosa inauguración hasta su degradación, en alegoría a lo que veremos enseguida: el envejecimiento de Elizabeth Sparkle (Demi Moore) con la alusión directa al exitoso pasaje de la carrera de Jane Fonda devenida de actriz joven dramática en fitness-star, las esperpénticas tomas del rostro de Dennis Quaid vejándola por teléfono y luego enfrente suyo engullendo escatológicamente unas gambas, el accidente automovilístico que providencialmente la pone en contacto con la substancia que le promete una mejor versión de sí misma, su acceso a ella, su inoculación y todo lo que sigue después en secuencias que casi prescinden de las palabras por lo precisas y elocuentes que son sólo desde lo visual, tanto que, a ratos, nos da la impresión de estar presenciando un enorme video clip, fragmentario, potente, eléctrico, de colores e imágenes intensas, desnudos explícitos y, cuando llega el momento, su violenta -pero en su hipérbole devenida risible- estética gore.


Los riesgos ideológicos

El vigoroso inicio de The Substance nos evidencia el estilo básico de la realización: la hipérbole, la desmesura, la extravagancia y lo estrafalario extremo, y que si bien se justifica plenamente en esta primera parte, terminará devorándose a la película, asi como la sustancia hará con sus protagonistas.

En IMDB leemos que este film es una “re-lectura feminista”, pero, ¿de qué exactamente?: ¿del culto a la juventud que nuestra sociedad falocéntrica alimenta? ¿de la vanidad femenina por cimentarse y prolongar sobre la belleza del cuerpo? Y una vez allí, ¿quiere el film convencernos de que esa vanidad le es impuesta a la mujer por el patriarcado? ¿Cómo se explica entonces la escasa e irrelevante presencia de lo masculino en la historia? Las grotescas intervenciones del productor Harvey (Quaid), los machistas del casting que busca sustituir a la Sparkle, los sponsors televisivos, los amantes fantasmas de Sue (la mejor versión de Elizabeth, interpretada por Margaret Qualley) y los hombres del público del especial de Año Nuevo no me parecen suficientes para sostener este alegato.

Y es que a pesar de que el discurso feminista proclama la “sisterhood” universal por sus reivindicaciones, en la vida y la cultura cotidianas es bastante predominante la intuición, imaginario y discurso tradicionales, también muy femeninos, de que las rivales más feroces de la mujer son ellas mismas. Y no en el sentido alegórico de superación, precisamente.


La otra

The Substance es, notoriamente, una variación sobre el tema de Dr. Jekyll & Mr Hyde, una de las versiones del mitema del doble o del rival fraterno que nos convoca ancestralmente en forma de Castor y Polux o de Caín y Abel. Y que en el cine y la cultura pop remite al Hombre Lobo, La mosca y casi todos los superhéroes con su doble identidad, muchas de cuyas imágenes casi arquetípícas están evocadas en la película de Coralie Fargeat. Pero es imposible obviar que en The Substance, Mr. Hyde es no solo otra mujer, sino la misma, escindida por la inyección aplicada. Pero ésta no inocula la ambición, la inescrupulosidad, la trágica falta de empatía consigo misma o su otra yo, su intrínseco deseo por aniquilar a esa molesta suya a la que debe revivir cada semana, que se destilan mutuamente Elizabeth y Sue. Es la naturaleza oscura de Mr. Hyde, que desbarata la pulcritud del Dr. Jekyll. Es ese factor X que no contempló el científico de Stevenson ni la Elizabeth acorralada por el tiempo, el medio controlado por los hombres y su incapacidad de renunciar a la fama. Ni el vértigo del placer y las luces que experimenta con irresistible intensidad, su alter Sue, quien empieza a saltarse las reglas y recomendaciones de los clandestinos artífices de la sustancia.

Volvemos a encontrarnos con otro ejemplo de cómo las ideologías externas, sean estas de género, políticas o sociales, al mezclarse y confundirse enturbian y arriesgan incluso las buenas ideas. Le pasó a Barbie, el año pasado, que terminó siendo una indigesta amalgama de crítica de género con ironía sobre el feminismo, y le ocurre a The Substance, que se ha confundido, más del lado de la crítica y la recepción del público, con un alegato contra la misoginia y la exaltación del cuerpo femenino juvenil, cuando en realidad lo es contra la vanidad y la obsesión humana por ser jóvenes, bellos, ricos, famosos, poseedores de cosas, incapaces de la más mínima introspección. La nuestra es una era y una sociedad de hombres y mujeres fanáticos de la autosatisfacción, pero incapaces del autoconocimiento.

Pero no todo es culpa del feminismo. Alex Sitaras, en Cineccentric (Septiembre 2024), escribe que Coralie Fargeat arroja la precaución por la borda en The Substance, y aunque esto suele ser una virtud y un ariete contra tanta tradición y reiteración en el cine, creo que pone la película innecesariamente al borde de la repulsión y el cansancio.


La vorágine del asco

Cuando terminé de ver la película sentí que la mitad de ella sobraba. La médula básica de la historia se agota, como señalé al inicio, en la primera hora: lo que sigue se rellena con una cinematografía concentrada en los close ups, los goteos, supuraciones, sangramientos, derrames de grasa, viscosidades, protuberancias, manchas, deformidades, excrecencias que se prodigan por las dos horas largas de proyección y que hacen avanzar lentamente el film hacia su muy predecible desenlace. Como insinué arriba, entiendo que la Fargeat ha querido hacer de la exageración sus discurso y forma de expresión, pero toda reiteración es por definición un abuso, un sacar las cosas de quicio, y en esa vorágine de asco, sanguinolencia, violencia y monstruosidad, se degradan también la historia, la idea ingeniosa, el alegato y todo deviene una grotesca y morbosa caricatura en la que se enlodan los innegables recursos técnicos, las transtextualidades fílmicas con La mosca de Cronenberg, con los filmes del joven Brian de Palma, el Polanski de aquella remota Repulsión de 1965, las distintas versiones de Alien y Depredador, y desdichadamente las actuaciones.


Es en sí misma una caricatura la de Dennis Quaid como Harvey, el frivolísimo productor, pero termina vulnerándose, y no sólo por la desmesura de la directora, también la de Margaret Qualley como Sue, que lucha denodadamente contra la premisa de que ella es “la mejor versión” de la original Elizabeth de Demi Moore pues, aunque me parece preciosa (la amé en la perversa inocencia de su personaje en Once Upon a time in Hollywood, de Tarantino), conspiran contra la premisa de la película sus incisivos preeminentes y el lunar que tiene al costado izquierdo y que ostenta en su primera aparición como Sue, salida no de la costilla de Elizabeth sino de su espinazo, saboteando la cabalidad de la propuesta central. Pero está excelente en su confección de la material girl, que vibra como gelatina y derrama su encanto en coquetos espasmos de Lolita. Acaso sólo Demi Moore sobrevive con cierta dignidad al sangriento naufragio, pues sobre ella recae casi toda la carga dramática: sus debates consigo misma, la vulnerabilidad e intrínseco rechazo a lo que ha hecho al consumir la sustancia, la memorable secuencia, alabada muy justamente por Sitaras, en la que es incapaz de salir a la cita que ha concertado con su ex compañero de clase, agobiada por el cuerpo inerte de su doble encerrado en la habitación secreta (la alusión encubierta a El retrato de Dorian Grey, otro relato de duplicidad, de Oscar Wilde, es genial), y la otra, donde se mofa de Sue en su picante entrevista, son ribetes del que será, posiblemente, el rol más difícil de su carrera, por lo cercano a sí misma, por ser su potente resurrección y por los riesgos que comporta, entre los cuales la parafernalia de la puesta en escena de The substance y su interminable -al borde de lo insoportable-, final, no son los más insignificantes.


martes, 2 de enero de 2024

Maestro: Bradley Cooper vs.Leonard Bernstein


 Einar Goyo Ponte


Las tormentosas relaciones entre el cine y la música clásica no han llegado a su fin: a inicios de los 40 del siglo pasado despuntaron con Fantasía, de Disney, hermoso experimento de variables resultados, que daba imagen a clásicos de la música occidental, dejando sus escenas en la memoria colectiva cultural. A partir de allí, Hollywood y el cine europeo han intentado reiteradamente recrear la vida de compositores e intérpretes con muy desigual fortuna. Chopin, Liszt, Wagner, Verdi, Caruso se asomaron a la gran pantalla en versiones de sus vidas, melodramáticas y adaptadas a las fórmulas comerciales. En los 60 y 70, Europa intenta un formato más cercano al documental, que despoja de intriga y ritmo dramático a la biografía. Así la Pequeña Crónica de Ana Magdalena Bach, de Danielle Hullet, sobre su célebre esposo, o los filmes y series de Tony Palmer sobre Purcell y Wagner. Los ochenta ven la llegada de la Ópera-Film en manos de Zeffirelli, Rosi, Annaud y Syberberg, con éxito comercial sólo del primero. Sin embargo, esto alentó a Milos Forman a filmar lo que hasta ahora es quizás el mejor film sobre un músico: Amadeus, que a pesar de comprar la insostenible tesis conspirativa de Peter Shaffer contra Mozart y la reaccionaria idea de que el genio autor de La flauta mágica era poco menos que un sociópata, incapaz de sobrevivir a la realidad, alcanza momentos cinematográficos inolvidables.

Mención aparte merecen las audacias estridentes e inteligentemente cercanas al kitsch de Ken Russell, en los años 70, y que desde la primera secuencia descartan contar una biografía sino interpretar al músico admirado. Así nos dio su visión de Tchaikovsky, Liszt y Mahler, en The music lovers o Lisztmania. Meritorias tentativas fueron Un invierno en Mallorca, de Imo Moszkowicz sobre Chopin y George Sand; El joven Toscanini, otra vez por Zeffirelli, y dos interesantes visiones de Beethoven: la de la tesis policial de Inmortal Beloved de Bernard Rose, sobre la misteriosa destinataria del compositor, y Copying Beethoven, de Agnieszka Holland, bastante rigurosa, salvo en su personaje central.

En el terreno documental no ha habido mejor suerte. Es fallido y calla demasiadas cosas el Pavarotti de Ron Howard, y largo, pero totalizante el del gran Giuseppe Tornatore sobre su cómplice Ennio Morricone, el gran compositor de bandas sonoras de incontables películas.

Un par de títulos más que es preferible olvidar antes de entrar en materia: Callas forever, fallido tributo de Zeffirelli a su amada María Callas, y esa fantasía gay titulada Farinelli de Gerard Corbiau, cuyo peor pecado es no contar la historia real del célebre castrato, muchísimo más fascinante que la insulsa ficción que muestra la película. Con este contexto parece aconsejable no esperar demasiado del innegable talento de Pablo Larraín y su biopic sobre María Callas, anunciado para este 2024, no vayamos a sufrir la misma decepción que el endeble film de Bradley Cooper sobre Leonard Bernstein, Maestro, que se une a esta larga y triste historia sintetizada en estas líneas.

Ni biopic ni musical ni morbo ni historia de amor

Durante casi dos años nos mantuvo Cooper a la espera de este film. Amparado en las fotografías donde impersonaba con impresionante fidelidad al músico estadounidense, logró enganchar a melómanos y legos a la expectativa. Se acaba de romper el celofán y lo que nos devuelve la pantalla no es una biografía tan rigurosa como el maquillaje del actor-director; tampoco una panorámica de su labor creativa como compositor, pianista o director, su faceta quizás más icónica; no es una morbosa exploración de su bisexualidad; y al pasar por aquí podríamos creer que sería la narración de la historia de amor del célebre director y su esposa Felicia Montealegre, asediada por sus rivales masculinos, la insatisfacción, el cáncer y finalmente, la muerte, pero también esto está diluído y confuso.

Falta rigor e información para rozar siquiera lo primero: nada de sus orígenes salvo lo que los personajes se cuentan en las largas y artificiales escenas dialogadas. Muy poco que se traduzca en la música que creaba, componiendo o interpretando. Incluso la ya precaria narración, se resiente de la imprecisión cronológica. Cooper deja al público el trabajo de tener que ubicarse en qué época, contexto histórico o cultural ocurren las acciones. Y, salvo el color del cabello de Bernstein, muy poco más para entender cuántas décadas transcurren desde uno y otro punto de la historia. De hecho, la escena cumbre del film: la reconciliación entre Bernstein y Felicia en la Catedral de Ely tras la ejecución de la Resurrección de Mahler, está seriamente comprometida de veracidad por esta indefinición de fechas.




Más de lo mismo nos restringe lo segundo: la exploración de su labor creativa.
Oímos los musicales más juveniles y fragmentos sueltos de alguna de sus sinfonías, un mezquino rocío de West Side Story, Candide pasea un par de veces por la pantalla. Sus piezas para piano, escasas y dispersas. Nada de sus fusiones entre lo sinfónico y el jazz. Y los momentos cumbres musicales pertenecen a autores europeos, Mahler específicamente. Resultado: no nos llevamos una idea, siquiera esbozada, del Bernstein compositor, en dónde podrían leerse muchas de sus contradicciones y conflictos personales, culturales, religiosos y sexuales. Cooper esquiva este rico venero.

Hay una escena, en los últimos 50 minutos de la película, en la que un par de amigos de Felicia y Leonard van a visitarla en su penosa convalecencia tras su operación contra el cáncer, y se ponen a recordar intrascendentes detalles de años pasados, mientras Felicia tose casi inconteniblemente y escupe sangre al mismo tiempo que trata de poner un mínimo de atención a lo que ya nos parece una desconsiderada invasión de los visitantes, a la que sin embargo, falta agregar un elemento más de absurdo: Bernstein tocando en el piano la Marcha Nupcial de Lohengrin, mientras entran, parodiando a unos novios, su hija menor y un amigo. Más o menos eso es lo que nos pasa a los espectadores durante buena parte de la película con la narrativa de la historia de la relación de Leonard y Felicia: detalles esenciales faltantes, excesivo diálogo y casi nulas escenas románticas. Nunca nos identificamos con esa pareja conflictiva, ni en su idilio, ni en su felicidad, ni en su conflicto. La aceptación de Felicia de la bisexualidad e inconstancia de Leonard, la conocemos casi al desgaire, como si fuese un detalle menor, cuando por el contrario es la médula de toda la historia. Por ello, la escena mejor escrita de la película: la de la discusión en Thanksgiving Day entre ambos, mientras el desfile de globos gigantes pasa detrás de ellos por las ventanas, es un climax casi inconexo, pues nos falta el “antes”: el torpe recordatorio de Bernstein de las almohadas y la pasta de dientes no basta para arrojar luz sobre los años y años de Felicia callando y soportando las distancias, depresiones, infidelidades, desequilibrios en su vida de pareja. Todo ello tenemos que suponerlo nosotros en los cinco minutos que dura este diálogo y los diez disgregados por toda la película ya transcurrida para entonces. ¿Quisieron Cooper y Josh Singer, guionistas de su deshilachado film tratar de proteger a Bernstein o de hacerlo emblemático del comportamiento sentimental del colectivo LGBTI? ¿Ser políticamente correctos y con ello dejar a Felicia como una mártir incongruente de la heteronormatividad? Tár, de Todd Field, con el cual Maestro tiene muchos vínculos, es mucho más honesto y menos complaciente en este tema.

El esquema habitual en estas películas sobre artistas conflictivos es hacer destacar la potencia de su arte, la contundencia de su mensaje o la luz cegadora de su talento para que sus falencias humanas, morales y egoístas luzcan minimizadas o como elementos, que en la alquimia creadora, hacen que de la materia más vil salga el oro. Maestro no da suficiente material para que este proceso o axioma narrativo cinematográfico se produzca. Lo que queda es una historia incoherente, con personajes cuya historia real es mucho más conmovedora e intensa que este débil boceto que se nos ofrece y que desmerece del arte y el oficio que lo enmarca.

Una caricatura

A estas alturas, a nadie o muy poca gente le importará la orientación sexual de un artista, cuando lo verdaderamente imponente y trascendental es el arte que salió de su genio, la fuerza emocionante, reveladora, intemporal de su obra. Sin embargo, a un cine que creíamos en vías de extinción, como al que este Maestro de Cooper parece aún pertenecer, da la impresión que resultan más cruciales los intríngulis íntimos, resueltos o no, por sus protagonistas, que lo que construyeron en el proceso. Lástima.

Con respecto al aspecto interpretativo, apartando a la extraordinaria Carey Mulligan, que literalmente, con el equipo de make up y la silla de dirección en contra, le roba la película del bolsillo a su partner-guionista-director, todo es igual de inconsistente que el resto del film. Sin la diáfana evolución que logra Mulligan de su personaje (a pesar de las ya mencionadas lagunas del libreto) desde la juventud hasta su consunción por la enfermedad, sin la dolorosa resignación, los gestos de tragar grueso y amargo, su tensión entre la madre y la esposa para mantener unida, en soledad, a su familia, tendríamos un film aún más descolorido ( y no me refiero al atrabiliario uso del blanco y negro y el color, como casi amateur recurso para enfatizar los movimientos del tiempo) y endeble que este que Cooper nos entrega.


Y es que prácticamente el otro componente interpretativo del film es
Bradley Cooper, fracasando estrepitosamente en el tour de force que planteaba personificar a Leonard Bernstein, acopiando recursos a su favor infructuosamente. Sé que seré aún más impopular entre sus fans por esto, pero, por fortuna me respaldan dos hechos objetivos: el primero es la voz de Bernstein, preservada para nosotros por el video en cientos de centímetros de película, en sus extraordinarias lecciones sobre música y demás programas televisivos. Con ellas, al alcance, ¿de dónde se le ocurrió a Bradley Cooper inventar esa voz de acatarrado con la que habla en casi toda la película? ¿Es la proclamada prótesis nasal?

El segundo hecho objetivo es el correspondiente a la escena cumbre musical de la película: la recreación de la conducción de Bernstein de la Segunda Sinfonía de Mahler en la Catedral de Ely, filmada en 1973, tres años antes de su regreso con Felicia, y disponible en varios formatos y plataformas. Convoco a mis lectores a que se acerquen al original (la música sigue siendo extraordinaria en cualquiera de las versiones) y comparen lo que hace Bernstein con la casi irrespetuosa caricatura que hace Cooper. Los gestos del famoso director, en su célebre hipérbole, tienen un profundo sentido y hasta una justificación en su lectura. Vemos cómo está atento al más mínimo detalle: subraya, recuerda, o inventa en el momento, un súbito cambio de matiz de intensidad o ritmo, canta rigurosamente, y a tempo, el texto con el coro y no está tan empapado en sudor como Cooper aparece en el film. Éste, en cambio, parece reírse todo el tiempo (cosa sólo ocasional en Bernstein), la mayoría de sus gestos demoran sin sentido por la pantalla. No canta casi nunca el texto mahleriano, y se inventa unos espasmos inexistentes en Bernstein. Ver esa suerte de parodia de uno de tus héroes en una película millonaria es algo muy penoso. Cate Blanchett en la ya citada Tár, también exagera sus gestos, pero en ella son congruentes con la psicología del personaje. No hay comparación.

Y sin embargo, junto a la actuación de Carey Mulligan, este es el único valor rescatable del film: la selección y utilización dramática de la banda sonora, compuesta mayoritariamente por obras de Bernstein, en una reproducción sonora extraordinaria, sensible en el disfrute doméstico en casa, pero que debe potenciarse en una adecuada sala de cine. La simbiosis lograda en muchas escenas (la aparición inicial de Felicia, con el Pas de Deux de On the Town, la performance de los tres marinos de Fancy Free, la escena del ensayo de Candide (aquí está más sobrio Cooper “dirigiendo”), la de la Mass de Bernstein, con Felicia hundiéndose en la piscina como pico culminante, y por supuesto, la de la Resurrección de Mahler, dirigida musicalmente con prodigiosa mímesis sonora con respecto a la de Bernstein, por Yannick Nézet Seguin.

Pero no evita, por desgracia, esta nueva derrota de la música académica, frente al cine.



viernes, 10 de marzo de 2023

Esperando al Oscar IV: Cine fantástico: versiones sobre la otredad (Avatar II y Everything, everywhere and all at once)



 Einar Goyo Ponte

El género fantástico tiene muchas vertientes, pero desde su mismo origen, cualquiera que decidamos que este sea -la Odisea de Homero, las sagas nórdicas pre-medievales, las historias artúricas o las utopías renacentistas-, hay un tema que recurre insistentemente, incluso en sus más recientes asunciones como la ciencia ficción, las distopías o el cine interestelar o de superhéroes. Este es el de la confrontación con el otro, con la diferencia, con mundos y seres distintos a nosotros: las sirenas y cíclopes, Fafner, el dragón que custodia el oro nibelúngico; Merlín o Morgana, o Galaad mismo, no son completamente humanos o mortales; Tomás Moro inauguró el espejo utópico, en el cual podemos ver una versión mejor de nosotros o descubrir nuestra indefectible deformidad, como creía más bien Swift en sus Viajes de Gulliver. Desde antes de Julio Verne buscamos en las estrellas un interlocutor, un semejante, o al demiurgo que explique nuestras insuficiencias.

No ocurre distinto en el cine fantástico, sobre todo en el más reciente que ha comprendido que el género no significa elementalidad, maniqueísmo ni escasa profundidad. Es difícil saber si el cine de fantasía de hoy se escribe y produce para adultos o para esa infancia prolongada que nuestro mundo moderno, hipertecnológico, y de masivo confort ha hecho nuestro patrimonio.

Sin embargo, tampoco queda claro que el gran público perciba esa recurrencia y su crucial significación para nuestro mundo. Las dos películas del género fantástico que compiten por la dorada estatuilla en 2023 vuelven a confrontarnos con el viejo tópico y con la duda de su asimilación.

James Cameron ha logrado colarse por su indiscutible destreza técnica y capacidad de crear un universo alucinante, convincente y nada exento de belleza, casi paralelo y casi autónomo con respecto de nuestra imaginación terrícola, con su Avatar II: The Way of Water (el camino o el sendero del agua).

Y como en el primer film vuelve a proponernos su original visión sobre la otredad, en este mundo años luz, al que llegan los terrícolas buscando donde emigrar pues ya nuestro planeta no puede seguir manteniéndonos: Pandora es una recreación del paraíso terrenal, pero nosotros viajamos de galaxia en galaxia sin cambiar un ápice. Conquistando, exterminando, invadiendo, destruyendo antes de preservar; extinguiendo antes de fecundar, dominando sin respeto antes de convivir. Camerón riza el rizo cuando nos propone que, sin embargo, hemos descubierto científicamente que la manera más eficaz de invadir y exterminar al otro es convertirnos en él. Y luego, en otro interesantísimo giro, la trama de Cameron hace que ese mismo invasor escoja al otro y lidere la rebelión contra nosotros, los saqueadores. Con toda la sutileza psicológica para que el espectador consiga identificarse con alargados seres azules, con cola y asexuado aspecto, virginales y veneradores de esa comunión con el medio ambiente, que nosotros hemos perdido. El tema de la otredad viene unido en las películas de Cameron, apasionado del mundo submarino, después de Titanic, al de la ecología y al de una recreación del famoso mito moderno rousseauniano del buen salvaje, que para cierta corrección política moderna, es una perversa justificación de los neocolonialismos.

El problema con esta secuela de su Avatar original de hace casi quince años es que es demasiado fiel a su original, por lo cual los hallazgos conceptuales de esta, no hacen sino derivar en variaciones sobre el mismo tema. Cambian ligeramente los portadores de roles y tramas, pero al final no encontramos sino una cautivante y llena de impacto visual, repetición.


La otredad pasada por agua

Los terrícolas insisten en su desesperada búsqueda de un nuevo hogar, pero impenitentemente porfiados en sus afanes depredadores, industrializantes y civilizadores: siguen siendo los inmigrantes abusivos y desmedidamente armados, pero ahora los protagonistas de la primera, constituidos en una numerosa familia en la década y media que ha pasado, tienen que huir de su hogar, el edénico bosque de Pandora, y convertirse también en inmigrantes o desplazados como los musulmanes palestinos, los africanos nor y subsaharianos, los serbios de los años 90 o los colombianos de la guerrilla o los venezolanos del siglo XXI. Los guerreros del bosque arriban a un ecosistema acuático, donde pierden parte de sus destrezas, ignoran el idioma, no pueden nadar fácilmente bajo el agua, y no son cordialmente recibidos precisamente. Ellos ahora son el otro y deben adaptarse humildemente. Como se ve el clásico tema de la otredad esencial e inmanente se mantiene.

Y es precisamente ahí donde Cameron abusa del espectador pues el núcleo de la trama es casi el mismo, hasta el punto de que lo mejor que se les pudo ocurrir a él y a sus guionistas fue repetir al villano de la primera Avatar con el discutible recurso de resucitarlo en un avatar de los Navi, con su tamaño, su fortaleza, sus destrezas físicas, manteniéndole intacto el odio al otro, el sentimiento supremacista y el insaciable afán de venganza. Cameron se copia a sí mismo, pues es la misma premisa de su célebre Terminator. Es verdad que toda la historia que sirve de ralentización a la trama, está desarrollada inteligente e interesantemente: el choque de dos razas opuestas, la rebeldía adolescente, la dura adaptación de los chicos a su nuevo hábitat, la progresiva simbiosis que hacen con su entorno marino, una ojeada a los valores de la familia y un escarceo con el tema de la paternidad más la maravillosa fotografía supra y submarina, pero luego no pasa de ser eso: la demora del argumento elemental, resuelto en la proverbial batalla final, y aquí Cameron más impúdicamente aún vuelve a copiarse, pues la secuencia de la batalla final es prácticamente una reedición de la de Titanic.

Avatar I era una historia de raigambres e implicaciones nada inocentes en la exploración del tema de la otredad que requería de un despliegue colosal de recursos y nuevas tecnologías para ser contada satisfactoriamente. Avatar II es poco más que un pretexto para deslumbrarnos una vez con ellos.



Hiper/Ultra/Intertextualidad

El cine fantástico es también un cine de referencias, que ha escogido citar y establecer vínculos entre películas clásicas y recientes. Star Wars, The Matrix, Blade Runner, 2001: A Space Odyssey o el cine de Monstruos, desde King Kong a Godzilla, sin olvidar casi nunca a Frankenstein. Es verdad que en menos volumen que el de terror, pero el género fantástico a menudo se copia a sí mismo. Aunque también es honesto decir que todo el cine de hoy se ha convertido en una gigantesca fábrica de intertextualidad.

Una de las temáticas más exitosas del género fantástico ha sido siempre la de los viajes en el tiempo. Es como si Einstein hubiese sido contratado por la industria y ensayara diversos libretos y versiones sobre tu teoría de la relatividad. Yo he terminado por dudar si las teorías del Big Bang, lo cuántico, o de las cuerdas serán sesudas dilucidaciones científicas o prolongaciones del imaginario del cine en nuestro mundo.

Everything, Everywhere and all at once de los Daniels, como figuran en el cartel del film y en los créditos (Daniel Kwan y Daniel Scheinert), sin olvidar a dos productores importantes: los hermanos Russo, artífices del exitoso y épico final del Primer Universo Cinemático de Marvel, reúne un copioso background de esas referencias en una extraña, hiper extravagante, caótica, paródica y estrafalaria propuesta, que parece partir de la misma premisa de Avengers: Infinity War y EndGame: las corrientes de tiempo paralelo y posibles. Eso que llamamos multiverso, y que, sin ser novedoso, ha encontrado cumbre en filmes sólidos como Deja Vu, de Tony Scott o Interstellar, de Christopher Nolan, pero también se ha convertido en la venal patente de corso para obligarnos a ver una historia ya vista, una y otra vez. Antes, en nuestra inocencia pre-cibernética, lo identificábamos en los comics de superhéroes como las “historias imaginarias” (y ya era una tautología). Ahora más pomposamente: habitamos un multiverso.

Una de las muchas (demasiadas creo) ideas interesantes del film de los Daniels es que ese concepto se ha trasladado imperceptible pero efectivamente a toda nuestra cotidianidad, pero no en el ámbito fantástico que nos permitiría viajar en el tiempo y vivir distintas vidas y aventuras simultáneamente, sino de una manera caótica y disolvente donde se anulan sexo y género, sistemas políticos, potencias adversarias; estéticas, libertades, opresiones, restricciones, entidades binarias, diferencias raciales, parámetros culturales, producciones artísticas y mercancías se confunden, se intercambian, se suplantan, se erradican a sí mismas y derrumban cimientos, simbolismos y figuraciones mediante los cuales dábamos sentido a nuestro universo (cuando creíamos que era singular). Suena absurdo y familiar al mismo tiempo, ¿verdad? Tal cual una pesadilla con un licuado de Las ruinas circulares, Tlön, Uqbar y Orbis Tertius de Jorge Luis Borges, The Dead Zone, de Stephen King; Barbarella de Roger Vadim y las teorías más extremistas de Bakunin, desfilando en diseños de Versace, Donna Karan, Converse y Vans, todo animado por la banda sonora del viejo tango de Discépolo: Cambalache.

De hecho, Everything, Everywhere… es todo un aleph, un espacio u objeto (en este caso una historia) donde converge todo el universo. Esa vastedad está hecha de todo lo que queremos ser, pero también de aquello a lo que renunciamos para ser lo que somos. Vidas, amores, destinos, errores, posibilidades, azares todo acontece o es factible o acechando para ocurrir o menguándose en el recodo donde lo olvidamos o lo escondemos. Esta película está construida desde ese lugar en el que nos preguntamos qué habría pasado si…, o si yo fuese fulano en lugar de ser mengano. El multiverso hace que todo sea más que posible. Siempre que seamos capaces de afrontar las consecuencias: no las de ser otro, sino de descubrir realmente quién eres, todo el peso de tus derrotas, tus inconsecuencias, deslealtades, descuidos o indolencias. Todo ocurriendo simultánea, recurrente e infinitamente.

La historia que han urdido los Daniels es casi obscenamente simple: una mujer de origen asiático vive el colmo de su vida atascada en sus afectos, su dinámica familiar, su rutinarísimo trabajo, el agobio de sus deudas, el olvido de sus deseos y propósitos. Todo lo que pierde viene a reclamarla y ella debe emprender la heroica lucha para recuperarlo, al tiempo que descubre, en la adversaria en que se ha convertido su propia hija, que para reconciliarse con ella, debe antes hacerlo consigo misma.


Este plot tan aparentemente sencillo es, sin embargo el vórtice de una puesta en escena conformada por Alicia a través del espejo, de Carroll, cine de Bollywood, rebeldía adolescente gay, una miríada de personajes, incapacidad para expresar los sentimientos, parodias múltiples y reiteradas de filmes como The Matrix (Wachowsky brothers (o sisters, según su coordenada en el multiverso)), Crouching Tiger, Hidden Dragon (cuya protagonista es la misma de esta extravagancia: Michelle Yeoh), de Ang Lee; filmes de Jackie Chan, de porno core, Inception, de Christopher Nolan; Eternal Sunshine of the Spotless Mind, de Michel Gondry; Harry Potter, la ya citada EndGame, Westworld (de otro Nolan: Jonathan y su esposa Lisa Joy) Being John Malkovich (Spike Jonze), el mito de Orfeo, Ratatouille (Brad Bird-Pixar) y otro cine de animación, The Arrival (Denis Villeneuve), 2001: Una Odisea Espacial (Stanley Kubrick), Joker (Todd Philips), Kill Bill (Quentin Tarantino), de una manera tan desbordada e hiperbólica que ocasiona (ya no sabemos si adrede o accidentalmente) retrasos, tramas y secuencias secundarias interminables, que recargan y demoran la solución de un conflicto, el cual, sin embargo, sólo aprehendemos cuando ya se ha consumido más de la mitad de la película, y además genera la sensación de que esta película ya la hemos visto múltiplemente.

Hacer de la distracción la columna vertebral puede ser un recurso genial si la trama es compleja y requiere de una revelación paulatina o puede ser un síntoma narcicista de la narración y una abusiva abultación de la anécdota para escamotear el sentido o disimular la superficialidad de un argumento. Everything, everywhere and all at once parece situarse en una línea ambigua, donde ambas posibilidades son válidas. Una interesante y casi cervantina manera de transformar la técnica narrativa en la trama misma de la historia. Acertado sí, pero ¿requería de tantos minutos y kilómetros de película, tanto alarde de edición vertiginosa, tanto ruidoso soundtrack, tanto abuso de subtramas, tanto tinte paródico, tanto desdibujarse, tanta iconomanía cinematográfica hiperreiterada, tanta hipertextualidad, tanto exceso y explotación de groseros estereotipos, tanto confundir al espectador?

Yo creo que no, y pienso además que esta desmesurada saturación conspira contra los símbolos verdaderamente relevantes y esenciales del film y de la aún ingeniosa manera de desarrollar su historia nuclear: la de la mujer, la pareja, la madre, la familia, la sombra y la necesidad de la paternidad y la maternidad en el mundo sin brújula de esta multiverso en el que nos hemos metido, y en el que hemos extraviado, quizás sin remedio, la ruta al Alphaverso.

Pero también puede que el único confundido y aturdido sea yo, y que nuestros millenials hipertecnologizados y nativos digitales, ya cómodos habitantes de los ultra-meta-hiper o multi versos lo asimilen sin problema, y quizás ni necesiten siquiera que Evelyn los reintegre.



Avatar: The Way of Water. Dirección: James Cameron; Producción: James Cameron, Jon Landau; Guion: James Cameron, Josh Friedman; Música: Simon Franglen; Fotografía: Russell Carpenter; Montaje: James Cameron, Stephen E. Rivkin, David Brenner, John Refoua; Reparto: Sam Worthington, Zoe Saldaña, Sigourney Weaver, Stephen Lang, Giovanni Ribisi, Joel David Moore, C. C. H. Pounder, Laz Alonso, Kate Winslet, et alia.


Everything, Everywhere and All at Once. Dirección: Daniel Kwan y Daniel Scheinert; Producción: Hermanos Russo, Mike Larocca, Dan Kwan, Daniel Scheinert; Guión: Daniels; Música: Son Lux; Fotografía: Larkin Seiple; Edición: Paul Rogers. Reparto: Michelle Yeoh, Ke Huy Quan, Stephanie Hsu, James Hong, Jamie Lee Curtis, et alia.


viernes, 24 de febrero de 2023

Tár: la música de la soledad

 


Einar Goyo Ponte


Tár, de Todd Field, es, al momento de escribir esta crónica, y aún sin ver un minúsculo puñado de las nominadas en diversas categorías, mi favorita de este año, lo cual no significa nada, dados los estrepitosos fracasos en los que me hace incurrir el frívolamente salomónico criterio con el cual la Academia hollywoodense escoge a sus ganadoras. Pondré mi mejor empeño en tratar de explicar por qué este film tan insólito, ambiguo, atrayente y múltiplemente provocador es una de las grandes propuestas artísticas y cinematográficas de esta edición.

Para mí, verla, tratar de disfrutarla y al final, deleitarme con ella, fue como navegar una montaña rusa: propone un inicio lento, con unos segundos desconcertantes, con el celular que está espiando a la protagonista (sin que aún lo sepamos) y preceden a los también osados créditos iniciales que parecen los finales, tanto por el tamaño de los caracteres como por la sucesión inversa de la mención de los artistas. Terminan con el título de la película.

Los primeros 20 minutos ahondan la demolición de la zona de confort del espectador, aunque no precisamente por violencia sino por el desafío que presenta a quienes no sean iniciados melómanos de música académica. En ellos vemos los pies descalzos de Cate Blanchett, ya encarnando a la apenas ficticia Lydia Tár, célebre y mediática directora de orquesta, jugando con un mosaico de carátulas de discos de vinyl de música clásica, con rostros de varios de sus ilustres colegas hasta que confronta una de Claudio Abbado con otra de Leonard Bernstein. Consigue así, muy sencillamente, y lo reforzará magistralmente en la próxima secuencia, dar la sensación de absoluta credibilidad. Si yo fuese un neófito en música sinfónica, podría salir de la sala al menos dudando de que Lydia Tár sea un personaje de ficción. Y como he insinuado arriba, lo es por muy pocos centímetros. Es una figura creada muy inteligentemente por Todd Field, y a quien inserta, con un despliegue de conocimiento difícil de acopiar por alguien que sea sólo un melómano casual, en un mundo donde predominan aún los hombres y donde las reglas establecidas están hechas para su mayoritario beneficio. La larga secuencia, de más de 10 minutos de duración de la entrevista entre el auténtico Adam Gopnik del New Yorker Festival, puede resultar francamente incomprensible para el grueso del público, pero muy disfrutable, a la vez, para los entendidos, dada la profundidad de los conceptos musicales, las referencias a la historia, a las obras, a los personajes mencionados (Bernstein, Mahler, Lully, Beethoven, Alma Mahler), por lo demás muy precisos y excelentemente documentados. Cate Blanchett está extraordinaria en esa tenue línea que la muestra tan erudita como la Tár y la ambigüedad entre eso y la pedantería elitesca. Es inusual sentarse en una sala de cine y gozar de una conversación tan estimulantemente musical como la recreada en esta morosa y exquisita entrevista, que contempla atentamente, desde el fondo del auditorio, una cabeza femenina pelirroja, de la que sólo vemos su cabellera. No lo sabemos aún, pero acabamos de ver la faceta Dr. Jekyll, amable, seductora, magnética de Lydia Tár.


Dra. Jekyll y Mrs. Hyde

Enseguida se asoma Mrs Hyde: la vemos regocijándose en el halago y el flirteo con una admiradora que suscita los celos de su asistente Francesca. Pronto entendemos que Tár es lesbiana y devoradora de mujeres. Su asistente también ha compartido sus espacios íntimos, pero ya ha dejado de atraer a la directora. En pocos minutos conoceremos a su familia, formada con la concertino de la Filarmónica con la que grabará la Quinta Sinfonía de Mahler y su pequeña hija Petra. Lydia tiene la líbido desbordada de un seductor impenitente. Es muy mordaz la brevísima escena donde la acosadora del teléfono móvil enfoca la habitación de Plácido Domingo haciendo un ya marcadamente actualizado referente analógico de los apetitos de Tár.

Toda la película oscila entre estas dos caras de la protagonista. Amorosa, atenta, protectora con su esposa Sharon; déspota con Francesca. Y esa ambigüedad se transmite junto con una poderosa fascinación: casi la declaro héroe universal en la también larga, pero arrebatadora secuencia donde pulveriza al estudiante hater de Bach por sus posmodernas y seudo ideológicas preferencias de género, con contundentes y apasionados argumentos, de nuevo, difíciles de asimilar por el espectador medio en una sala de cine. Todd Field logra ridiculizar a esa peligrosa tendencia académica actual enarbolada por varias universidades como la de Oxford, entre las más notorias, que ha dado en cuestionar al canon de la música universal (Bach, Mozart, Beethoven) por considerarlo perturbador de la cultura africana o prolongadores de las estructuras de poder y dominación, en los febriles alegatos, pero sobre todo en la galvánica actuación de la Blanchett, logrando unir el equilibrio apolíneo de su Jekyll y la fuerza dionisíaca de su Hyde. El pobre estudiante hiper y modernamente prejuicioso, mientras se cree de vanguardia, sale corriendo humillado de la clase magistral.

Más tarde la vemos amenazando en alemán y sin pudor a la niña que hace amagos de bullying a su hija. Lydia tiene dos casas: aquella en donde vive con su familia y un estudio en un viejo edificio donde duerme sola, o lo intenta, acosada por ruidos externos o internos (la vecina enferma, los metrónomos, la radio que la despierta con censurables interpretaciones (para ella) de sus rivales consagrados -Michael Tilson Thomas es la víctima escogida-, y donde recibe visitas de sus presas de seducción.

Todd Field vuelve a situarnos en los referentes: al nombre de Plácido Domingo se unen, en una secuencia de conversación con el personaje del también director Andris Davis (ficticio pero plausible), a James Levine y Charles Dutoit, ambos defenestrados de sus importantes cargos por denuncias de acoso sexual valiéndose de su poder artístico. Davis los compara con Furtwängler y Karajan en la época de la desnazificación. “Ser acusado era lo mismo que ser condenado”, recita el personaje, mientras Lydia se resiste a equiparar “la indecencia sexual con el nazismo”, en una leve declaración de su inconsciente que se juzga a sí mismo inocente de ambos cargos.


Sexo sinfónico

Y es que la bomba estalla, a pesar de las negligentes precauciones que Lydia/Jekyll ha tomado. Embriagada de su poder y su talento, esta directora de orquesta, fuertemente masculinizada, tanto artística, profesional, afectiva o sexualmente está a punto de ser alcanzada por uno de esos escándalos hoy tan habituales en nuestra “Civilización del espectáculo”, con palabras de Vargas Llosa. Hace unos años la plataforma Amazon propaló una divertida e igualmente elitesca serie de TV llamada Mozart in the Jungle, donde protagonistas como Gael García Bernal (encarnando a un personaje cuyo referente era Gustavo Dudamel), Saffron Burrowes, Malcolm Mc Dowell, Bernadette Powers o Monica Bellucci lidiaban con lo que entonces lucía como inocentes, inofensivos expedientes, explicables por el stress que el arte al comienzo del nuevo milenio genera en sus hacedores: el sexo mezclado y sinuosamente regado por los meandros de las relaciones de poder, y la droga en el incógnito terreno de la música clásica. Después de los escándalos de las figuras musicales arriba mencionadas a los que podrían sumarse los de Daniele Gatti o el contratenor David Daniels, entre otros, Mozart in the Jungle no tendría el mismo tono de cínica comedia de ser producida hoy, apenas una década después.

Es aquí donde la película de Field se torna elusiva y candente: esta diva de la música clásica, triunfadora en un mundo artístico de hombres, por encima de los prejuicios por su género y por su condición homosexual, inteligente, genial, erudita, armada muchas veces mejor que sus colegas del sexo opuesto para las dificultades profesionales del medio y de la creación, capaz de discernir clarividentemente el sentido de una copiosa partitura como la de las sinfonías de Mahler y de expresarlo, así como de combatir con respuestas difícilmente refutables las necedades ilustradas de la corrección política, la cultura del resentimiento y los discursos supuestamente reivindicativos de la progresía, y cuya figura destellante en este mundo gris y aséptico de hoy parecieran elevar como heroína la interpretación descollante y pasmosa de la Blanchett, así como la dirección meticulosa e informada de Field, de repente descubre que resguarda a una mujer que no tiene límites en su depredación sexual, que utiliza con sutileza pero sin descanso su poder e influencias, su fascinación y sus instituciones altruistas para alcanzar sus objetos de deseo, pero que además en su vida privada no puede mantener relaciones de honestidad, no puede tratar con gentileza ni empatía a la gente que la rodea y en la que deposita los hilos de su vida y su trabajo. El suicidio de Krista, una de sus ex amantes y tuteladas, la misma a quien hemos visto enviar videos y fotos de Tár en estampas íntimas, que edita su perfil en Wikipedia, que envía correos de despecho y complicidad a Francesca, detona el escándalo de sus miserias soterradas y derrumba inexorablemente su mundo.

La directora termina dirigiendo una orquesta de casi aficionados frikis de los videojuegos, la antípoda de su entrañable, etéreo y profundo mundo de Bach, Beethoven, Bernstein y Mahler.

¿Qué nos propone esta película? ¿Que ni siquiera estos adalides de la igualdad de género están más allá de la sordidez del mundo moderno? ¿Que una incurable hipocresía subyace bajo todo discurso de reivindicación? ¿Que el arte y los artistas están más allá del bien y el mal y que nuestros parámetros les son insuficientes? ¿Que todo vale? O lo contrario: ¿que el arte no es patente de corso para ser más o menos humano ni para violentar reglas? ¿Que no nos redime de nuestras culpas ni de nuestra intrínseca mediocridad? ¿Que el poder es igualmente cruel, abusivo y corrosivo, lo ejerzan artistas o dictadores ?


La soledad del artista

Creo, sin embargo, que hay espacio para otra lectura si paladeamos con más fruición todavía la extraordinaria actuación de Cate Blanchett. Nada de lo anteriormente enumerado justifica, pero tampoco redime ni compensa a Tár, la personaje, de su falencia primordial: la soledad. Ha tenido que avanzar y conquistar en un mundo, como ya dijimos, falocéntrico; para asimilar su conocimiento y convertirlo en su sabiduría y talento ha tenido que encerrarse a estudiar, hacer sacrificios, hacerse de una disciplina posiblemente férrea, de un hábitat particular, del cual, es comprensible que le sea difícil abjurar. De todo ello está construida su soledad, la del artista, la del genio, la del músico enfocado en destacar y ser una figura en este difícil ámbito. Por más elitesca que parezca, la música académica promueve orquestas sinfónicas y salas de concierto por todo el planeta, pero grandes y paradigmáticas orquestas sólo hay un puñado, y grandes directores, cantantes, pianistas o cellistas de primera categoría hay puñados más pequeños aún. La misma dinámica de viajes, estudios, ensayos, grabaciones constantes los impulsa a una soledad física que debe tener sus poderosas consecuencias.

Además Tár se ha construido un aislamiento por elección, y no me refiero al apartamento donde se refugia/esconde: la secuencia donde la vemos encerrarse furtivamente en su casa familiar, en su cuarto, contemplando viejos VHS de Bernstein, como cuando era adolescente, seguramente, es reveladora de que ese proceso de ensimismamiento viene de antiguo y se ha llevado por delante a su propia familia. Tár está sola: desea, seduce, desecha, pero no puede amar. Su arte se agota en la teoría, en el discurso brillante, pero no está habitado por una experiencia ni por una sensación. Los movimientos y las pasmosas indicaciones referidas a la Quinta Sinfonía de Mahler que Field escribe y Blanchett con una exactitud escalofriante reproduce y representa son incisivos y a ratos exagerados, porque revelan la tensión interior, el miedo, el conflicto interno que Lydia la mujer, la persona libra contra Tár, la artista, la compositora, la directora, la depredadora, la abusiva de su poder. Y no puede dormir porque sus fantasmas íntimos la asedian en forma de metrónomo, de voces infantiles, de abrazos asfixiantes, de músicas ajenas, de vecinos enfermos e invasivos, o de amores apasionados que la extravían por laberintos donde el inevitable tropiezo la hace caer y golpearse brutalmente y casi desfigurarse.

Tár es un poco nuestro mundo de hoy, el intelectual, el comprometido con grandes causas, con la reivindicación de minorías o de oprimidos y marginados, a un punto en el que paradójicamente estas cruzadas nos deshumanizan, nos insensibilizan, nos reprimen, limitan y empobrecen. (Valga el ejemplo muy fresco de Roald Dahl, revisitado por la progresía académica.) Creo que Todd Field ha querido mostrarnos cómo un aliento mefistofélico ha conseguido poseernos, pero a la inversa de lo que declara el demonio en la obra de Goethe: queriendo hacer el bien terminamos, con indeseable (y muy pocas veces percibida, me temo) frecuencia, el mal: hemos execrado a Dutoit, Levine, Domingo, por sus supuestas fallas humanas, y hemos perdido la luz, la fascinación, la genialidad que al discurso del arte y la interpretación sus genios aportaban.

De ese nuevo desconcierto que genera ponernos a buscar el mal, también donde hasta hace poco suponíamos habitaba el bien, creo que trata Tár, un film donde al lado de las impecables actuaciones -apartando la de Blanchett que ya me he deshecho en alabar-, sobre todo las femeninas, de crucial relevancia (con Nina Hoss, como Sharon; Noémie Merlant como Francesca y Sophie Kauer como Olga, su nuevo objeto de deseo, como bastiones), la banda sonora hecha de Mahler, Shostakovich, Gudnadottir, Elgar, también actúa y forma parte de la historia de una manera dramáticamente nueva.