Einar Goyo Ponte
Las tormentosas relaciones entre el cine y la música clásica no han llegado a su fin: a inicios de los 40 del siglo pasado despuntaron con Fantasía, de Disney, hermoso experimento de variables resultados, que daba imagen a clásicos de la música occidental, dejando sus escenas en la memoria colectiva cultural. A partir de allí, Hollywood y el cine europeo han intentado reiteradamente recrear la vida de compositores e intérpretes con muy desigual fortuna. Chopin, Liszt, Wagner, Verdi, Caruso se asomaron a la gran pantalla en versiones de sus vidas, melodramáticas y adaptadas a las fórmulas comerciales. En los 60 y 70, Europa intenta un formato más cercano al documental, que despoja de intriga y ritmo dramático a la biografía. Así la Pequeña Crónica de Ana Magdalena Bach, de Danielle Hullet, sobre su célebre esposo, o los filmes y series de Tony Palmer sobre Purcell y Wagner. Los ochenta ven la llegada de la Ópera-Film en manos de Zeffirelli, Rosi, Annaud y Syberberg, con éxito comercial sólo del primero. Sin embargo, esto alentó a Milos Forman a filmar lo que hasta ahora es quizás el mejor film sobre un músico: Amadeus, que a pesar de comprar la insostenible tesis conspirativa de Peter Shaffer contra Mozart y la reaccionaria idea de que el genio autor de La flauta mágica era poco menos que un sociópata, incapaz de sobrevivir a la realidad, alcanza momentos cinematográficos inolvidables.
Mención aparte merecen las audacias estridentes e inteligentemente cercanas al kitsch de Ken Russell, en los años 70, y que desde la primera secuencia descartan contar una biografía sino interpretar al músico admirado. Así nos dio su visión de Tchaikovsky, Liszt y Mahler, en The music lovers o Lisztmania. Meritorias tentativas fueron Un invierno en Mallorca, de Imo Moszkowicz sobre Chopin y George Sand; El joven Toscanini, otra vez por Zeffirelli, y dos interesantes visiones de Beethoven: la de la tesis policial de Inmortal Beloved de Bernard Rose, sobre la misteriosa destinataria del compositor, y Copying Beethoven, de Agnieszka Holland, bastante rigurosa, salvo en su personaje central.
En el terreno documental no ha habido mejor suerte. Es fallido y calla demasiadas cosas el Pavarotti de Ron Howard, y largo, pero totalizante el del gran Giuseppe Tornatore sobre su cómplice Ennio Morricone, el gran compositor de bandas sonoras de incontables películas.
Un par de títulos más que es preferible olvidar antes de entrar en materia: Callas forever, fallido tributo de Zeffirelli a su amada María Callas, y esa fantasía gay titulada Farinelli de Gerard Corbiau, cuyo peor pecado es no contar la historia real del célebre castrato, muchísimo más fascinante que la insulsa ficción que muestra la película. Con este contexto parece aconsejable no esperar demasiado del innegable talento de Pablo Larraín y su biopic sobre María Callas, anunciado para este 2024, no vayamos a sufrir la misma decepción que el endeble film de Bradley Cooper sobre Leonard Bernstein, Maestro, que se une a esta larga y triste historia sintetizada en estas líneas.
Ni biopic ni musical ni morbo ni historia de amor
Durante casi dos años nos mantuvo Cooper a la espera de este film. Amparado en las fotografías donde impersonaba con impresionante fidelidad al músico estadounidense, logró enganchar a melómanos y legos a la expectativa. Se acaba de romper el celofán y lo que nos devuelve la pantalla no es una biografía tan rigurosa como el maquillaje del actor-director; tampoco una panorámica de su labor creativa como compositor, pianista o director, su faceta quizás más icónica; no es una morbosa exploración de su bisexualidad; y al pasar por aquí podríamos creer que sería la narración de la historia de amor del célebre director y su esposa Felicia Montealegre, asediada por sus rivales masculinos, la insatisfacción, el cáncer y finalmente, la muerte, pero también esto está diluído y confuso.
Falta rigor e información para rozar siquiera lo primero: nada de sus orígenes salvo lo que los personajes se cuentan en las largas y artificiales escenas dialogadas. Muy poco que se traduzca en la música que creaba, componiendo o interpretando. Incluso la ya precaria narración, se resiente de la imprecisión cronológica. Cooper deja al público el trabajo de tener que ubicarse en qué época, contexto histórico o cultural ocurren las acciones. Y, salvo el color del cabello de Bernstein, muy poco más para entender cuántas décadas transcurren desde uno y otro punto de la historia. De hecho, la escena cumbre del film: la reconciliación entre Bernstein y Felicia en la Catedral de Ely tras la ejecución de la Resurrección de Mahler, está seriamente comprometida de veracidad por esta indefinición de fechas.
Más de lo mismo nos restringe lo segundo: la exploración de su labor creativa. Oímos los musicales más juveniles y fragmentos sueltos de alguna de sus sinfonías, un mezquino rocío de West Side Story, Candide pasea un par de veces por la pantalla. Sus piezas para piano, escasas y dispersas. Nada de sus fusiones entre lo sinfónico y el jazz. Y los momentos cumbres musicales pertenecen a autores europeos, Mahler específicamente. Resultado: no nos llevamos una idea, siquiera esbozada, del Bernstein compositor, en dónde podrían leerse muchas de sus contradicciones y conflictos personales, culturales, religiosos y sexuales. Cooper esquiva este rico venero.
Hay una escena, en los últimos 50 minutos de la película, en la que un par de amigos de Felicia y Leonard van a visitarla en su penosa convalecencia tras su operación contra el cáncer, y se ponen a recordar intrascendentes detalles de años pasados, mientras Felicia tose casi inconteniblemente y escupe sangre al mismo tiempo que trata de poner un mínimo de atención a lo que ya nos parece una desconsiderada invasión de los visitantes, a la que sin embargo, falta agregar un elemento más de absurdo: Bernstein tocando en el piano la Marcha Nupcial de Lohengrin, mientras entran, parodiando a unos novios, su hija menor y un amigo. Más o menos eso es lo que nos pasa a los espectadores durante buena parte de la película con la narrativa de la historia de la relación de Leonard y Felicia: detalles esenciales faltantes, excesivo diálogo y casi nulas escenas románticas. Nunca nos identificamos con esa pareja conflictiva, ni en su idilio, ni en su felicidad, ni en su conflicto. La aceptación de Felicia de la bisexualidad e inconstancia de Leonard, la conocemos casi al desgaire, como si fuese un detalle menor, cuando por el contrario es la médula de toda la historia. Por ello, la escena mejor escrita de la película: la de la discusión en Thanksgiving Day entre ambos, mientras el desfile de globos gigantes pasa detrás de ellos por las ventanas, es un climax casi inconexo, pues nos falta el “antes”: el torpe recordatorio de Bernstein de las almohadas y la pasta de dientes no basta para arrojar luz sobre los años y años de Felicia callando y soportando las distancias, depresiones, infidelidades, desequilibrios en su vida de pareja. Todo ello tenemos que suponerlo nosotros en los cinco minutos que dura este diálogo y los diez disgregados por toda la película ya transcurrida para entonces. ¿Quisieron Cooper y Josh Singer, guionistas de su deshilachado film tratar de proteger a Bernstein o de hacerlo emblemático del comportamiento sentimental del colectivo LGBTI? ¿Ser políticamente correctos y con ello dejar a Felicia como una mártir incongruente de la heteronormatividad? Tár, de Todd Field, con el cual Maestro tiene muchos vínculos, es mucho más honesto y menos complaciente en este tema.
El esquema habitual en estas películas sobre artistas conflictivos es hacer destacar la potencia de su arte, la contundencia de su mensaje o la luz cegadora de su talento para que sus falencias humanas, morales y egoístas luzcan minimizadas o como elementos, que en la alquimia creadora, hacen que de la materia más vil salga el oro. Maestro no da suficiente material para que este proceso o axioma narrativo cinematográfico se produzca. Lo que queda es una historia incoherente, con personajes cuya historia real es mucho más conmovedora e intensa que este débil boceto que se nos ofrece y que desmerece del arte y el oficio que lo enmarca.
Una caricatura
A estas alturas, a nadie o muy poca gente le importará la orientación sexual de un artista, cuando lo verdaderamente imponente y trascendental es el arte que salió de su genio, la fuerza emocionante, reveladora, intemporal de su obra. Sin embargo, a un cine que creíamos en vías de extinción, como al que este Maestro de Cooper parece aún pertenecer, da la impresión que resultan más cruciales los intríngulis íntimos, resueltos o no, por sus protagonistas, que lo que construyeron en el proceso. Lástima.
Con respecto al aspecto interpretativo, apartando a la extraordinaria Carey Mulligan, que literalmente, con el equipo de make up y la silla de dirección en contra, le roba la película del bolsillo a su partner-guionista-director, todo es igual de inconsistente que el resto del film. Sin la diáfana evolución que logra Mulligan de su personaje (a pesar de las ya mencionadas lagunas del libreto) desde la juventud hasta su consunción por la enfermedad, sin la dolorosa resignación, los gestos de tragar grueso y amargo, su tensión entre la madre y la esposa para mantener unida, en soledad, a su familia, tendríamos un film aún más descolorido ( y no me refiero al atrabiliario uso del blanco y negro y el color, como casi amateur recurso para enfatizar los movimientos del tiempo) y endeble que este que Cooper nos entrega.
Y es que prácticamente el otro componente interpretativo del film es Bradley Cooper, fracasando estrepitosamente en el tour de force que planteaba personificar a Leonard Bernstein, acopiando recursos a su favor infructuosamente. Sé que seré aún más impopular entre sus fans por esto, pero, por fortuna me respaldan dos hechos objetivos: el primero es la voz de Bernstein, preservada para nosotros por el video en cientos de centímetros de película, en sus extraordinarias lecciones sobre música y demás programas televisivos. Con ellas, al alcance, ¿de dónde se le ocurrió a Bradley Cooper inventar esa voz de acatarrado con la que habla en casi toda la película? ¿Es la proclamada prótesis nasal?
El segundo hecho objetivo es el correspondiente a la escena cumbre musical de la película: la recreación de la conducción de Bernstein de la Segunda Sinfonía de Mahler en la Catedral de Ely, filmada en 1973, tres años antes de su regreso con Felicia, y disponible en varios formatos y plataformas. Convoco a mis lectores a que se acerquen al original (la música sigue siendo extraordinaria en cualquiera de las versiones) y comparen lo que hace Bernstein con la casi irrespetuosa caricatura que hace Cooper. Los gestos del famoso director, en su célebre hipérbole, tienen un profundo sentido y hasta una justificación en su lectura. Vemos cómo está atento al más mínimo detalle: subraya, recuerda, o inventa en el momento, un súbito cambio de matiz de intensidad o ritmo, canta rigurosamente, y a tempo, el texto con el coro y no está tan empapado en sudor como Cooper aparece en el film. Éste, en cambio, parece reírse todo el tiempo (cosa sólo ocasional en Bernstein), la mayoría de sus gestos demoran sin sentido por la pantalla. No canta casi nunca el texto mahleriano, y se inventa unos espasmos inexistentes en Bernstein. Ver esa suerte de parodia de uno de tus héroes en una película millonaria es algo muy penoso. Cate Blanchett en la ya citada Tár, también exagera sus gestos, pero en ella son congruentes con la psicología del personaje. No hay comparación.
Y sin embargo, junto a la actuación de Carey Mulligan, este es el único valor rescatable del film: la selección y utilización dramática de la banda sonora, compuesta mayoritariamente por obras de Bernstein, en una reproducción sonora extraordinaria, sensible en el disfrute doméstico en casa, pero que debe potenciarse en una adecuada sala de cine. La simbiosis lograda en muchas escenas (la aparición inicial de Felicia, con el Pas de Deux de On the Town, la performance de los tres marinos de Fancy Free, la escena del ensayo de Candide (aquí está más sobrio Cooper “dirigiendo”), la de la Mass de Bernstein, con Felicia hundiéndose en la piscina como pico culminante, y por supuesto, la de la Resurrección de Mahler, dirigida musicalmente con prodigiosa mímesis sonora con respecto a la de Bernstein, por Yannick Nézet Seguin.
Pero no evita, por desgracia, esta nueva derrota de la música académica, frente al cine.