domingo, 27 de abril de 2008

CUMPLEAÑOS TRISTE






Einar Goyo Ponte
Se dice pronto: el Teatro Teresa Carreño cumple ya un cuarto de siglo de vida. 25 años de historia, esfuerzos, glorias, desaciertos, conflictos, empeños, diversidades de criterios, iniciativas, sueños, fracasos, artistas y espectáculos. Ese primer cuarto de siglo ha coincidido con el de la más seria crisis político-social de la democracia venezolana, y en buena manera, la historia del TTC condensa en mucho, las vicisitudes y variables que los venezolanos, sus espectadores y asistentes, hemos tenido que vivir.

Este aniversario, desafortunadamente, ha correspondido celebrarlo a una administración, cuyo signo más evidente es el de la necesidad, casi desesperada, de descalificar, minimizar, tergiversar y prácticamente reprobar y demoler todo lo que la precedió. Por lo tanto la celebración parecería ser de los últimos seis u siete años, más el lamento censurador de los períodos previos. En ese sentido es sumamente significativo que el programa de la Gala que se montó este sábado 19 en la Sala Ríos Reyna la titulara “Gala Conmemorativa”, así, como cuando recordamos a un difunto o a un hecho infausto, pero no celebramos. Demasiada desmemoria, desconocimiento, irrespeto e ingratitud hay ya en esa simple denominación.

Pero peor aún es el texto que acompaña (y decididamente empaña) el aniversario, en el programa de mano (y que la voz discutible, no en timbre, sino en ética, de Porfirio Torres, repetía incesantemente por las pantallas de plasma y los altavoces por todo el foyer del teatro), firmado por el Presidente de la Fundación Teresa Carreño, José Luis Pacheco Simancas, el cual contiene perlas como que el TTC fue creado por miembros de un grupo de “alta cultura”(sic) racista, excluyente, supremacista, quienes porfiaban en el desatino de querer un teatro “modernísimo, semejante al Metropolitan de Nueva York, la Scala de Milán o el Colón de Buenos Aires, con temporadas de ópera, ballet y conciertos, con participación de artistas internacionales.” Sueño frustrado (al parecer afortunadamente, a juzgar por lo que sigue) por el viernes negro de 1983. Casualmente el año de inauguración del Teatro. Todo ello, unido a la mentalidad “elitista”, no sólo de directivos, productores, patrocinantes y mecenas, sino también del “pequeño grupo” de espectadores, produjo la “exclusión” de las mayorías, el descenso de la calidad de las producciones, y en definitiva, ¡el desinterés de la misma élite por el Teatro! Luego reconoce parcialmente la convocatoria y el apoyo de esos años a los artistas nacionales y a la producción propia de ópera y ballet, pero no en la medida justa, pues llega a cometer despropósitos reprensibles como aquel de denigrar de la figura del coreógrafo Vicente Nebrada, sin recordar que El cascanueces, que cada año exhibe el Teatro, como producción estelar de Navidad, y que se ha anclado ya en la afición venezolana, se le debe fundamentalmente a él. Pero en el mismo tenor debemos recordar y José Luis Pacheco, primero que nadie, que, contra viento y marea hubo aquí temporadas internacionales de ópera anualmente, con hasta 6 títulos en cartelera, firmadas por talentos como Cabrujas, Chalbaud, Escalona, Constante, Arocha, entre otros, consecuentemente identificados con la contracultura, si seguimos el argot ideológico-panfletario del funcionario, y difícilmente integrados a, o cómplices de esas élites denunciadas en el texto. Algunos de ellos no sólo ideaban y forjaban producciones teatro-musicales, sino que formaban parte de las directivas del TTC, y en más de una ocasión se encontraron en conflicto con los organismos oficiales administradores de la cultura. ¿Podríamos ver hoy en día una polémica como la protagonizada por Isaac Chocrón y José Ignacio Cabrujas contra el CONAC de entonces, finalizada con la renuncia de ambos de la directiva del Teatro? ¿Podrías tú, amigo Pacheco –porque aunque nuestros puntos de vista nos coloquen en las antípodas, yo sigo valorando tu amistad- sostener públicamente que tu compadre Cabrujas, Chocrón, Azparren Giménez, Pérez Borjas, y los arriba nombrados, formaban parte de esa élite racista, supremacista y elitista excluyente, y que la cantidad de cosas que hicieron en y por el teatro, tenían como objetivo complacer minorías y alejar a las masas populares del teatro y del contacto con la cultura?. ¿Cómo olvidar que en esos y no otros años se dio inicio a la construcción de un talento nacional en el terreno del teatro musical y del ballet? ¿Y que, con todas sus fallas y carencias nuestros cantantes y bailarines compartían constantemente el protagonismo con el talento internacional?

Pero toda esta manipulación de la historia es indispensable para llegar al punto básico: es ahora cuando todo se está haciendo de verdad, ahora es cuando hay “altísimo nivel”, ahora es cuando se está descubriendo el talento nacional, ahora es cuando el teatro es de todos, para reproducir el omnipresente slogan.

No obstante, en la Gala el teatro se quedo medio vacío. La ausencia de personalidades del mundo artístico, cultural e intelectual era más que notoria. Por supuesto, los cantantes, artistas, directores que escribieron la historia de los años previos a esta “edad dorada”, no estaban allí, o no fueron invitados, como me consta en algunos casos, y la atmósfera, a pesar de la comida y el vino, a mares y gratis, era, al menos para quienes, como yo, hemos estado vinculados de diferentes maneras al Teresa Carreño, y sentimos que esta nueva historia oficial es, por decir lo menos, interesada y desagradecida, muy triste y difícil de digerir. Yo he cantado y estudiado música en el teatro, he escrito textos de programas de mano y discos del Coro de Opera, he organizado eventos de apoyo a los espectáculos que en él se presentan, he historiado los primeros 15 años del teatro, he prologado publicaciones suyas, he realizado investigaciones para su Centro Documental, he escrito guiones para espectáculos allí producidos, he criticado, desde la prensa, a todas las administraciones y direcciones artísticas que por allí han demorado, he atestiguado montajes, producciones, esfuerzos desde las butacas de la sala y detrás del escenario. Así que creo saber de primera mano lo que ese teatro ha sido y ha hecho, y por lo tanto me es muy difícil leer una versión de la historia que se parece muy poco a la realidad.

Tanto que contamina los esfuerzos de los artistas que protagonizaron la gala. Es muy difícil ver a esos cantantes, bailarines, músicos, coristas, directores, vestuaristas y escenógrafos, muchos de ellos constructores de los 25 años del Teatro, haciendo un espectáculo donde se festeja que más de la mitad de su trabajo no valió la pena.

Así que, quizás salpicados de esa pesadumbre, apreciamos una Cantata criolla, dirigida por Dudamel con ese frenesí excesivo, que a veces se le desboca, atropellando a los solistas y coartándoles la inspiración del fraseo, dos muy vistosos y decentes fragmentos de ballet (con evidente esfuerzo en el Espartaco, de Khatchaturian, muy bien dirigido por Antonio Delgado, y un poco más monótono el Texturas, de Sanzana, que hace un ballet sobre la música de un ballet (?), el Estancias, del argentino Alberto Ginastera), un desarticulado fragmento de Cavallería Rusticana, en la dirección de Angelo Pagliuca, con Katiuska Rodríguez de menguada protagonista; un aburrido dúo de L’elisir d’amore, a pesar de la gracia de Cayito Aponte y la bonita voz de Mariana Ortiz (salvo sus notas agudas).

El único momento verdaderamente placentero de la Gala lo dieron Gaspar Colón, la misma Ortiz, el Coro de Opera del TTC y la Sinfónica Venezuela, con Pagliuca de nuevo al frente, en el divertidísimo fragmento de Los martirios de Colón, de Federico Ruiz, ópera estrenada en el Teatro en plena época elitista y exógena, y que hoy repite, a discreción, la actual administración. Pero extinguieron el esfuerzo, pues de súbito seguía el fragmento final del musical, representativo de la nueva era endógena, Gardel, vivito y tangueando, del cual, si fue elegido por ser el más brillante de la obra –sin números musicales impactantes, ni bailes espectaculares, ni cantos exaltantes, y un ánima en pena serpenteando por el escenario-no quiero imaginar lo tétrico que debe ser el resto.

El Teatro Teresa Carreño y sus espectadores merecen una celebración más honesta y festiva que ésta.

lunes, 21 de abril de 2008

DUDAMEL Y THIBAUDET


Einar Goyo Ponte


El Festival Bancaribe abrió su cuarta edición. Inteligente asociación de esta entidad bancaria con el fenómeno musical venezolano más intenso de los últimos años: Gustavo Dudamel. Para los melómanos es una excelente ocasión de escucharlo en Venezuela, en medio de sus triunfos internacionales, y de recibir renombrados artistas internacionales. Ojalá tuviéramos más iniciativas privadas así, y no sólo concentradas en una figura, sino en todas nuestras orquestas, cantantes y solistas.
El concierto inicial, del jueves 10 de abril, ponía un nervio enfático sobre la música francesa. Como obertura, Dudamel programó la Bacchanale, de Camille Saint-Saëns, fragmento orquestal y balletístico del último acto de la ópera Sansón y Dalila, y de lujuriosa orquestación, sobre un tema vigoroso y exótico, ideal para el estilo grandioso de dirección de Dudamel, aunque la coda final se le desbalanceara un poco por predominio de los metales y la percusión.
El invitado estelar era el pianista francés Jean-Yves Thibaudet, quien se encuentra en un momento particularmente luminoso de su carrera: participa de la confección de bandas sonoras de películas nominadas al Oscar, graba premiadas grabaciones de compositores franceses, es acompañante frecuente de grandes cantantes como Cecilia Bartoli, hace grabaciones homenaje a Duke Ellington y Bill Evans, grandes del jazz, y se presenta alrededor del mundo.
Para la audiencia venezolana escogió el Concierto en sol mayor, de Maurice Ravel, que el autor compusiera después de un viaje a EEUU, donde se conectara con la música de Gershwin, cuya influencia es notoria en los dos movimientos extremos, con dejos de jazz. La originalidad orquestadora de Ravel completa la brevedad genial de esta singular obra, que Thibaudet abordara, sin embargo, con excesiva vena cartesiana, es decir, fría, calculada, desapasionada, cuando la vena lúdica del compositor exige una actitud más desenfadada. En You Tube puede el lector encontrar una versión completa del mismo concierto con el mismo pianista, dirigido por André Previn, en Japón, que es la cara opuesta de lo escuchado en el TTC, la semana pasada, y aquí puede usted apreciarlo al pie del texto. Más brillo en la digitación y el toque, tiempos más musicales y menos metronómicos, como se requiere en el extraordinario Adagio assai, uno de los más hermosos pasajes de toda la literatura raveliana, con ese tiempo como de Passacaglia con el que se inicia y luego la delicadeza sugerentísima de la orquestación, amparada casi totalmente en los más nobles instrumentos de madera. ¿Se habrá impuesto la febrilidad dudameliana y la velocidad habrá ganado sobre la expresión? El único movimiento irreprochable fue el Presto final, virtuoso y electrizante. Thibaudet concedió un desangelado Nocturno No. 2, de Chopin, como bis, sin rastro de rubato, y pleno de metronomía, otra vez, extraño rasgo en un pianista que proclama su admiración a Arthur Rubinstein, maestro mítico en el repertorio chopiniano.
El concierto concluyó con una obra original rusa, los Cuadros en una exposición, de Modest Mussorgsky, en la maravillosa orquestación del mismo Ravel. Dudamel destacó su genio de equilibrios y hallazgos inusuales tímbricos en Gnomus, dio el tono misterioso y encontró ecos casi románticos en Il vecchio castello; fue brillante en Bydlo y en Limoges, pero no pudo absolver de los yerros al trompetista en sordina en Samuel Goldenberg et Schmyle, ni logró la grandiosidad deseada en la portentosa Gran Puerta de Kiev, especialmente en la gran frase noble de las trompas en la última fanfarria, pero fue, por supuesto, una lectura muy deleitable.


Haz click aquí abajo y podrás ver el video ofrecido de Thibaudet en el Adagio assai del Concierto de Ravel, cortesía de You Tube.










domingo, 13 de abril de 2008

FESTIVAL CON RESURRECCION


Einar Goyo Ponte


En la continuación del Primer Festival Encuentro de Artes España Venezuela, pasamos de lo camerístico a lo sinfónico con la fusión de tres orquestas: la Sinfónica Simón Bolívar, la Joven Orquesta Nacional de España y la Orquesta Presjovem, de Lucena, en Córdoba. Tres directores se enfrentarían a esta triple masa sonora: Alfredo Rugeles, Christian Vázquez y el madrileño Pablo Mielgo. Por razones de fuerza mayor no pudimos presenciar el concierto del maestro español, pero sí asistir a la interpretación espectacular de la Segunda Sinfonía “Resurrección”, de Gustav Mahler, del jueves 3 de abril en la Sala Ríos Reyna.
La cual fue preludiada por el estreno de Fantasía sobre una fantasía de Alonso Mudarra, de José Luis Turina, compositor español contemporáneo. Sobre una fantasía para vihuela o guitarra de un compositor del siglo XVI, autor de unas famosas Diferencias sobre “Guárdame las vacas”, a partir de cuya melodía se inspiró el polo margariteño nuestro, según algunos musicólogos, Turina elabora una obra brillante, dinámica que se relaciona por analogía con las Variaciones sobre un tema de Purcell, de Benjamín Britten, por el juego con las diferentes secciones tímbricas y el sabor arcaizante. También es excitante ejercicio sobre el caos sonoro, ordenado por la aparición del tema que reconduce a la tonalidad luminosa. Era difícil pensar en alguien más idóneo para dirigir una obra así que Alfredo Rugeles, cuya vena compositiva le es afín y harto conocida su cruzada por la música contemporánea.
La Sinfonía “Resurrección”, de Mahler se ha hecho una obra frecuente en nuestras salas y en el repertorio de la Sinfónica de la Juventud Venezolana. Al parecer, Abreu, Abbado, Rattle, (entre los directores estelares extranjeros) y el propio Dudamel comparten esa pasión por el compositor alemán que consciente de sus partituras pronosticó que su obra sería entendida por el futuro, o sea por nosotros.
Para quien esto escribe era la primera audición que hacía del joven maestro caraqueño Christian Vásquez, de apenas 23 años de edad, y el reto me resultaba enorme. La primera sorpresa la obtengo al ver que iba a dirigirla de memoria. Estamos hablando de una partitura de casi hora y media de duración. El segundo asombro es la diafanidad tímbrica que le imprimió a la obra. La sonoridad era casi mozartiana, pero junto a eso trabajó un sentido dramático de la acumulación sonora, que en Mahler es esencial, de arrolladora contundencia, como demostró en el gran tutti, del Allegro maestoso inicial, realmente aplastante. Volvió a reafirmarlo en la brillantez y el juego rítmico del Scherzo, pasando de lo irónico a lo etéreo con gran propiedad.
Las solistas Hadar Halevy y Magda Nieves, quienes intervinieron a partir del 4º. movimiento, son las mejores voces que haya escuchado en ejecución pública de esta sinfonía: instrumentos corposos, mórbidos, plenos, capaces de abordar las amplias líneas de los fraseos malherianos. La partitura da más espacio para el lucimiento a la mezzosoprano, en este caso, la Sra. Halevy, cuyo terciopelo vocal arropó y serenó la sala en su aria inicial. Luego la soprano Nieves elevó su cuerda a las alturas con absoluta seguridad y brillo, sobrepasando incluso masas corales y orquestales.
De hecho el coro (sin identificación ninguna en el programa), gigantesco, desmesurado, como es habitual en los espectáculos de Abreu, fue el talón de Aquiles de la ejecución, pues desdecían en sonoridad de la multitud que eran. La orquesta poderosa y emotiva de Vásquez, ascendiendo por el tumulto y la apoteosis increíble del gran final inundó toda la sala con mordente, luz y rotundidad verdaderamente impresionantes.
La ovación ensordecedora y kilométrica que se le dispensó fue absolutamente merecida.
Adherimos aquí el final de la 2a. Sinfonía de Mahler, en una versión de Claudio Abbado, con la Orquesta del Festival de Lucerne.


sábado, 5 de abril de 2008

TRATADO DE LO INVISIBLE VIII


MUSICA: para Franz es el arte que más se aproxima a la belleza dionisíaca entendida como embriaguez. Uno no puede embriagarse fácilmente con una novela o un cuadro, pero puede embriagarse con la novena de Beethoven, con la sonata de Bartok para dos pianos y percusión o con las canciones de los Beatles. Franz no distingue entre la llamada música seria y la música moderna. Esa diferenciación le parece anticuada e hipócrita. Le gusta tanto el rock como Mozart.
Para él la música es una liberación: lo libera de la soledad, del encierro, del polvo de las bibliotecas, abre en su cuerpo una puerta por la que su alma entra al mundo para hermanarse. Le gusta bailar y lamenta que Sabina no comparta esta pasión con él.
(...)
-¿No te gusta la música?- le pregunta Franz.
-No -dice Sabina. Luego añade-: Puede que si viviera en otra época... -y piensa en el tiempo en que vivía Johann Sebastian Bach, cuando la música era como una rosa que crecía en una enorme planicie nevada de silencio.
(...)
En el extranjero comprobó que la transformación de la música en ruido es un proceso planetario, mediante el cual la humanidad entra en la fase histórica de la fealdad total. El carácter total de la fealdad se manifestó en primer término como omnipresente fealdad acústica: coches, motos, guitarras eléctricas, taladros, altavoces, sirenas. La omnipresencia de la fealdad visual llegará pronto.
Cenaron, subieron a la habitación, hicieron el amor y a Franz se le confundían las ideas en el umbral del sueño. Se acordó de la ruidosa música durante la cena y pensó: "El ruido tiene una ventaja. No se oyen las palabras." Se dio cuenta de que desde su infancia no hace otra cosa que hablar, escribir, dar conferencias, inventar frases, buscar expresiones, corregirlas, de modo que al final no hay palabras precisas, su sentido se difumina, pierden su contenido y se convierten en residuos, hierbajos, polvo, arena que vaga por su cerebro, que le duele en la cabeza, que es su insomnio, su enfermedad. Y en ese momento sintió el anhelo, oscuro y poderoso, de una música inmensa, de un ruido absoluto, un bullicio hermoso y alegre que lo abrace, lo inunde y lo ensordezca todo y en el que desaparezca para siempre el dolor, la vanidad y el nihilismo de las palabras. ¡La música, la negación de las frases, la música, la anti-palabra! Anhelaba estar mucho tiempo abrazado a Sabina, callar, no decir ya nunca más una sola frase y dejar que el placer se funda con el estruendo orgiástico de la música. En medio de aquel feliz ruido imaginario se durmió.

Milán Kundera. La insoportable levedad del ser.

















CUERDAS HISPANAS Y CRIOLLAS



Einar Goyo Ponte

La semana inicial del Primer Festival Encuentro de Artes España-Venezuela incluyó veladas camerísticas de cuartetos de cuerda, instrumentos de viento, y ensambles de metales, con programas mixtos que incluían lo contemporáneo, lo popular y lo clásico. Decidimos ir a aquel donde era más evidente la convergencia musical de ambas naciones: el del viernes 28 de marzo, con la participación de sendos cuartetos de cuerda, en la Sala José Felix Ribas.
Primero, el Quixote Cuartet, de España, de muy reciente nacimiento (apenas 2 años como agrupación), formado por cuatro muy jóvenes integrantes. No obstante esta apariencia de bisoños escuchamos a dos chicas, violín 2 y viola, y dos chicos, violín 1 y cello, excelentes músicos poseedores de un bellísimo sonido de ejecución: brillante, delicado, con dos expresiones contrastantes, pero absolutamente armónicas. Las chicas atan a la tierra y a la ecuanimidad la interpretación, mientras, en los extremos, los muchachos impulsan el fraseo apasionado y la febrilidad más dionisíaca, con los instrumentos de sonoridad más prístina y noble, pero ellas tejen inequívocamente el equilibrio.
Todo esto lo dejaron de manifiesto en la obra escogida: el Cuarteto en mi bemol mayor, Op. 12, de Felix Mendelssohn, muestra de una obra de cámara que urge redescubrir, y que revela a un compositor más profundo, intimista y delicado que el de sus sinfonías u oberturas. El sonido límpido del Quixote labró una atmósfera de introspección casi religiosa, con exploración de simas profundas pero no como abismos sino como espacios donde una luz, tenue, melancólica hace emotivas hogueras.
Casi en la antípoda se situó nuestro Cuarteto Simón Bolívar, quienes tocan con una pasión y un mordente más eruptivos, rudos y urgentes. Hay en ellos menos preocupación por la cualidad eufónica del sonido, que por la contundencia de la ejecución. En música de cámara yo soy más partidario de un equilibrio, de un trabajo de concatenación y sincronía de timbres, por una diáfana yuxtaposición de voces, una invisible arquitectura de estructuras melódicas y armónicas, pero el ímpetu y la rotundidad de los cuatro chicos criollos es inapelable y a nadie deja indiferente.
También escogieron una obra donde esos rasgos tan suyos les reportarían los mejores beneficios: el Cuarteto No. 2 en la menor, Op. 51, de Johannes Brahms, uno de los únicos tres que publicara después de echar al fuego más de veinte, buscando siempre un equilibrio que le era obstinadamente esquivo, como se nota en los estallidos y crescendi del allegro ma non troppo inicial, y que en la versión del Simón Bolívar casi se declara irreprimible por el desafuero. Sin embargo lograron un momento de intensa imbricación y expresividad en el Andante moderato, para luego eclosionar con arrestos casi sinfónicos en el Finale, de ímpetu húngaro, vena que a Brahms fascinaba para concluir su música de cámara.
Como encores, los músicos venezolanos deleitaron a la audiencia con versiones para su distribución instrumental de “Estrellita”, de Manuel Ponce, “La cumparsita”, de Matos y Contursi, y un mosaico de boleros y valses venezolanos, de elegante gusto en los arreglos.
Un paso armónico desde aquella intimidad europea a la nuestra más mediterránea y caribe.

Agregamos aquí el tercer movimiento del Cuarteto de Brahms interpretado, que da cuenta de esa inquietud interior tan propia del compositor.