Einar Goyo Ponte
Se dice pronto: el Teatro Teresa Carreño cumple ya un cuarto de siglo de vida. 25 años de historia, esfuerzos, glorias, desaciertos, conflictos, empeños, diversidades de criterios, iniciativas, sueños, fracasos, artistas y espectáculos. Ese primer cuarto de siglo ha coincidido con el de la más seria crisis político-social de la democracia venezolana, y en buena manera, la historia del TTC condensa en mucho, las vicisitudes y variables que los venezolanos, sus espectadores y asistentes, hemos tenido que vivir.
Este aniversario, desafortunadamente, ha correspondido celebrarlo a una administración, cuyo signo más evidente es el de la necesidad, casi desesperada, de descalificar, minimizar, tergiversar y prácticamente reprobar y demoler todo lo que la precedió. Por lo tanto la celebración parecería ser de los últimos seis u siete años, más el lamento censurador de los períodos previos. En ese sentido es sumamente significativo que el programa de la Gala que se montó este sábado 19 en la Sala Ríos Reyna la titulara “Gala Conmemorativa”, así, como cuando recordamos a un difunto o a un hecho infausto, pero no celebramos. Demasiada desmemoria, desconocimiento, irrespeto e ingratitud hay ya en esa simple denominación.
Pero peor aún es el texto que acompaña (y decididamente empaña) el aniversario, en el programa de mano (y que la voz discutible, no en timbre, sino en ética, de Porfirio Torres, repetía incesantemente por las pantallas de plasma y los altavoces por todo el foyer del teatro), firmado por el Presidente de la Fundación Teresa Carreño, José Luis Pacheco Simancas, el cual contiene perlas como que el TTC fue creado por miembros de un grupo de “alta cultura”(sic) racista, excluyente, supremacista, quienes porfiaban en el desatino de querer un teatro “modernísimo, semejante al Metropolitan de Nueva York, la Scala de Milán o el Colón de Buenos Aires, con temporadas de ópera, ballet y conciertos, con participación de artistas internacionales.” Sueño frustrado (al parecer afortunadamente, a juzgar por lo que sigue) por el viernes negro de 1983. Casualmente el año de inauguración del Teatro. Todo ello, unido a la mentalidad “elitista”, no sólo de directivos, productores, patrocinantes y mecenas, sino también del “pequeño grupo” de espectadores, produjo la “exclusión” de las mayorías, el descenso de la calidad de las producciones, y en definitiva, ¡el desinterés de la misma élite por el Teatro! Luego reconoce parcialmente la convocatoria y el apoyo de esos años a los artistas nacionales y a la producción propia de ópera y ballet, pero no en la medida justa, pues llega a cometer despropósitos reprensibles como aquel de denigrar de la figura del coreógrafo Vicente Nebrada, sin recordar que El cascanueces, que cada año exhibe el Teatro, como producción estelar de Navidad, y que se ha anclado ya en la afición venezolana, se le debe fundamentalmente a él. Pero en el mismo tenor debemos recordar y José Luis Pacheco, primero que nadie, que, contra viento y marea hubo aquí temporadas internacionales de ópera anualmente, con hasta 6 títulos en cartelera, firmadas por talentos como Cabrujas, Chalbaud, Escalona, Constante, Arocha, entre otros, consecuentemente identificados con la contracultura, si seguimos el argot ideológico-panfletario del funcionario, y difícilmente integrados a, o cómplices de esas élites denunciadas en el texto. Algunos de ellos no sólo ideaban y forjaban producciones teatro-musicales, sino que formaban parte de las directivas del TTC, y en más de una ocasión se encontraron en conflicto con los organismos oficiales administradores de la cultura. ¿Podríamos ver hoy en día una polémica como la protagonizada por Isaac Chocrón y José Ignacio Cabrujas contra el CONAC de entonces, finalizada con la renuncia de ambos de la directiva del Teatro? ¿Podrías tú, amigo Pacheco –porque aunque nuestros puntos de vista nos coloquen en las antípodas, yo sigo valorando tu amistad- sostener públicamente que tu compadre Cabrujas, Chocrón, Azparren Giménez, Pérez Borjas, y los arriba nombrados, formaban parte de esa élite racista, supremacista y elitista excluyente, y que la cantidad de cosas que hicieron en y por el teatro, tenían como objetivo complacer minorías y alejar a las masas populares del teatro y del contacto con la cultura?. ¿Cómo olvidar que en esos y no otros años se dio inicio a la construcción de un talento nacional en el terreno del teatro musical y del ballet? ¿Y que, con todas sus fallas y carencias nuestros cantantes y bailarines compartían constantemente el protagonismo con el talento internacional?
Pero toda esta manipulación de la historia es indispensable para llegar al punto básico: es ahora cuando todo se está haciendo de verdad, ahora es cuando hay “altísimo nivel”, ahora es cuando se está descubriendo el talento nacional, ahora es cuando el teatro es de todos, para reproducir el omnipresente slogan.
No obstante, en la Gala el teatro se quedo medio vacío. La ausencia de personalidades del mundo artístico, cultural e intelectual era más que notoria. Por supuesto, los cantantes, artistas, directores que escribieron la historia de los años previos a esta “edad dorada”, no estaban allí, o no fueron invitados, como me consta en algunos casos, y la atmósfera, a pesar de la comida y el vino, a mares y gratis, era, al menos para quienes, como yo, hemos estado vinculados de diferentes maneras al Teresa Carreño, y sentimos que esta nueva historia oficial es, por decir lo menos, interesada y desagradecida, muy triste y difícil de digerir. Yo he cantado y estudiado música en el teatro, he escrito textos de programas de mano y discos del Coro de Opera, he organizado eventos de apoyo a los espectáculos que en él se presentan, he historiado los primeros 15 años del teatro, he prologado publicaciones suyas, he realizado investigaciones para su Centro Documental, he escrito guiones para espectáculos allí producidos, he criticado, desde la prensa, a todas las administraciones y direcciones artísticas que por allí han demorado, he atestiguado montajes, producciones, esfuerzos desde las butacas de la sala y detrás del escenario. Así que creo saber de primera mano lo que ese teatro ha sido y ha hecho, y por lo tanto me es muy difícil leer una versión de la historia que se parece muy poco a la realidad.
Tanto que contamina los esfuerzos de los artistas que protagonizaron la gala. Es muy difícil ver a esos cantantes, bailarines, músicos, coristas, directores, vestuaristas y escenógrafos, muchos de ellos constructores de los 25 años del Teatro, haciendo un espectáculo donde se festeja que más de la mitad de su trabajo no valió la pena.
Así que, quizás salpicados de esa pesadumbre, apreciamos una Cantata criolla, dirigida por Dudamel con ese frenesí excesivo, que a veces se le desboca, atropellando a los solistas y coartándoles la inspiración del fraseo, dos muy vistosos y decentes fragmentos de ballet (con evidente esfuerzo en el Espartaco, de Khatchaturian, muy bien dirigido por Antonio Delgado, y un poco más monótono el Texturas, de Sanzana, que hace un ballet sobre la música de un ballet (?), el Estancias, del argentino Alberto Ginastera), un desarticulado fragmento de Cavallería Rusticana, en la dirección de Angelo Pagliuca, con Katiuska Rodríguez de menguada protagonista; un aburrido dúo de L’elisir d’amore, a pesar de la gracia de Cayito Aponte y la bonita voz de Mariana Ortiz (salvo sus notas agudas).
El único momento verdaderamente placentero de la Gala lo dieron Gaspar Colón, la misma Ortiz, el Coro de Opera del TTC y la Sinfónica Venezuela, con Pagliuca de nuevo al frente, en el divertidísimo fragmento de Los martirios de Colón, de Federico Ruiz, ópera estrenada en el Teatro en plena época elitista y exógena, y que hoy repite, a discreción, la actual administración. Pero extinguieron el esfuerzo, pues de súbito seguía el fragmento final del musical, representativo de la nueva era endógena, Gardel, vivito y tangueando, del cual, si fue elegido por ser el más brillante de la obra –sin números musicales impactantes, ni bailes espectaculares, ni cantos exaltantes, y un ánima en pena serpenteando por el escenario-no quiero imaginar lo tétrico que debe ser el resto.
El Teatro Teresa Carreño y sus espectadores merecen una celebración más honesta y festiva que ésta.