
Después de un poco más de diez años de ausencia, vuelve la gitana Carmen, en la espectacular música de Georges Bizet, a las tablas caraqueñas de ópera. En versión de concierto, suerte de preview, de lo que será el espectáculo que musicalmente estará bajo la responsabilidad de Gustavo Dudamel, en la Scala de Milán, al cabo de unos meses.
Carmen es la ópera más parecida a una fiesta que existe. El colorido y atractivo de su música, los pasajes de baile, los corales, la seducción de sus arias, la eficacia de su libreto y la dimensión atávica de sus personajes justifican su permanencia y absoluta juventud en el repertorio. Con multiplicidad de interpretaciones a través de los años, Carmen se levanta también como una de las obras más difíciles de representar, por el elusivo carácter de su protagonista, verdadero enigma dramático, que oscila entre la mujer libre, soberana de su sexo y la inconsistente casquivana que salta de hombre en hombre, destruyéndolos, mientras en medio hay miles de lecturas posibles y polémicas. Con el paso de los años, he ido asumiendo que hay en la ópera un planteamiento de batalla ancestral entre sexos, de intento de dominación de cada uno sobre el otro, con las armas a su alcance: seducción, sexo, provocación, de parte de Carmen, y manipulación, violencia y celos, de parte de Don José. El resultado es la perdición de ambos personajes, que en la concisión de los diálogos de la impar escena final alcanza absoluta expresión y profundidad.
Por el talante festivo, multicolor y brillante de su música, la ópera de Bizet parece venir como anillo al dedo al estilo extrovertido, acústicamente inquieto de Dudamel, pero es notorio que aún no ha internalizado bien la partitura (en su descargo tiene la colosal actividad desplegada en el último mes en nuestra capital), por lo tanto no percibimos aún su sello personal, ni su atención a pasajes dramáticos indispensables, donde la protagonista es la orquesta (Final del preludio, la escena donde ella le lanza la flor a José, luego de la Habanera, la eruptiva Canción gitana, el gran concertante del fin del Acto II, y casi todo el dúo final, con el contraste entre querella amorosa y faena de Escamillo, todos muy genéricos y planos). Hubo buen balance entre orquesta y voces y acompañamientos cómplices, pero nada cercano a una lectura de colores propios.
El homogéneo plantel de voces ostenta su principal filón: el de la frescura y la juventud. Es esa su mayor virtud y su talón de Aquiles. Pues en todos observamos la huella de un work in progress: todos están en proceso de apoderarse de sus roles, pero aún no lo consiguen del todo. Hermosa y sensual en escena, la Carmen de Natascha Petrinsky, posee una voz de mezzosoprano como las de ahora, es decir excesivamente fabricada, de emisión poco natural, con lo cual carece de la voluptuosidad en las notas graves que Carmen y otros roles requieren. En ella son sobre todo cautelosas, como casi toda su prestación. Lance Ryan perfila un Don José un poco flojo y lineal, con un metal de voz adecuado para el rol, pero de timbre un tanto ingrato. Sus notas agudas son poderosas, pero aún le falta dominio de los matices de intensidad sobre todo aquellos que distinguen el falsete de la mezza voce. Alexia Voulgaridou exhibe un hermoso timbre de soprano lírica, y cantó un bello dúo con José en el Acto II, pero se transformó en una cantante cansada y limitada en su preciosa aria del Acto III. De bello instrumento el Escamillo de Alexander Vinogradov, aunque un punto nasal de emisión. Fue el más consistente de los protagonistas. Muy robustos vocal y musicalmente los comprimarios Tara Venditti (Frasquita), Francois Lis (Zuñiga), Mathias Hausmann (Morales) y Francis Dudziak (Dancairo), ante quienes nuestros Mariana Ortiz (Mercedes) e Idwer Alvarez (Remendado) hicieron digno papel.
Eficaces, sin un brillo especial, los coros de la Camerata Barroca, el Coro Sinfónico Nacional Juvenil y los Niños Cantores de Venezuela.