Einar Goyo Ponte
Después de todo no había tanta gente afuera sin entradas, viendo el concierto por las pantallas dispuestas por el teatro, después de todo sí se quedaron asientos vacíos adentro en la sala, después de todo valieron la pena las ocho horas de cola para poder ir acompañado al concierto, después de todo no habrá sido tanta la ganancia de los feroces revendedores, después de todo vimos a Yo-Yo Ma, en algo que fue más que un concierto: una extraordinaria experiencia.
En la primera parte del programa, Gustavo Dudamel, sin duda, el otro polo magnético de la rapiña por los boletos (no sin cierta desmesura del público, pues durante casi un mes entero nos dará conciertos semanales), nos preparó, por lo menos dos cajas de nitroglicerina sinfónica, que detonó inmisericordemente en las ejecuciones de las oberturas Francesca da Rimini y 1812, de su favorito Peter Ilych Tchaikovsky. En ambas dio rienda suelta a su vena narrativa, subrayando los efectos sonoros de ambas obras, y exigiendo de su Orquesta Sinfónica Simón Bolívar cada vez más esfuerzo virtuosístico en la longitud de las frases melódicas, en la agilidad y en la velocidad de su ejecución y en la concitación de sus pasajes dialógicos, no escasos en ninguna de las dos obras. Los últimos minutos de su Francesca, y la gran coda de la 1812 producen similar descarga de adrenalina que la más crispante persecución automovilística cinematográfica.
Por eso, la segunda parte del programa hubiera venido a ser una suerte de anti climax sereno y pausado, capaz de atemperar ánimos caldeados, si el protagonista no hubiese sido Yo-Yo Ma, quien transformó la velada, de esta casi pornográfica bacanal sonora, a una lustral y casi iniciática inmersión en la profundidad de la música trascendental.
Porque el cellista chino hizo todo lo que se esperaba de él y mucho más: asombró con la sonoridad extraterrenal de su instrumento, uno de los más desconcertantemente hermosos que haya escuchado nunca, pues aunque de desleída incisividad es pleno, mórbido, sedoso, de casi irreal tersura; convenció de la destreza e imponencia de su virtuosismo, a lo largo de todo el exigente Concierto en sí menor, de Anton Dvorak, y lo más importante, lo que secreta, y a veces desesperadamente, buscamos cada vez que asistimos a un concierto: hizo que esta obra, escuchada tantas veces, sonara como hallada por primera vez, y casi hacernos desear no volver a oírla sino de esta manera. Yo-Yo Ma no sólo nos sorprendió con su solución para varios pasajes, sino que nos hizo experimentar que cambiaba el sonido de todo el concierto, tanto por la singularidad de su toque, ya rústicamente descrito, como por la trenzada e impar manera que tiene de establecer conexión con todos y cada uno de los ejecutantes de la orquesta, transfigurando, por momentos la obra, a una sesión de cámara, como en casi todo el sublime Adagio, pero también en muchos pasajes intimistas de los movimientos extremos. No poca injerencia tuvo Dudamel en este efecto, al adecuar su extrovertido estilo a esta propuesta entre mística y culinaria del cellista.
Con dos fragmentos de las trascendentes Suites para cello, de J. S. Bach, conmovedores y extáticos hasta el sollozo, cerró este concierto, de lejos, el mejor en lo que va de año.
Les cuelgo aquí un recuerdo del excepcional concierto. La Sarabande de la Suite para cello solo No. 1, de Bach, en un clip del film The music garden, de Kevin Mc Mahon, de 1997. Cortesía de You-Tube.
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