Continuador de una ilustrísima tradición que incluye leyendas como Andrés Segovia y Narciso Yepes, Angel Romero ha navegado por el mundo entero, pendiendo de las cuerdas de su guitarra, cuyo sonido indiscutiblemente español proviene del cultivo de la misma al calor de su propia familia, célebre clan de músicos y luthiers, conocido simplemente como Los Romero, quienes se pasean en sus recitales y conciertos por las obras de Joaquín Rodrigo –casi todas las obras de los últimos años de este compositor están dedicadas a Angel- y el arte de la guitarra española, pero también por el barroco de Vivaldi, Bach o Telemann, la elegancia clásica de Boccherini, o la arcaica ensoñación de las piezas de los contemporáneos de Shakespeare: Dowland, Morley, Byrd, de la brumosa Inglaterra.
Sin embargo, toda esta historia no nos prevenía para el sacudón de su arte en el concierto del domingo 7 de junio en la Sala Ríos Reyna, cuando visiblemente encantado por la compañía de los jovencísimos músicos de la Sinfónica Teresa Carreño, del Sistema Nacional de Orquestas Juveniles e Infantiles, dirigidos por Eduardo Marturet, en el Festival El Sistema en el mundo, celebratorio de sus propios logros, tocara el Concierto de Aranjuez, de Joaquín Rodrigo.
Y es que el sonido de su instrumento es plena y radiantemente popular, como acabado de salir de una taberna o de un tablao flamenco, y en sus rasgueos, pulsos y desgranados se agitan aromas de olivares y naranjos, y sabores de jerez y manzanillo, frente al recio paisaje español, el mismo que cantara Antonio Machado con sobria contención y verbo atávico. De esta manera, el Aranjuez sonó inédito, como recién llegado de su entraña gestora, vivísimo, exacto, luminoso, profundo. En un bis sobre una obra de su padre, Celedonio Romero, volvió a asombrar al público, con su virtuosismo y duende. Quizás una orquesta más experta hubiese ribeteado con más exactitud las inserciones rítmicas y los ritornelli, pero la complicidad entre ellos y el guitarrista limó esos pequeños detalles.
Ya antes habían dado una enjundiosa interpretación con el Langsamer Satz, de Anton Webern, del cual, la hermosa transcripción para orquesta de Eduardo Marturet conserva su acendrado expresionismo.
La Suite Los planetas, de Gustav Holst, que recientemente comentáramos en este espacio, podría parecer de descomunales exigencias para una novel orquesta, pero bajo la muy personal dirección de Marturet, y la experiencia de los maestros del Sistema, los chicos de la OSJTC, sortearon muy dignamente el reto. El director desfiguró un poco el impactante final de Marte, por un desacuerdo entre su briosa batuta y los compases sincopados de la coda, pero se embelesó en la delicadeza de Venus, imprimió un aire harto maestoso, al hermoso tema central de Júpiter, mantuvo el obsesivo paso del tiempo en Saturno, fue poderoso y brillante en Urano, y logró que las voces ocultas femeninas del final de Neptuno, sonaran todo lo extraterrenales e incorpóreas que se requieren. El mérito se comparte con el Coro Sinfónico Nacional Juvenil de Venezuela, en esta pieza donde siempre los omiten o desentonan.
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