Los biógrafos insisten en que el jovencito Fryderyk Chopin se benefició de una educación estricta y excepcionalmente completa para la media de la época. Ello implicó un horario que no dejaba espacio para la distracción. Así ganó prestigio y el renombre que le daba aparecer en el Correo de Varsovia, como precoz autor de obras brillantes para el piano, pero perdió vigor en la ya vulnerada salud que ostentó toda su vida. En febrero de 1826 es víctima de una inflamación ganglionar, pero se le trata como si fuera un simple catarro. El resultado es que tiene que ir a parar a un sanatorio de aguas minerales, para recobrar un poco de peso en su extrema delgadez, y allí permanece hasta septiembre. Otro producto de esta debilidad suya, no por indirecto es menos crucial: al volver a la vida normal –tiene ya dieciséis años-, decide renunciar a la universidad y dedicarse a la música. Sin saberlo, encarna o reproduce desde entonces el arquetipo cultural del artista romántico, viciado de salud y pletórico de genio.
Entre estos dos polos vitales ubico las obras que proponemos para la audición en este Diario chopiniano III: como fruto del ahinco y tesón con los que trabajaba colgamos el Rondó No. 1, que dedica a la esposa del director del Liceo donde estudiaba; y como expresión de su renuncia a la vida académica en la que tantos esfuerzos había invertido su Polonesa en sol bemol, llamada “del adiós”. La primera es con Vladimir Ashkenazy, la segunda con Idil Biret.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario