Einar Goyo Ponte
El pasado febrero se cumplió un aniversario más del natalicio de Alfredo Sadel, el tenor favorito de Venezuela. Hoy, a dieciocho años de su partida, su figura, su voz, el recuerdo de su arte, su impronta sobre la música venezolana y sobre la historia del canto en nuestro país luce gigantesca. No hay, maquinarias mediáticas mediante, en el presente, una estrella canora que abarque las dimensiones artísticas, de carisma, de impacto en el público, de influencia en sus sucesores y en la memoria colectiva, como Alfredo Sadel.
En el campo lírico, todo tenor que tenga el signo fatal de nacer en Venezuela, levanta su carrera, exitosa o no, bajo la sombra de Sadel, porque la voz emblemática de un triunfo por su talento, la voz criolla que saltó fronteras, que supo nadar y cosechar la fortuna en campos que para la época se concebían distintas y hasta antagónicos, es la suya, desde su origen bebiendo de la luz y el magisterio de Tito Schipa, tenor italiano de tremenda influencia en Latinoamérica, en la interpretación de sus juveniles pasodobles, a sus primeras glorias en RCA Victor con sus discos acompañado por el sonido orquestal y romántico de Terig Tucci y Aldemaro Romero, desde sus magistrales, por originales, sensuales y ardientes interpretaciones de clásicos americanos como Agustín Lara, tangos argentinos y boleros de Rafael Hernández u Orlando de la Rosa, en un momento donde aún reinaban Pedro Vargas, Jorge Negrete, Ortiz Tirado, Benny Moré y el recuerdo de Gardel aún estaba muy vivo, hasta sus triunfos en la ópera y en la zarzuela, las cuales interpretaba con la misma vehemencia y sinceridad con que abordaba el repertorio popular. Entonces se le criticaba acerbamente. ¿Qué dirían hoy, tras el boom pop de los Pavarotti, Domingo, Carreras y Bocelli? En la historia del canto venezolano, todos, desde Hector Murga y Héctor Cabrera, pasando por Simón Díaz hasta José Antonio García, Victor López y Aquiles Machado, todos tienen una deuda infinita y un reto formidable con el estilo, el sonido y la entrega inmediata de Alfredo Sadel.
Por ello, una vez que estábamos allí, en el atardecer de la transitadísima plaza de Las Mercedes que desde hace años lleva su nombre, rodeados desde temprano de un incesante número de caraqueños que coreaban, aplaudían, lloraban y nostalgiaban aquella Caracas, quizás más pobre pero más franca y sensible, entendimos que no había mejor lugar para festejar la memoria de Sadel sino la calle misma, el cielo abierto de su ciudad como bóveda inmensa para eco de su nombre, como lo hizo el espectáculo de este sábado 17.
En una emotiva reunión de talentos, voces e ingenios se dieron cita la Orquesta Sinfónica Gran Mariscal de Ayacucho, de la que hacía tiempo no teníamos noticia, dirigida por el jovencísimo Carlos Izcaray, acompañando diáfana y muchas veces gozosamente casi todas las canciones versionadas, el tenor Victor Lopez imponiéndose en la audiencia a fuerza de sus notas agudas e insolentes, a costa de un canto más elegante, en el repertorio más lírico de Sadel; Rafael “El pollo” Brito, con un canto dicharachero, aunque más cercano a un ídolo pop actual que al arte refinado del tenor, aunque apabullantemente acompañado por los increíbles Aquiles Báez y Saul Vera, con quienes dio una reconstructiva pero magnética versión de “El muñeco de la ciudad”; su hija, Elvia Sánchez, con su bella voz de soprano en una sensible interpretación de “Cerca de ti”, aunque “Desesperanza” y “Canción sin título” se quedaron presas en el territorio de la nostalgia.
También acudieron Aldemaro Romero quien acompañó en la batuta de la orquesta a ese milagro llamado Rafa Galindo por cuya garganta no sale ya voz (intacta y pristina como siempre) sino emociones desbordadas, Trina Medina que convocó a Sadel y al Benny en ese capítulo imperecedero de la historia caribe llamado “Alma libre”, y menos afortunada en su lectura del “Arráncame la vida”, de Agustín Lara, más en los predios de Toña La Negra que de nuestro tenor; su propia madre, Canelita Medina, que obró la proeza de levantar a toda esa plaza colmada y ponerla a bailar con un melao y sabor indescriptibles en “Lagrimas negras”; Eugenia Méndez, quien propuso una inextricable versión de aquel himno de la resistencia en la época de la dictadura: “Escríbeme”, y la Rondalla Venezolana, con dos boleros sadelianos, “Vuélveme a querer” y “Déjame”, repletos de memorias románticas.
Nostalgia, recuerdo, atisbos de una ciudad ya perdida, iban entreverados con la música gracias a las chispeantes y frescas intervenciones de la anfitriona Camila Canabal, leyendo las pesquisas de Federico Pacanins, y de los humoristas Pedro León Zapata, Miguel Delgado Estévez y Laureano Márquez.
Sadel volvió esa tarde a habitar el espacio más entrañable de su ciudad natal: el corazón de su pueblo.
En el campo lírico, todo tenor que tenga el signo fatal de nacer en Venezuela, levanta su carrera, exitosa o no, bajo la sombra de Sadel, porque la voz emblemática de un triunfo por su talento, la voz criolla que saltó fronteras, que supo nadar y cosechar la fortuna en campos que para la época se concebían distintas y hasta antagónicos, es la suya, desde su origen bebiendo de la luz y el magisterio de Tito Schipa, tenor italiano de tremenda influencia en Latinoamérica, en la interpretación de sus juveniles pasodobles, a sus primeras glorias en RCA Victor con sus discos acompañado por el sonido orquestal y romántico de Terig Tucci y Aldemaro Romero, desde sus magistrales, por originales, sensuales y ardientes interpretaciones de clásicos americanos como Agustín Lara, tangos argentinos y boleros de Rafael Hernández u Orlando de la Rosa, en un momento donde aún reinaban Pedro Vargas, Jorge Negrete, Ortiz Tirado, Benny Moré y el recuerdo de Gardel aún estaba muy vivo, hasta sus triunfos en la ópera y en la zarzuela, las cuales interpretaba con la misma vehemencia y sinceridad con que abordaba el repertorio popular. Entonces se le criticaba acerbamente. ¿Qué dirían hoy, tras el boom pop de los Pavarotti, Domingo, Carreras y Bocelli? En la historia del canto venezolano, todos, desde Hector Murga y Héctor Cabrera, pasando por Simón Díaz hasta José Antonio García, Victor López y Aquiles Machado, todos tienen una deuda infinita y un reto formidable con el estilo, el sonido y la entrega inmediata de Alfredo Sadel.
Por ello, una vez que estábamos allí, en el atardecer de la transitadísima plaza de Las Mercedes que desde hace años lleva su nombre, rodeados desde temprano de un incesante número de caraqueños que coreaban, aplaudían, lloraban y nostalgiaban aquella Caracas, quizás más pobre pero más franca y sensible, entendimos que no había mejor lugar para festejar la memoria de Sadel sino la calle misma, el cielo abierto de su ciudad como bóveda inmensa para eco de su nombre, como lo hizo el espectáculo de este sábado 17.
En una emotiva reunión de talentos, voces e ingenios se dieron cita la Orquesta Sinfónica Gran Mariscal de Ayacucho, de la que hacía tiempo no teníamos noticia, dirigida por el jovencísimo Carlos Izcaray, acompañando diáfana y muchas veces gozosamente casi todas las canciones versionadas, el tenor Victor Lopez imponiéndose en la audiencia a fuerza de sus notas agudas e insolentes, a costa de un canto más elegante, en el repertorio más lírico de Sadel; Rafael “El pollo” Brito, con un canto dicharachero, aunque más cercano a un ídolo pop actual que al arte refinado del tenor, aunque apabullantemente acompañado por los increíbles Aquiles Báez y Saul Vera, con quienes dio una reconstructiva pero magnética versión de “El muñeco de la ciudad”; su hija, Elvia Sánchez, con su bella voz de soprano en una sensible interpretación de “Cerca de ti”, aunque “Desesperanza” y “Canción sin título” se quedaron presas en el territorio de la nostalgia.
También acudieron Aldemaro Romero quien acompañó en la batuta de la orquesta a ese milagro llamado Rafa Galindo por cuya garganta no sale ya voz (intacta y pristina como siempre) sino emociones desbordadas, Trina Medina que convocó a Sadel y al Benny en ese capítulo imperecedero de la historia caribe llamado “Alma libre”, y menos afortunada en su lectura del “Arráncame la vida”, de Agustín Lara, más en los predios de Toña La Negra que de nuestro tenor; su propia madre, Canelita Medina, que obró la proeza de levantar a toda esa plaza colmada y ponerla a bailar con un melao y sabor indescriptibles en “Lagrimas negras”; Eugenia Méndez, quien propuso una inextricable versión de aquel himno de la resistencia en la época de la dictadura: “Escríbeme”, y la Rondalla Venezolana, con dos boleros sadelianos, “Vuélveme a querer” y “Déjame”, repletos de memorias románticas.
Nostalgia, recuerdo, atisbos de una ciudad ya perdida, iban entreverados con la música gracias a las chispeantes y frescas intervenciones de la anfitriona Camila Canabal, leyendo las pesquisas de Federico Pacanins, y de los humoristas Pedro León Zapata, Miguel Delgado Estévez y Laureano Márquez.
Sadel volvió esa tarde a habitar el espacio más entrañable de su ciudad natal: el corazón de su pueblo.
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