sábado, 10 de marzo de 2007

COMO EN VIENA O MILAN






Einar Goyo Ponte

Mi admiración por Claudio Abbado viene desde sus ya clásicas grabaciones de las óperas de Rossini, por allá a mediados de los 70 (aunque yo las conocí casi diez años después): el revelador Barbero de Sevilla, que luego Jean Pierre Ponnelle pusiera en escena; la mágica Cenerentola, con la soberbia Teresa Berganza, en las ediciones críticas de Alberto Zedda, que darían inicio a la Rossini renaissance, que aún perdura, y que ha colocado al compositor en el sitial que su genio ameritaba. Después vinieron su luminosa Carmen, de Bizet (también con Berganza), hoy histórica desde el festival de Edimburgo, su inigualable Simon Boccanegra, montado por Giorgio Strehler, su no menos impactante Macbeth, grabación hoy modélica del estilo verdiano. Muchas otras cimas prosiguieron jalonando la carrera de este insigne director. Mahler, Beethoven, Brahms, Schubert, Tchaikovsky, música del siglo XX. En todas había un sello de maestría, de genio inapelable. La transparencia del sonido, el triunfo de la musicalidad, las dinámicas, la precisión y la nitidez de su tímbrica. Es como si se dedicara a explorar los mundos internos, los secretos que están allí en la misma partitura, pero que requieren, la mano que los combine de la forma correcta. La elegancia, la plasticidad terminan así siendo los sellos primordiales de su estilo. En aquel tiempo, Abbado competía en escena con Karajan, a quien sucederá en el podio de la Filarmónica de Berlín a su muerte en 1989, con su compatriota Riccardo Muti, después capo primo de la Scala, y otras luminarias como Leonard Bernstein, Giuseppe Sinopoli, también ascendente, Karl Böhm, Carlo María Giulini, con quien guarda no pocas afinidades, y muchas más, aún en la palestra musical. Hoy su nombre habita el espacio reservado a aquellos maestros legendarios que ya no nos acompañan, mientras sigue paseándose por la escena y asombrando al público, con su arte exquisito.
Por eso, en 1999, la primera vez que Abbado visitó Venezuela, al frente de su recién fundada Mahler Chamber Orchestra, fuimos a atestiguar su presencia con la convicción de quien presencia una excepción. Nunca imaginamos que el ilustre director se convertiría en un asiduo huésped de nuestras salas, de nuestra ciudad, apasionado de los jóvenes que conforman el Sistema de Orquestas Juveniles e Infantiles de Venezuela, y embajador casi ad honorem del movimiento musical criollo.
Este fin de semana volvimos a tenerlo entre nosotros, otra vez con su Orquesta Mahler, agrupación igualmente juvenil y briosa, en dos memorables conciertos. El primero, el viernes 2 de marzo, en la Sala José Felix Ribas, en un programa dedicado a Brahms, con una obra que lo acompaña desde su propia juventud: la hermosa Serenata No. 1, en re mayor, Op. 11, perfecta para su orquesta, cuya sección de vientos y maderas es verdaderamente prodigiosa, por su increíble afinación, los amplísimos fraseos que son capaces de hacer y el sonido incisivo y lírico que consiguen. Fueron seis movimientos que se convirtieron en una delicia, a ratos onírica y emocionante. Su allegro molto inicial, su adagio non troppo central y el galopante rondó final fueron capítulos de lujo en nuestra memoria de escuchas.
Luego, nutridos con nuestros jóvenes de la Sinfónica de la Juventud Venezolana Simón Bolívar, acompañaron al cellista Mario Brunello y al violinista Ilya Gringolts en el Doble concierto brahmsiano, que es una pieza extraordinaria, pero poco grata para sus solistas, quienes no terminan nunca de destacar ni el uno sobre el otro, ni en dúo, tan preocupado estaba el compositor en equilibrar su obra, que al final la riqueza de los temas que conforman la obra terminan imponiéndose más en la trama orquestal que en sus derivaciones. Así fueron Brunello y Gringolts víctimas y beneficiarios alternativamente de la música y de sus singulares facultades, al lado de la fascinación abbadiana y su sonido aúreo.
Similar fue la jornada del domingo 4, en el Aula Magna de la UCV, cuando el pianista Sergio Daniel Tiempo se enfrentó al Concierto para piano y orquesta No.3, de Ludwig Van Beethoven, para dar una de las lecturas más aburridas de esa obra, que haya escuchado, y hay que ver lo difícil que es ello en una partitura tan brillante, pero el tecladista quiso “romantizarla” (tocarla en un estilo más bien chopiniano o schumanniano) a tal extremo que limo todo su vigor, brillo y bravura. El pianismo beethoveniano tiene su prosodia particular y ella está a años luz de las melancolías o introspecciones de aquellos compositores. Ni siquiera Abbado nos redimió del desesperante bostezo.
Muy distinto fue de nuevo el Brahms de la Sinfonía No. 3, que como en el Beethoven fue interpretado por la fusión de las MCO y la SJVSB. Allí nos reencontramos con esos instrumentistas en estado de gracia que son la sección de maderas y vientos de la Orquesta europea, quienes de la mano de Abbado trazaron unos arcos melódicos de magna sutileza, en el andante, y dieron una intervención casi solística en el célebre Poco allegretto, de esta sinfonía, que hasta Yves Montand y Carlos Santana han versionado, llenando de una etérea melancolía la sala.
Ante la euforia del público nos regalaron una chispeante versión de la popular Danza húngara No.5, también de Brahms, mientras no hallábamos como reprimir la sensación de estar no en Caracas, sino en una capital de Europa, donde gozan, casi con la misma asiduidad, del privilegio de la batuta de Claudio Abbado.

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