sábado, 5 de mayo de 2007

SIN TRADICION VERISTA



Einar Goyo Ponte


Por su brevedad y concisión narrativa, por reducirse a tres (casi a dos) el número de cantantes estelares que requiere, y porque entre sus opciones de montaje está la de que se puede hacer con sólo una escenografía, se suele pensar que Cavallería rusticana, de Pietro Mascagni (1863-1945), es una ópera sencilla de realizar. Quizás en comparación con Fausto, Turandot, Il trovatore o cualquiera de Wagner, efectivamente, pero las apariencias engañan.


Cavallería, estrenada en 1890, como ópera prima de un compositor a quien el Conservatorio Giuseppe Verdi de Milán había rechazado, y ganadora inmediata e indiscutible de un prestigioso premio, es el título que inaugura el estilo que damos en llamar verismo, proveniente, sobre todo, de la corriente literaria que Giovanni Verga, autor del cuento original en el que se basa la ópera, y otros escritores, habían fundado en la Italia de la época. En el teatro musical quiso ser un movimiento de vanguardia que quería irrumpir contra los estilos tradicionales (léase Verdi, primordialmente) y apelaba a la modernidad wagneriana como inspiración, mientras buscaba imponer argumentos más inmediatos y cotidianos, con un enfoque más descarnado y visceral, de allí que se tienda a concebir al verismo como un estilo de canto que se distancia del belcantismo, y en el cual énfasis declamatorios, tics expresivos violentos y una tesitura (el espectro de la gama vocal, desde su nota más baja hasta la más alta) preferentemente central predominan por sobre coloraturas, manierismos y expansiones líricas, que ellos juzgaban ya demasiados viejos.


La historia de la ópera, un drama pasional en el corazón de un pueblo siciliano, regido aún por severas normas morales, con sus personajes plebeyos, de arranques violentos y patéticos, permitió, desde su exitoso estreno, la asociación de esta expresión al estilo o escuela que quiso crearse. Se entendió como un reverso de la épica y la fantasía románticas, donde la pulsión inmediata, casi instintiva marca las pautas. Así, con el correr de los años se afiliaron al género, sin absoluto consentimiento de sus autores, obras como Pagliacci (Leoncavallo), Bohème o Tosca (Puccini).


La versión que se nos ofreció a los caraqueños este domingo 29 de abril, proclamada como “semi-escénica” (¿sería porque compartía el escenario con la orquesta? Pues comportaba vestuario, escenografía, y gestual) contaba con voces potentes, de dotados instrumentos y, aparentemente, adecuadas para sus roles. Y sin embargo, la satisfacción no fue, ni con mucho, absoluta.


Katiuska Rodríguez, joven instrumento, de esplendoroso color y caudal, con uno de los sonidos más carnosos, mórbidos e incisivos de nuestra actual escena vocal, encarnó a Santuzza, la protagonista, lacerada por el amor a Turiddu, quien la engaña con una mujer casada, mientras ella pasea su vergüenza de mujer desflorada por un pueblo rígido y poco compasivo. La mezzosoprano criolla adolece, no obstante, de una suerte de inseguridad expresiva, basada en una aparente comprensión a medias del texto que está cantando, al lado de un tenaz desconocimiento de las tradiciones interpretativas de esta popular partitura. Sólo así se explica que desaprovechase, casi sistemáticamente todas las oportunidades que la obra le ofrece para brillar (la súplica de Pascua en el Regina Coeli, el aria “Voi lo sapete, o mamma”, el momento cumbre de su maldición contra Turiddu al final de su dúo, y las grandes frases del dúo con Alfio). Porque de eso trata Cavallería, de una ópera con célebres frases dramáticas, cuya acentuación o énfasis dependen más de la carga expresiva actoral del cantante que de su apropiada resolución vocal, esto es la esencia del verismo, si no seguimos en el canto verdiano o mozartiano. Apoyarse en ello y no en una aún inmadura presencia escénica, con gestos reiterativos, cada vez menos significantes o eficaces, es la clave para triunfar en este personaje de ilustre historia en sus encarnaciones: Lina Bruna Rasa, Claudia Muzio, Zinka Milanov, María Callas, Fiorenza Cossotto, Ghena Dimitrova.


A su lado, el inconsistente Turiddu, fue Miguel Sánchez, de quien no teníamos noticia desde 1998, cuando vino a cantar un insuficiente Radamés. Esta vez repitió la dosis con su personaje mascagniano. Sufre una progresiva e inexorable pérdida del timbre a través de la obra, lo que ocasionó el canto entrecortado y hosco del “Addio alla mamma” final, con su consiguiente ruptura de la nota cumbre. Además, es absolutamente anárquico con respecto a medidas, valores musicales y rítmicos, poniendo en riesgo en el dúo con Santuzza, a su compañera, y a la ejecución musical, con la orquesta y el director.


Semejante carencia evidenció el barítono de corposa voz, Gaspar Colón, a quien sentimos inseguro en su poco agraciada aria (no por él, sino por Mascagni; este es el único momento de pereza de toda la partitura) “Il cavallo scalpita”, y desconocedor de acentos y tradiciones en el hermoso dúo con Santuzza, que cierra la primera parte.


Casi de lujo, en cambio, las secundarias, Margarita Troconis, como Mamma Lucia, y Mairín Rodríguez como Lola, quizás menos sensual que de costumbre, pero muy solvente vocalmente.
Felipe Izcaray dirigió con poca suerte a la Sinfónica Municipal. Sonoridad y expresión rutinarias, también se quedó mucho más acá de las tradiciones, y cuando no tienes nada más sólido que oponer a estas, mejor es respetarlas. En su descargo diremos que la puesta de Miguel Issa lo aislaba de sus cantantes, quienes en más de una vez clamaban por una mano conductora que los librara del fango musical en el que derrapaban. Obtuvo un lucido, aunque no excelso momento en el célebre intermezzo.


El Coro de Opera Teresa Carreño aportó su solvencia de siempre, aunque los sentí excesivamente estentóreos, lejanos de los matices a que ellos nos tienen acostumbrados en esta y otras partituras.


La dirección escénica de Miguel Issa comete el muy frecuente error de desvelarse por los aspectos accesorios del montaje: el video, las luces, los bailarines, las entradas y salidas de los figurantes, para olvidar a sus cantantes protagonistas. ¿No se pudo así evitar la bochornosa exhibición de lucha libre que protagonizaron Turiddu y Santuzza a lo largo de su dúo? ¿No pudo suplir las fallas de fraseo de la protagonista y de Alfio? ¿No había repertorio de gestos para la rabia y los celos de éste al enterarse de sus cuernos, que lo salvara de los continuos manotazos que éste daba? Y con respecto a los bailarines, el inicio y el coro de apertura estuvieron muy bonitos, pero ya la coreografía en torno al aria de Alfio, como en un número de vaudeville y la representación poco cocida de la ceremonia religiosa terminaron por hacer caducar prontamente una idea interesante, quizás la única del montaje.

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