Einar Goyo Ponte
Con un esfuerzo evidente, pero sin lograr hacer olvidar la índole escolar, incluso de empresa didáctica, el Colegio Emil Friedman ha concretado la formidable empresa de montar una de las obras maestras de Wolfgang Amadeus Mozart: Las bodas de Fígaro. Es una ópera de tremendas dificultades teatrales, vocales y musicales. Este montaje ha logrado en muchos aspectos salir airoso del desafío, y en otros no tanto. Creo que, dadas las dimensiones de la obra, el balance es positivo. Quizás haberse planteado un título menos ambicioso, les habría garantizado mejores resultados, pero esta dignidad obtenida permite soñar con repeticiones, perfecciones y más cautelosos empeños para el futuro.
Sin embargo, es muy encomiable, el elemento de escuela para los cantantes, músicos y personal de escena. El teatro musical, en general, y la ópera en particular, no tienen mejor escuela que las propias tablas. Soy partidario de las audacias pero amparadas por una consistencia de conocimiento, y no por la soberbia que casi siempre es la peor máscara de la ignorancia. Con todas las carencias que el espectáculo pudo tener, no ví la huella apabullante de este flagelo, y allí creo que radica su mayor éxito. En la modestia y la conciencia de su limitación con que fue abordada la tarea.
Bodas de Fígaro requiere de, por lo menos, cuatro escenarios distintos, del cual el más complejo es el del último acto: un jardín iluminado sólo por la luna, un gazebo, y suficiente espacio para hacer comprensible las confusiones de personalidades que tienen lugar en él. El montaje dirigido por José Rafael Pereda se pierde en casi todas las soluciones necesarias para dar un mínimo de credibilidad e inteligibilidad a la trama. La mínima escenografía, más sugerida que realizada, confunde mucho más que aclara las derivaciones y los enredos de sus personajes. Si no hay espacios de salidas y entradas definidos, si no hay exactitud en los movimientos de los personajes, si no hay sentido de las pausas, y las solicitudes del libreto, Bodas se hace un galimatías de deambulares de personajes, sin eficacia dramática ni demasiada verosimilitud. Bonito aunque sin ribetes de absoluto acabado, el vestuario de María Julia Escotet.
Tampoco se hizo sentir demasiado – y ya es el tercer director que incurre en tamaña falta en dos semanas- la dirección sobre las actuaciones de los cantantes, en general abandonados a sus instintos o a su inexperiencia. Ello fue palmario en el andar pendulante y los gestos limitados y repetidos del Fígaro de Martín Camacho, cuya endeblez musical y la insuficiente técnica, lejos de ayudarlo, casi lo borran del espectáculo en el último acto, donde demuele la extraordinaria aria “Aprite un po’quegli occhi”; en la elementalidad de la actuación de la Susanna de Darcy Monsalve, de voz lejana de la sonoridad operística; y en la rígida y rutinaria elegancia de sus Condes de Almaviva, Dorian Lefebre, de opulenta voz y precisión musical, pero de preocupante inexpresividad y absoluta indiferencia de la historia vocal del rol (nuestros músicos no escuchan, ya lo he escrito antes), y Carlos López, el más airoso vocalmente del reparto, con una irreprochable y cómoda “Vedró mentr’io sospiro”.
Sonoro pero muy silvestre el Cherubino de Adriana Portales, graciosa en su encarnación travesti; de autoridad vocal, pero una cierta tiesura escénica, los Bartolo y Antonio de Mehir Herrera; estereotipadamente comicos los Basilio y Curzio de Alexi García; y acertadísima la Marcellina de Alexandra Pérez.
Con muchas faltas de cocción la dirección y la prestación musical de la Orquesta de Opera del Colegio Emil Friedman, y su batuta Victor Mata, por supuesto más preocupados por sortear los acantilados musicales, que por la expresión teatral.
Bodas escolares sí, pero de sana ambición. Un agregado importante de sensatez no le vendría mal a estos soñadores.
Sin embargo, es muy encomiable, el elemento de escuela para los cantantes, músicos y personal de escena. El teatro musical, en general, y la ópera en particular, no tienen mejor escuela que las propias tablas. Soy partidario de las audacias pero amparadas por una consistencia de conocimiento, y no por la soberbia que casi siempre es la peor máscara de la ignorancia. Con todas las carencias que el espectáculo pudo tener, no ví la huella apabullante de este flagelo, y allí creo que radica su mayor éxito. En la modestia y la conciencia de su limitación con que fue abordada la tarea.
Bodas de Fígaro requiere de, por lo menos, cuatro escenarios distintos, del cual el más complejo es el del último acto: un jardín iluminado sólo por la luna, un gazebo, y suficiente espacio para hacer comprensible las confusiones de personalidades que tienen lugar en él. El montaje dirigido por José Rafael Pereda se pierde en casi todas las soluciones necesarias para dar un mínimo de credibilidad e inteligibilidad a la trama. La mínima escenografía, más sugerida que realizada, confunde mucho más que aclara las derivaciones y los enredos de sus personajes. Si no hay espacios de salidas y entradas definidos, si no hay exactitud en los movimientos de los personajes, si no hay sentido de las pausas, y las solicitudes del libreto, Bodas se hace un galimatías de deambulares de personajes, sin eficacia dramática ni demasiada verosimilitud. Bonito aunque sin ribetes de absoluto acabado, el vestuario de María Julia Escotet.
Tampoco se hizo sentir demasiado – y ya es el tercer director que incurre en tamaña falta en dos semanas- la dirección sobre las actuaciones de los cantantes, en general abandonados a sus instintos o a su inexperiencia. Ello fue palmario en el andar pendulante y los gestos limitados y repetidos del Fígaro de Martín Camacho, cuya endeblez musical y la insuficiente técnica, lejos de ayudarlo, casi lo borran del espectáculo en el último acto, donde demuele la extraordinaria aria “Aprite un po’quegli occhi”; en la elementalidad de la actuación de la Susanna de Darcy Monsalve, de voz lejana de la sonoridad operística; y en la rígida y rutinaria elegancia de sus Condes de Almaviva, Dorian Lefebre, de opulenta voz y precisión musical, pero de preocupante inexpresividad y absoluta indiferencia de la historia vocal del rol (nuestros músicos no escuchan, ya lo he escrito antes), y Carlos López, el más airoso vocalmente del reparto, con una irreprochable y cómoda “Vedró mentr’io sospiro”.
Sonoro pero muy silvestre el Cherubino de Adriana Portales, graciosa en su encarnación travesti; de autoridad vocal, pero una cierta tiesura escénica, los Bartolo y Antonio de Mehir Herrera; estereotipadamente comicos los Basilio y Curzio de Alexi García; y acertadísima la Marcellina de Alexandra Pérez.
Con muchas faltas de cocción la dirección y la prestación musical de la Orquesta de Opera del Colegio Emil Friedman, y su batuta Victor Mata, por supuesto más preocupados por sortear los acantilados musicales, que por la expresión teatral.
Bodas escolares sí, pero de sana ambición. Un agregado importante de sensatez no le vendría mal a estos soñadores.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario