martes, 11 de marzo de 2008

PIPPO ENTRAÑABLE








Einar Goyo Ponte


Hay pocas cosas indiscutibles en el mundo de la ópera. Pero, hay acuerdos multitudinarios, admiraciones, si no absolutas, masivas. La afición por un cantante es una de las que más suscita pasiones, calores, defensas, denuestos y hasta fanatismos. El tenor a quien despedimos en este escrito -que quiere ser, más que un homenaje, un testimonio de complicidad y pasión-, es uno de los más unánimemente censurados por la crítica, mientras que del lado del público es de los más amados y de los que mayores emociones y pasiones produce. Ello hace que esos mismos críticos, que inapelablemente también son público, no puedan escapar de esa fascinación, aunque frecuentemente sea como en forma de despecho, casi siempre en variaciones de un juicio del estilo de Qué maravilla de voz y de canto, lástima que él mismo se haya encargado de minarla.

Ese cantante, ese tenor cautivante, que se siembra como dolor o piedrita en el zapato de la rotundidad crítica, acaba de morir. Hace cuatro años había sido golpeado salvajemente en la vulnerabilidad de sus 83 años, por cobardes que querían asaltarlo, y desde entonces había estado en coma, hasta este martes 4 de marzo, cuando rindió su último aliento. Esa voz inolvidable y entrañable es la del siciliano Giuseppe di Stefano.

Su carrera podría contarse brevemente. Los lectores pueden encontrar mayores detalles en la Internet que ahora lo recuerda, o en su propia autobiografía. Después de estudiar no mucho tiempo con dos maestros de canto emprende la aventura de la lírica, apenas termina la Segunda Guerra Mundial, amparado en una voz de una belleza casi sobrenatural, como atestiguan grabaciones que hoy son manjar de los melómanos, provenientes de los años 1944 al 47. Pronto se hace ídolo en Italia, en Inglaterra, y el destino lo pondrá a cantar al lado de las más importantes sopranos de la época: Renata Tebaldi y María Callas, con quien a partir de los primeros años de la década de los 50, hará pareja discográfica firmada por el sello EMI. No sería justo decir que la fama de Di Stefano se cobijó en el boom de la Callas, porque incluso quizás estimulado por no quedar a la zaga de la diva, el tenor impuso también un estilo franco, apasionado, de penetrante expresividad que casaba a maravilla con el genio analítico y romántico de la Callas. A su lado y sin ella cruzó el charco varias veces, con dos cuarteles incondicionales: Nueva York y Ciudad de México.

Su temperamento inflamable lo hizo desear abordar roles cada vez más y más dramáticos y tempestuosos, para los cuales el color y la emisión natural de su instrumento no estaba adecuadamente dotada, por ende, confiado básicamente en su prodigiosa facultad, comenzó a anchar el sonido, a buscar volumen y potencia, y a abrir la emisión. Con ello su canto ganó sí, presencia y tamaño, pero perdió tersura, ductilidad y morbidez, y con el tiempo, lo más especial de su talento, la capacidad de frasear con matices infinitos, tocantes y sorprendentes, se redujo casi a cero. De tal manera, que a finales de los 50, ya Di Stefano era sólo belleza de timbre y ardor interpretativo, pero ya todo en riesgo de perderse irremisiblemente como atestiguamos en la siguiente década. Cuando en los 70, emprende la gira de despedida con Callas, ambos son sólo la sombra de sí mismos. Callas falleció. Se rumoró de un romance entre ambos en esos últimos años. El la sobrevivió, se convirtió en un observador mordaz del mundo de la ópera, y en uno de sus íconos retirados e inolvidables. Más de una docena de grabaciones históricas respaldan la estatura de su influencia en la lírica.

Yo quiero fundamentalmente tratar de describir aquí lo que hace inolvidable para mí la voz y la personalidad artística de Pippo Di Stefano, más allá de las apreciaciones técnicas o críticas. El tenor siciliano es uno de esos casos de artistas que supera cánones, parámetros de juicio y comparaciones con sus pares, pues pertenece a esa índole de artistas irrepetibles, movidos por el instinto, por la entrega ciega e incondicional al público, un artista dionisíaco, si quisiéramos verlo así, con toda la carga autodestructiva que esa naturaleza de artistas contiene (en muchos sentidos es la misma estirpe de la Callas): no entiende otra forma de vida que la llama misma, haciéndola arder y dejándose consumir por ella simultáneamente. Una suerte de pirómano genial, cuya meta es incendiar a su público, con la certeza valiente de que la chispa inicial provendrá de sí mismo y lo hará arder a él primero.

“Hermosa y acariciante voz”, “con una italianidad que ya es una virtud hoy extinguida”, “luminosidad tímbrica tan llena de vida”, “su lirismo incandescente”, “febril e persuasivo como pocas veces en disco” son las calificaciones que sus detractores tienen que dispensar a su pesar al analizar su legado vocal.

Están allí esas grabaciones de sus primeros escarceos. Era aún un soldado de poco más de 20 años, y las lecciones de canto, si las hubo, no superaban lo rudimentario o elemental, pero la tersura de la voz, la belleza arrobadora, subyugante, solar, juvenil, viril es indiscutible y casi irreal. No era la cristalinidad de Gigli, ni el bronce ahumado de Caruso, ni la seda delicada de Schipa, sus más imperecederos predecesores, sino un esmalte absolutamente sensual, un día de playa, un verano generoso, un vino cálido y enervante hecho vocalidad. El suyo es un canto inmediato, sincero, franco, como los sentimientos que no se rebuscan ni meditan, sino que se despiertan al asomo de la pasión y se lanzan sobre sus objetos de afecto, casi siempre estrellándose y dándose de bruces hechos añicos. Así era ese Di Stefano casi adolescente: más allá de cierta afinación vacilante o respiraciones no siempre convenientes, es difícil imaginar siquiera líneas vocales más extáticas, modulaciones más desencarnadas y enamoradas que las que Pippo despliega en esos apenas casi cuatro minutos de canto que dura el “Sogno”, de la Manon, de Massenet, por ejemplo.

Mientras su voz crecía también lo hizo su audacia, y sin duda alguna, su genio. Además de Callas, me es difícil pensar, en otro cantante con tal sentido del riesgo, de abandonar la parcela segura de la tradición o del ícono establecido, para atreverse a marcar indeleble y personalmente un rol, una interpretación, una línea, una noche, una grabación. En una de las emisiones del programa Opera dominical, José Ignacio Cabrujas refirió lo siguiente, a partir de la visita de Di Stefano a Caracas, en los ochenta. En una reunión con cantantes el famoso tenor parece haber señalado que de todas sus grabaciones, la favorita, “aquella donde Di Stéfano era Di Stéfano” era la de unos Pagliacci, en vivo, desde la Scala de Milán, de 1956. Y refirió por qué:

“La noche anterior a esta función estuve en un café de Milán, en compañía de un actor que admiraba mucho. Horas y horas estuvimos ensayando la frase final de Canio: “La commedia é finita”. Quería decirla de una manera diferente, esto es, no tan externa, no tan tradicional, pero al mismo tiempo, no tan fría; y probaba y probaba matices, hasta que elegí uno, uno que me pareció apropiado. La función comenzó al día siguiente y desde mi primera frase me preparé para la final, tal como la había ensayado. Cuando, en los minutos finales, comenzó la escena con Nedda, yo sentí que esa función tenía algo de especial. Cometí varios errores musicales, me descuadré en un momento, perdí la letra cuando le reclamaba a Nedda el nombre de su amante, pero aún así era una función definitiva, y por fin llegó la frase final. La commedia é finita. La orquesta inició el acorde, yo podía decirla cuando quisiera, sin esperar ninguna señal del director, y de pronto miré al público, el cadáver de Nedda, el cadáver de Silvio, los policías que se precipitaban a arrestar a Canio, y mandé al diablo la intención que tenía en la cabeza. Simplemente grité, con toda mi fuerza: “la comedia ha terminado”, y en el acto, escuché la ovación más increíble de toda mi vida.”

De eso parece haber estado hecho primordialmente su arte. De esos prontos o decisiones del corazón que provenían del genio, de la inspiración, en el sentido divino de la palabra. Es eso lo que atestiguamos en ese “Salut, demeure”, de Fausto, desde el Metropolitan, en 1950, cuando decide recoger la plenitud acantilada de ese do natural y hacer una de las filature más escalofriantes jamás registradas, o la de un Werther suyo, por esos mismos años, desde México creo, donde hace lo mismo con la nota cumbre del “Ah, non mi ridestar”, con el mismo efecto erizante.

Ya convertido en “el tenor de la Callas”, Pippo se gana su territorio a sangre y fuego. Como en la Tosca, de 1953. Ya hemos escrito que esta es, al decir de muchos críticos, y yo así lo creo, posiblemente la mejor grabación de ópera de todos los tiempos. Y una de las razones además de la Tosca insuperable de la Callas, la dirección sanguínea de De Sabata, el sádico Scarpia de Gobbi, es el Mario Cavaradossi más enamorado, más impetuoso, más heroico jamás grabado de nuestro tenor inolvidable. No hay otro dúo “Qual occhio al mondo” más sensual que éste de María y Pippo, ni un “E lucevan le stelle” más lánguido y presagiante de muerte que el suyo, ni pianissimi más tocantes que los suyos en “O dolci mani mansuete e pure”. Si se pudieran abrigar dudas, oígase como, aún con sus medios ya mermados, repite la semblanza junto a Leontyne Price, en la excelente grabación con Von Karajan, de 1962.



O en el memorable año de 1955, cuando participa en dos hitos de la historia moderna del canto: la Lucia di Lammermoor, de Berlín, con Karajan en el podio, y La traviata, de la Scala de Milán, con Carlo María Giulini, en la producción de Luchino Visconti. Ambas son con María Callas. En la primera, Di Stefano hace de la muerte de Edgardo, en el acto final, una despedida eterea de la vida y del amor. Nunca se ha escuchado cantar así a una “bell’alma innamorata”. Pero además están los ataques en piani del dúo del Acto I, el bis del sexteto del Acto II, debido fundamentalmente a la incisividad, nitidez y franqueza del fraseo de Pippo, y a la concertación prodigiosa del Maestro austríaco. En la segunda hace el Alfredo más volátil y celoso de la discografía, con sus amorosos fraseos en los dúos “Un di felice” y “Parigi, o cara”, y la explosión violenta del final del Acto II, en la célebre escena cuando le arroja los billetes a la pobre Violetta. Hay un ribete de este año especial. La grabación en estudio de su Rigoletto, con Gobbi y de nuevo Callas. Allí es el Duque de Mantua más libidinoso que imaginarse pueda, a pesar de sus notas abiertas y a ratos estentóreas, pero no hay cuarteto “Bella figlia dell’amore” más teatral y verdiano que este.

Del año siguiente proviene el próximo recuerdo imborrable: su Bohéme, de Puccini, de nuevo con Callas. Antes de Pavarotti, el suyo es el Rodolfo moderno más válido, más sentimental, espontáneo y ardiente. Su “Che gelida manina” es fascinante, su Acto III desolador, pero su genio vuelve a apoderarse de una frase y a hacerla irrepetible en “O soave fanciulla”, cuando pide el brazo a la “sua piccina” y le pregunta en un pianissimo arrebatador “che m’ami, di”.
Ya en decadencia, su genio le permite grabar al más patético y conmovedor de los Don Alvaro de la ópera La forza del destino, de Verdi, de 1959, con Zinka Milanov y Leonard Warren. Los dúos con este último son de lo más lacerante que puedan escucharse en disco alguno: de desgarradora musicalidad el “Solemne in quest’ora”, y de enervante dramatismo el “Le minacie e i fieri accenti”, del último acto. En cuanto al recitativo y aria “La vita é inferno…O tu che in seno agli angeli”, simplemente no ha sido superado el piano súbito de la primera frase del aria, ni el slancio penetrante de sus notas cumbres. Corelli y Carreras se le acercan, pero no llegan hasta su cima, ya imponderable.



Concluyo este recuento de sensaciones y de momentos inolvidables grabados a voz viva por Pippo Di Stefano, con la entrega de sus canciones napolitanas. Allí está más transparente que nunca el genio y la esencia de su arte. En la impronta popular, franca, inmediata, que sin perder la impostación lírica, despliega por doquiera el fraseo vernáculo, desenfadado, pueblerino, sin truco ni artificio, devolviéndole así a estas canciones inmortales y tan y tan cantadas, una poesía prístina, sencilla, sin vanidades. Es lo que viene en sus deliberadas notas abiertas con genial malicia en “A vucchella”; en el ardor tenso y nervioso de su “I’te vurria vasa!” o “’Na sera ‘e maggio” (aquí también es insuperable); en la persuasión mordente de su apasionada “Anema e core”, llena de medias voces insinuantes. Pero no hay parangón alguno para la lectura verdaderamente genial y por ello irrepetible de su “Core’ngrato”: la intimidad de las primeras frases, casi en susurro, el fraseo pausado, los acentos urgentes de su crescendi, la largura de sus sostenuti desde la frase que da título a la canción, el dolor en las notas abiertas de su “Figlio mio, lassala sta”, y entonces, aún, el genio, el pronto inspirado: el ataque en desgarrador pianissimo de la tesitura más aguda y el fraseo en esa intensidad de toda la gran frase “Core, core’ ngrato, t’aie pigliato ‘a vita mia, tutt’e passato e nun’nce pienze chiu, tu nun te ne cure” (Pueden apreciarlo en la barra de video dedicada al tenor aquí abajo al costado o en un video que colgamos debajo en su homenaje). Confieso que cuando escuché a Di Stefano en estas canciones ya yo tenía en los oídos a Carreras, Pavarotti, Schipa, Tagliavini, Caruso, Corelli. Al recibir la revelación en su voz, me pareció que todos eran unos elegantes impostores, que estas canciones debieron haberse cantado siempre así y no de otra manera.

He hablado más de unas emociones que de un cantante; más de unos momentos que sobrepasan el valor de la audición entera de una ópera, con voces de prodigio. Este es mi Giuseppe Di Stefano, al margen de consideraciones técnicas o estilísticas. El es un cantante que sobrepasa tales criterios. Es un cantante que marcó con su influencia a otros cantantes: por él Luciano Pavarotti recibió la única bofetada que le propinó su padre en toda la vida, al atreverse a confesar que le gustaba más que Gigli, era el favorito, y en su fraseo se notaba, de nuestro Alfredo Sadel; José Carreras lo admiraba hasta el punto de imitarlo tímbrica y estilísticamente; por él confiesa haberse hecho cantante el nuevo ídolo lírico argentino Marcelo Alvarez, cuya entrega en las tablas le es muy similar. Este reconocimiento de una deuda con otra voz no es frecuente en la ópera. Y es que Pippo fue un cantante a quien no es posible separar de sus excesos o imprudencias porque ellas lo definieron y distinguieron. La desmesura formaba parte de su genio, y el logro de hacerse convincente, sincero, genuino en ese desbordarse es lo que lo hace hoy, más de tres generaciones después, tan inolvidable, tan perteneciente a ese espacio que ya no es del gusto o del asombro, ni de la fruición erudita o la atracción hedonista. Es del territorio de lo entrañable, de lo que me viene al corazón aunque otra voz lo disponga. Allí, en un rincón donde críticos vencidos y aficionados se concilian y reencuentran. Allí reinará por siempre Pippo Di Stefano.

4 comentarios:

Anónimo dijo...

De mi niñez en mi árida Carora guardo recuerdos imborrables, y uno de ellos está relacionado con la música. Mi hermano mayor, quien estudiaba en la UCV y estaba ausente la mayor parte del tiempo, guardaba en su cuarto una pequeña colección de discos LP y un tocadiscos "portátil". Esos discos eran mi contacto con la buena música en un medio en el que no había nada. Mis favoritos: Un disco de Elvis Presley, "Fiesta Latinoamericana" de Alfredo Sadel con Aldemaro Romero, "Tenderly", con la orquesta del venzolano-trinitario Edmundo Ros y "Pagliacci", un LP marca LONDON con un señor vestido de payaso en la portada (esa era mi sencilla percepción de chamo de 10 años). Si fuera físico podría describir todas las vibraciones de aquella hermosa voz, por supuesto de Di Stefano, cantando "Vesti la giubba". Quizá hay algo de sentimental en lo que voy a afirmar por aquello de la nostalgia, pero jamás pude olvidar esa grabación, y nunca escuché otra versión que me conmoviera de tal manera. Gloria a Di Stefano. He aquí un video de esa aria con el gran tenor: http://www.youtube.com/watch?v=pn_eS2XFZ5g

Felipe Izcaray

Anónimo dijo...

Prof. Einar Goyo

Hace rato mi papá me entregó la dirección de su Blog, y ha sido una hermosa e interesante sorpresa, sus artículos, todo el paseo que nos ha regalado con su conocimiento y sensibilidad,... como bien lo ha expresado en "Pippo Entrañable" ese recuento de sensaciones y momentos inolvidables. Cada aria: "vesti la giubba" cada cancion Napoletana.. Parlami d'Amore Mariù ,Core’ngrato.. en la voz de Di Stefano, son como los pasajes de nuestras vidas.. llena de esos momentos que ni el desafio de la muerte los podrá eliminar..

Gracias y Felicidades!!

María F Sigillo

Viktor dijo...

Hola profesor:

Espero que esté muy bien. Mi comentario no está realmente relacionado con su entrada sobre Di Stefano; quiero hacerle una pregunta y no sé de qué forma puedo enviarle un mensaje privado, por lo cual decidí escribirle por aquí. Últimamente he estado escuchando varias versiones de "La Sonnambula", de V. Bellini y, muy sorprendido de mí mismo, termino siempre escuchando las arias de Elvino más de una vez. Digo que me sorprendo de mi recién encontrado gusto por la voz de tenor 'di grazia' porque mis primeros contactos con la ópera han sido por la atracción inevitable que siento por la coloratura 'estratosférica' con que frecuentemente se interpreta a la mayoría de las heroínas del bel canto tardío de Bellini, Donizetti y Rossini. Recuerdo que hasta hace unos seis meses, sólo escuchaba las partes de Amina en Sonnambula: la estereotípica "Come per me sereno", y el bellísimo recitativo "Care compagne, e voi..." que le precede, además del etéreo recitativo que canta Amina en su primera escena como sonámbula ("Elvino... Geloso saresti ancora dello straniero?"), y la larga e increíble secuencia final, el sueño que demostró la inocencia y el amor de la jovencita ("Oh, se una volta sola...") y la pirotécnica "Ah, non giunge". Por un afortunado "accidente", hace medio año escuché una grabación de "Prendi, l'anel ti dono", de Elvino... ¡Fue amor a primera reproducción! El tenor era Ferruccio Tagliavini, de una voz inhumanamente dulce (disculpe los adjetivos exagerados), de la cual me enamoré irremediablemente. Seguí escuchando y, al toparme "Son geloso del zefiro eerante...", ya estaba irremediablemente cautivado por los pequeños gloriosos detalles de la música de Bellini. Uno de esos detalles que me encantan de la ópera es la cortísima armonía creada con el contrapunto escrito para Amina y Teresa, en el Primer Acto, cuando recitan "Ah! non è fola, non è paura... Ciascun la vide: è verità", hablando del fulano fantasma que asusta a los habitantes del pueblito, además de la simplicidad de las largas y ligadísimas líneas de canto, que me hacen recordar, por obvias razones, a Norma y a Elvira, también del joven genio que compuso Sonnambula...
¿Qué piensa usted de Sonnambula? ¿Cuál es su opinión de la voz de Tagliavini? ¿Tiene grabaciones preferidas? ¿Son de 'estudio' o han sido registradas 'del vivo'?
Bueno, profesor, disculpe la extensión de este mensaje. Muchísimas gracias por su atención. Abrazos.

Viktor dijo...

Hola profesor:

Espero que esté muy bien. Mi comentario no está realmente relacionado con su entrada sobre Di Stefano; quiero hacerle una pregunta y no sé de qué forma puedo enviarle un mensaje privado, por lo cual decidí escribirle por aquí. Últimamente he estado escuchando varias versiones de "La Sonnambula", de V. Bellini y, muy sorprendido de mí mismo, termino siempre escuchando las arias de Elvino más de una vez. Digo que me sorprendo de mi recién encontrado gusto por la voz de tenor 'di grazia' porque mis primeros contactos con la ópera han sido por la atracción inevitable que siento por la coloratura 'estratosférica' con que frecuentemente se interpreta a la mayoría de las heroínas del bel canto tardío de Bellini, Donizetti y Rossini. Recuerdo que hasta hace unos seis meses, sólo escuchaba las partes de Amina en Sonnambula: la estereotípica "Come per me sereno", y el bellísimo recitativo "Care compagne, e voi..." que le precede, además del etéreo recitativo que canta Amina en su primera escena como sonámbula ("Elvino... Geloso saresti ancora dello straniero?"), y la larga e increíble secuencia final, el sueño que demostró la inocencia y el amor de la jovencita ("Oh, se una volta sola...") y la pirotécnica "Ah, non giunge". Por un afortunado "accidente", hace medio año escuché una grabación de "Prendi, l'anel ti dono", de Elvino... ¡Fue amor a primera reproducción! El tenor era Ferruccio Tagliavini, de una voz inhumanamente dulce (disculpe los adjetivos exagerados), de la cual me enamoré irremediablemente. Seguí escuchando y, al toparme "Son geloso del zefiro eerante...", ya estaba irremediablemente cautivado por los pequeños gloriosos detalles de la música de Bellini. Uno de esos detalles que me encantan de la ópera es la cortísima armonía creada con el contrapunto escrito para Amina y Teresa, en el Primer Acto, cuando recitan "Ah! non è fola, non è paura... Ciascun la vide: è verità", hablando del fulano fantasma que asusta a los habitantes del pueblito, además de la simplicidad de las largas y ligadísimas líneas de canto, que me hacen recordar, por obvias razones, a Norma y a Elvira, también del joven genio que compuso Sonnambula...
¿Qué piensa usted de Sonnambula? ¿Cuál es su opinión de la voz de Tagliavini? ¿Tiene grabaciones preferidas? ¿Son de 'estudio' o han sido registradas 'del vivo'?
Bueno, profesor, disculpe la extensión de este mensaje. Muchísimas gracias por su atención. Abrazos.