Einar Goyo Ponte
Es harto encomiable el intento que desde hace unos años emprenden tanto productores como nuestro principal teatro, el Teresa Carreño, por revitalizar y reinsertar la Zarzuela en el gusto del público caraqueño. Cinco nuevos montajes en pocos años: la polémica pero encomiable Luisa Fernanda, la más discutible Marina, Alma llanera, que no quisimos volver a ver luego de su decepcionante reposición hace más de diez años; podríamos incluir la opereta La viuda alegre, de exitosa producción, y dos más en lo que va de 2008. La verbena de la paloma de la Compañía Nacional de Opera y esta La leyenda del beso, de Reveriano Soutullo y Juan Vert, vista el pasado fin de semana en la sala Ríos Reyna.
Sin embargo, ese empeño no estuvo, tampoco esta vez, acompañado de una solidez artística del mismo vigor. Sigue habiendo una falta de cocción, una pulitura en los detalles que no es del todo comprensible en un teatro de la envergadura del TTC.
Sin embargo, ese empeño no estuvo, tampoco esta vez, acompañado de una solidez artística del mismo vigor. Sigue habiendo una falta de cocción, una pulitura en los detalles que no es del todo comprensible en un teatro de la envergadura del TTC.
Mientras la escenografía (Francisco Caraballo) mantiene un nivel notable de funcionalidad y estética, y el vestuario, un poco más a la zaga (faltó la homogeneidad, fantasía y elegancia de La viuda alegre, del año pasado), siguen a escala de aprendiz los importantes renglones de puesta en escena y discurso teatral, sin los cuales todo fasto es superfluo. Allí firmó esta vez Héctor Sanzana, quien, como en ocasiones anteriores y con otros colegas suyos, abandonó a los cantantes a su suerte, sin ninguna indicación gestual ni de introversión en el personaje. Resultado: un espectáculo frío, incierto, casi de principiante y con crasos errores de lenguaje teatral y hasta de estética. Sanzana confundió la historia de unos gitanos errabundos, rústicos, atávicos con un ambiente más de tablao flamenco, donde el encaje, los tacones, las peinetas, los abanicos tienen una justificación conceptual, pero en estos zíngaros trashumantes está absolutamente fuera de lugar. Y la zarzuela en sí, con su libreto mayoritariamente torpe –es uno de los talones de Aquiles del género: la pésima confección dramática de muchos de sus textos-, a ratos de efecto inmediato, casi vulgar, y escasa lógica dramática queda aún más desnuda y pobre si no se hace el mínimo intento de modernizarla, y con ello no me refiero a usar la trampa de la anacronía o la interpolación gratuita, sino extraer su misterio y fascinación con efectos y signos escénicos modernos, inteligentes, acordes con el público del siglo XXI, ochenta y cuatro años más trajinado que el de su estreno en 1924, sin tanta agua de vanguardias artísticas pasadas bajo su puente. Ni siquiera la coreografía estuvo todo lo sincronizada e impactante que la música (lo mejor de este título, y no constantemente) exige. La Zambra, su momento cumbre, se vió desordenada y ordinaria. De Diana Patricia “La Macarena” ya he comentado su participación al hablar de la confusión de estéticas.
De los cantantes hemos de decir, que ninguno del trío protagónico estaba en el rol adecuado. José Antonio Higueras es demasiado lírico para un papel más dramático, oscuro y central de tesitura. Fue no obstante el mejor vocalmente, gracias a la contundencia de sus agudos. Sin orientación escénica, su Iván fiero y celoso desplegaba gritos histéricos y femeniles. Mario es para un bajo cantante, y no para la cuerda más clara y noble de Franklín de Lima, por lo que el rol se le descentra, lo vela y enronquece. Su afinación no fue consistente y el tono de sacerdote televisivo que adoptó para el aristócrata enamorado lo hizo lucir glacial. Melba González no tendrá jamás la potencia vocal de mezzosoprano o soprano dramática que la Amapola requiere. Sus centros y agudos son velados y opacos, y en esa tesitura constante se hace casi inaudible e inefectiva como fémina protagonista.
Mucho más acertados los comprimarios Blas Hernández (aunque su timbre leñoso no lo ayuda), Giovanna Sportelli y Mónica Daniele, por estilo, gracia y osadía escénica. Divertidísimo el Cristóbal de Israel López y en justo carácter (aunque sin salir del estereotipo) la Ulita de Francis Rueda, quien bien pudo haber echado una mano a los pobres cantantes huérfanos de guías histriónicos.
Aplausos para la Sinfónica Gran Mariscal de Ayacucho, el Coro del Teatro Teresa Carreño, y la concertación de Antonio Delgado.
Les dejo el famoso y bello interludio de la zarzuela, quizás su fragmento más justamente popular. Haga click aquí abajo
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