sábado, 1 de marzo de 2008

SEPTIMA INDIFERENTE


Einar Goyo Ponte

Séptima Sinfonía de Gustav Mahler. Todas sus obras para orquesta son verdaderos retos para ejecutantes y batutas, sobre todo si pensamos que Mahler es uno de los primeros grandes directores de orquesta alemanes modernos, y que su fama como habitante del podio rivalizaba en vida con la suya misma de compositor. Pero esta séptima incursión en el mundo sinfónico es además, la más ardua para el oyente. Porque es la más difícil armónica, melódica y narrativamente hablando. En ella, a diferencia de casi todas las otras sinfonías donde el tema recurrente es la batalla del artista contra el mundo, la muerte, la adversidad, la búsqueda de la trascendencia, incluso la derrota humana, no sabemos con certeza lo que Mahler quiso contar esta vez. Todo es misterioso, irónico, mordaz, a ratos, tenebroso, pero no directo. La soledad, una crisis creativa, la muerte de su hija, el diagnóstico de su enfermedad, la ruptura con un teatro vienés, su gira por América son las coordenadas que la rodean, pero no arrojan luces definitivas, para la música beligerante del primer movimiento, las “serenatas”, una inspirada en Rembrandt, y la otra posiblemente en su amada esposa Alma, el vals siniestro y paródico, y la burlesca cita a Los maestros cantores, de Wagner, que compone el último movimiento.
También en esta difícil obra, mi paradigma es la lectura de Claudio Abbado, y no por ninguna grabación, sino en la privilegiada ejecución que nos diera en el Teatro Teresa Carreño en 1999, con la Orquesta Juvenil Gustav Mahler. Entonces entendimos que, por sobre todo, la sinfonía es un homenaje a la música, a su indefectible y fiel, más que casi ningún otro afecto en esta vida, compañía perenne, tal fue la solaridad, el goce, la fruición, la nitidez que caracterizaron sus sonidos entonces.
Muy otra fue la impresión que nos llevamos de la interpretación de la Sinfónica Juvenil Simón Bolívar, comandada por el director coreano Sung Kwak, por su enfoque excesivamente apolíneo, su afán por la contención y la corrección, su mesura sin tachas, pero sin ningún interés en descubrir nada nuevo ni iluminador en su partitura, como indiferente al enigma de la sinfonía.
Contundente y preciso en el Langsam inicial, aunque las trompas (cruciales en esta obra) nunca las tuvieron todas consigo. La primera Nachtmusik fue francamente pesada y aburrida, así como el burlesco vals, tocado con demasiada corrección, lo cual en una sátira es casi un contrasentido, y a años luz de los efectos sensuales logrados por Abbado en su momento, y que se nos grabaron como a fuego. Su mejor momento fue la segunda Nachtmusik, que siguió con un lirismo delicado y hurgador. Fue notable como logró equilibrar a la masa orquestal para que guitarra, mandolina y arpa protagonizaran el movimiento. Pero la pesadez y la extrema seriedad volvieron a nublar el Rondo final, contraviniendo la parodia mahleriana de insertar deformadamente el tema wagneriano. La Séptima Sinfonía es una obra en la que tocar intachablemente (y esto casi lo logran) no basta. Es una obra en la que hay que decir, casi gritar su contenido. Aunque no sepamos muy bien cuál es.
Pero nunca podemos serle indiferente.

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