Einar Goyo Ponte
Los martirios de Colón, de Federico Ruiz, es la ópera venezolana más exitosa de la historia. Estrenada en 1993, en medio de una crisis del Teatro Teresa Carreño que hizo que el personal artístico que laboraba en su montaje tuviera que rebajar o ceder sus honorarios a cambio de convertirse en “co-productores” de la misma. La ópera felizmente triunfó, gracias a aquellos héroes casi anónimos y hoy se repite y se repite en la escena del primer teatro caraqueño, aparentemente con el mismo éxito. El actual TTC, sin embargo, no pudo llegar a acuerdo con los productores originales y concibió un nuevo montaje, que es el que se exhibe desde hace unos años y que no había tenido oportunidad de ver hasta este pasado fin de semana.
Se trata de una puesta muy concreta, llena de recursos, decorados y vestuario, de costo importante, y desde ese punto de vista es la más acabada y coherente de las producciones que el TTC nos ha ofrecido desde la época de la “revolución”. Firmada por Franklin Tovar, Francisco Caraballo y María Fernanda Sans, y eficiente, esta vez en lo que respecta al trabajo actoral, es, sin embargo, intrínsecamente infiel a la obra que pretenden servir. Ni el genial texto de Aquiles Nazoa, en esa personalísima manera suya de “elevar” las formas de nuestra criolla “mamadera de gallo”, ni la música de Federico Ruiz, que se apropia de muchas y diversas formas populares y cultas de la música para elaborar una parodia brillante que casa a maravilla con el texto de, al menos 30 años atrás, conjugan del todo con esta recreación hiperrealista de la escena. Todo el juego de diferentes niveles teatrales, de teatro en el teatro, de alusiones a imágenes criollas, cotidianas y ancestrales, como hace el texto, está ausente de esta concepción, y el acto II, lamentablemente padece de una peligrosa inmovilidad. Por ejemplo toda la escena del barco de Colón y el jocoso pasaje de éste con sus marineros que amenazan con ahogarlo, uno de los más efectivos momentos de la partitura de Ruíz, es estático en extremo, mientras que la puesta original de Orlando Arocha, le imprimía un ritmo de movimientos de masas ya por sí sólo divertidísimo.
Por supuesto, la inserción ideológica, habitual y desdichada, hasta ahora, en las producciones de este “nuevo” TTC, también queda fuera de lugar. En esta versión, el apoteósico e hilarante final de la llegada de Colón con el “Aleluya” al insigne “Mamerto Ñañez Pinzón”, descuida la escena, para que ingrese una troupe de indígenas, desde el público, en franca actitud agresiva, armados con lanzas, mirando amenazadores a sus invasores, o sea ¡nosotros!, ya no compatriotas, paisanos, descendientes, legítimos herederos de una historia y una tierra, sino enemigos, lo cual confirma el xenófobo grito (no lo digo yo, ilustres historiadores así lo interpretan) de “Ana Karina Rote” (Sólo los caribes somos gente), interpolado, casi irrespetuosamente en la obra de Nazoa y Ruiz, sin percatarse de que el primero los desmiente cuando en la farsa escribe en un pasaje: “Más puede a veces un truco/ que la ciencia y el sistema./Si no es por aquella ñema/ no soltamos el guayuco”, lo cual no suena muy “resistencia indígena” que digamos, ¿verdad?
Sólo pudimos apreciar uno de los elencos. Allí aplaudimos al gracioso y ocurrente Gaspar Colón, a veces un poco estentóreo, quien padece el pulso pesantísimo de Antonio Delgado en la dirección, en la hermosa aria “Oh, que desgracia la mía!”. Mariana Ortiz se desempeña bien como la Reina Isabel, pero a mitad del Acto I (el único que canta) se cansa un poco y sus agudos siempre tienden a sonar forzados. Melba González es poco menos que un desastre como la narradora, por ser largamente inaudible. El elenco de soporte formado por Blas Hernández, Idwer Alvarez, José Antonio Higuera, Eddy Mago, Camilo Serrano y Robert Girón en diversos papeles fue extraordinariamente eficaz, así como el Coro de Opera del TTC, quien, sin embargo, se lucía mucho más en la puesta original, pues se le daba más oportunidad de actuar. Aquí su rol es más convencional. Antonio Delgado al frente de la Sinfónica Simón Bolívar no nos permitió apreciar toda la riqueza de la partitura, al dirigir más bien rutinariamente y con escaso sentido teatral. Sólo se redimió en los pasajes donde se intercalan los ritmos urbanos.
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