jueves, 19 de marzo de 2009

PURO BRAHMS II



Einar Goyo Ponte





Si por un momento dejamos descansar a Beethoven y a Tchaikovsky, una escucha medianamente atenta de la música de Brahms, nos revelaría a un artista y a una música, por supuesto, de recias aproximaciones a lo que hoy entendemos por modernidad. No en vano, el tecladista de rock Rick Wakeman, el grupo Yes, y hasta el mismo Carlos Santana han aludido, reversionado y hurgado en su música. Como última muestra cito al compositor venezolano contemporáneo Ricardo Lorenz, quien en su Fantasía para piano y orquesta de cámara, propone, en estilo apócrifo, que un hermano de Brahms, tras un viaje a Venezuela habría sugerido a Johannes el uso de melodías autóctonas para sus obras, logrando una audaz e interesante sincronización musical entre formas casi antagónicas.


Lo ribetea muy bien Julio López en su Música de la modernidad: “[En Brahms] la pasión romántica se transmuta en una perfecta técnica que no la sustituye, pero que, íntimamente, la contiene.” Es la inserción de la conmoción emotiva dentro de una estructura rigurosa, cuyo nervio principal es la búsqueda de innovar el lenguaje musical a través del dominio de la forma.
El cierre del Ciclo Brahms de la Sinfónica Simón Bolívar nos confrontó de nuevo con ese testimonio estético. La joven violinista rusa Bracha Malkin interpretó el exigente Concierto en re mayor, Op. 77, con mucho celo y empeño, no siempre coronada por la brillantez, pues el sonido que ella saca de su sofisticado Guadagnini del Siglo XVIII, no logra toda la incisividad y luz, que el estilo romántico demanda. Cuando la robusta oleada orquestal brahmsiana irrumpe o se bate con la solista, esta pierde presencia e incluso en el final fue francamente superada por las huestes sinfónicas. Destacamos, empero, la soberbia lectura de la Cadenza de Joseph Joachim, acabada en la coda con suma delicadeza, a la cual, el director Eduardo Marturet, no acompañó con la complicidad deseada, así como tampoco en el meditado Adagio, que ella ejecutó.


Arthur Jacobs describe la 4ª. Sinfonía en mi menor, Op. 98, así, con mucha propiedad: “Brahms transforma la melodía y la armonía drásticamente, más allá de la placentera modificación inmediata, adoptando el intelectual procedimiento de la repetición del bajo ostinado de los tiempos barrocos.” Ese proteísmo, esa exacerbación de la metamorfosis musical es el tema básico de esta obra, sobre todo en el portentoso Tema con variaciones del último movimiento, donde los críticos llegan a percibir hasta 31 modificaciones, en un alarde de inventiva y de estructura prodigiosos. Marturet, que es un refinado constructor de sonoridades acentuó ritmos, intensidades, efectos entre secciones instrumentales, solos de maderas, expansión de las melodías, vivacidad en los allegros y habituales semicorcheas brahmsianas, para una lectura fibrosa y vigilante de esta imponente obra.

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