Einar Goyo Ponte
El primer canto de la
Comedia, suerte de prólogo de la obra magna que apenas está
comenzando, es el correspondiente a la descripción de la Selva
Oscura, cuyo nombre no sólo referiría al paraje aterrador que
recorre el poeta, sino al intrincado simbolismo de que está
construido. Sobre éste es que intentaremos explorar sus senderos,
desde un punto de vista, si no nuevo, pocas veces elegido como
lazarillo para desentrañar sus intrincados enigmas.
La selva oscura
comienza en la mitad de la vida. Es allí donde Dante se extravía.
Es fácil encontrar sintonía con ese verso inicial, pues "la mitad de
la vida" suele ser ese momento en el que miramos hacia atrás y aún
nos preguntamos; ese momento de pausa y de inquietud cuando pensamos
si lo que viene seguirá siendo como hasta ahora o si tendremos el
valor de cambiar, de torcer el rumbo, de empezar a hacer las cosas de
manera radicalmente distinta a cómo las hemos hecho hasta ahora.
Al parecer, a Dante
esta resolución le era particularmente difícil, a pesar de que la
vida no había sido avara en señales. El poeta que comienza a
escribir la Comedia ya suma seis años desterrado, vagando por
la Toscana para recobrar la paz de su ciudad y poder retornar a su
casa. Y la acción de escribir el libro es más la forma que tiene de
buscar cómo cambiar que el cambio en sí. Dante es un hombre de
convicciones profundas, entrañables y muy arraigadas. Lo imaginamos
más obstinado que perseverante, apasionado en sus afectos, sus
vinculaciones con el mundo y en sus aversiones. No cambia fácilmente
alguien así. Suele requerir de aluviones de experiencias y de
esfuerzos extremos. El “mezzo del cammin” de su vida está
marcado por ese esfuerzo, que en él es fundamentalmente de
imaginación. Para transformarse, Dante necesita imaginar un viaje,
pero no uno como el que lleva a cabo desde hace ya seis años, y que
terminará derivando hasta su muerte. No. Uno que traspase las
fronteras de las regiones de su Toscana natal e incluso del mundo
conocido. Dante necesita hacer el viaje del cual pocos han vuelto.
Dante necesita replicar el viaje de Orfeo, el de Eneas, y -él no los
conoce bien o no los conoce en absoluto-, el de Gilgamesh y el de
Ulises, entre tantos otros.
El viaje órfico es la
columna vertebral de su Comedia. Su anábasis es su cambio o
su desesperada necesidad de cambiar. Dante explorará, a través de
lo que va imaginando, su interior, su inconsciente, sus recuerdos,
sus experiencias, imantado por la figura de Beatriz, su Eurídice
niña, su donna angelicata particular, esa mujer que tan
maravillosamente, según él, encarnaba el número nueve, el del 3
multiplicado por sí mismo, el número de la Santísima Trinidad, el
de la figura del triángulo, el de la reverberación de las tres
dimensiones, el número del infinito, el número, a partir del cual,
los números no hacen sino repetirse. Eso, aderezado por todos los
avatares que sus biógrafos han presumido/encontrado, forman la mitad
del camino de su vida.
El
agua del inconsciente
Dante confiesa que no
sabe cómo llegó a la selva oscura pues sintió que el sueño lo
vencía, marca inequívoca del viaje inconsciente. Y el primer signo
constante de todo el poema aparece en este mismo momento inicial
(Verso 17): la luz. El tema de ir en pos de ella, de aprehenderla y
de vivir en ella serán nucleares en la Comedia. Y a partir de aquí
comienzan a desfilar los signos que se han terminado por aceptar de
una manera tradicional, e incluso hay algunos que no han merecido
mayor atención de los exégetas dantescos.
Dante señala que está
saliendo del agua, de un lago, por más señas, y ese elemento
acuático suele minimizarse o desaparecer en el análisis de este
canto. Ese elemento líquido o húmedo podría remitir al nacimiento,
a la salida de lo subacuático a la tierra, a la luz. De hecho, Dante
dice de su paso “che non lasció giá mai persona viva”. (que
nadie vivo lo cruzó)
Es pues una vuelta de
la muerte, o un renacimiento. La oscuridad cobra así una calidad
tangible: moja, la atravesamos y la sobrevivimos. Dice Gaston
Bachelard de ello: “La noche es sustancia, entonces, como lo es el
agua. La sustancia nocturna se va a mezclar íntimamente con la
sustancia líquida.” (El agua y los sueños, FCE, 1988, pag.
88).
Esta es la trayectoria
básica del poema: el tránsito de la espesa, líquida, casi
gelatinosa tiniebla hacia la luz. Aquí, representado por primera vez
en la Comedia, como el trasvase de una orilla a otra.
Ha llegado a un
desierto (V.29), el cual camina con paso incierto. Y entonces aparece
la primera de las bestias simbólicas, que han agotado el seso de los
exégetas. Durante el tránsito de estos primeros 700 años de vida
del poema dantesco, y su estudio, sin embargo, los lectores parecen
haberse conformado con lo que las ediciones y los traductores a
través de las épocas han canonizado. Lo cual en el caso de Dante,
preocupantemente, lo ha simplificado.
El símbolo es, por
definición, polisémico: rehúye el canal unívoco, apunta a la
complejidad. La buena intención de los exégetas y traductores de
Dante ha terminado unificando los sentidos de sus símbolos y
alegorías, pero los estudios semióticos, y la aplicación de los
códigos antropológicos y psicoanalíticos podría arrojar nueva luz
sobre la oscuridad retórica dantesca.
Aparecen en el camino
de Dante, sucesivamente, un leopardo, un león y una loba,
preludiando la providencial aparición de Virgilio, quien de
inmediato hará de guía de nuestro poeta.
La
tríada animal
Los exégetas han
convenido en explicar que, sustancial y sucintamente, estos tres
animales representan respectivamente a la lujuria, la violencia o
soberbia y la incontinencia o la codicia. Resulta muy interesante en
tanto proyecciones de su debate interno, de la asunción de su
conciencia, que Dante visualice a estas tres fieras como
representaciones de sus propias falencias, más o menos confirmadas
por lo que sabemos de su biografía. La primera sería proyección de
su introspección como hombre casado con una mujer que no era la musa
ni el imán de sus pulsiones más trascendentales (pronto veremos las
implicaciones de esto), la segunda podría percibirse como proyección
de sus fallas como político y detentador del poder mientras fue
miembro del Consiglio dei centi, y dado el presumible carácter
iracundo que tenía, de sus excesos, así como de la debilidad de su
carne para guardarse casto para Beatriz o de la lucha contra las
tentaciones que el poder puso ante sí.
Pero los catálogos y
los estudios sobre las figuras simbólicas de estos animales nos
revela cosas interesantes y sorprendentes.
Por ejemplo, Juan
Eduardo Cirlot, en su Diccionario de símbolos (1992)
encuentra una sincronía entre los simbolismos del leopardo y del
león, apartando el sentido solar del segundo. Así el leopardo sería
símbolo de la bravura y la ferocidad marcial, y contendría los
atributos agresivos y potentes del león. Estar al acecho es también
uno de sus componentes. Al atributo solar de la piel del león
sobrepondría las manchas que representarían un eclipse o una sombra
de aquel.
El simbolismo del león
es más franco: se asocia con el oro, y desde allí a la tierra. Es
pues, un símbolo solar y terrestre, y desde este último ámbito se
convierte en la antípoda del águila en el cielo. Aquella reina en
las alturas, éste lo hace en la tierra. Es claramente, un símbolo
de poder, pero también de dignidad real, de luz y de victoria, y
desde allí representa, también, la virilidad exaltada. Cirlot nos
recuerda que Jung lo identifica “como indicio de pasiones latentes
y puede aparecer como signo del peligro de ser devorado por el
inconsciente” (Pag. 271).
Queda el simbolismo del
lobo, la última fiera que se le aparece y que será paradójicamente
la que aclare a las demás. Su significado crucial proviene de la
mitología nórdica, donde encarna al animal que es liberado en el
fin del mundo, en el Ragnärok, y que devora al sol, para volver a
sumir al mundo en el caos, de donde el lobo mismo, Fenrir, proviene.
Recordamos que en la novela La historia interminable, de Michael Ende (otro viaje profundo, introspectivo) también
un lobo es el heraldo de la Nada, que sobreviene en el progresivo
olvido de la magia o de la fuerza de la figura de la luz, portadora
del Auryn, la Emperatriz Infantil. El lobo es pues, el caos, la
fuerza más oscura de las que se le aparecen a Dante en este prefacio
del viaje.

Veamos lo que el propio
Dante dice de cada animal. El leopardo aparece apenas iniciado el
camino, es decir, apenas hollado el terreno del inconsciente, aún
húmedo por el paso acuático que acaba de atravesar. El leopardo es
liviano (“una lonza leggera e presta molto”) y rápido,
“de piel manchada todo recubierto” (Trad. Ángel Crespo), y
parado frente a él, le corta el paso. Lo detiene, pero no refiere
intento de agresión ninguna contra Dante. Enseguida aparece la luz:
despunta la mañana, y el sol empieza a elevarse con las estrellas.
Percíbase la similitud: la luz mayor, el oro del sol ascendiendo por
entre el firmamento aún tachonado de estrellas. Es exactamente la
imagen que se ha asomado en la piel del leopardo recubierta de
manchas, pero a la inversa, en declaración temprana de lo que será
otra recurrente dialéctica dantesca: la oposición de lo que ocurre
en el cielo y en la tierra por inversa correspondencia, por lo que
algunos exégetas llaman el contrapaso.
Dante se entusiasma a
la vista del sol y siente esperanza, pero vuelve a temer ante la
vista de la nueva fiera, el león que hacia él sí se dirige, a
diferencia del leopardo, con la cabeza erguida y hambrientos ojos
(hambre rabiosa, dice el original toscano), y en esta visión, no
como una sucesión, sino acompañando a la primera, al león, aparece
la loba, también hambrienta, o sea, con ganas de devorar, como el
Fenrir nórdico, y en el miedo que ésta le provoca y duplica,
después del león, Dante nos revela que pierde la esperanza de la
altura. Es decir, de la luz.
En esa misma sincronía
que hemos creído ver la síntesis del león y la loba debemos ver la
presencia primigenia del leopardo. No forman una sucesión, tres
entidades diferentes del acoso, ni del mal o el horror. Son una
tríada (número también primordial dantesco) continente de un solo
significado.
El inconsciente
ambiguo, el territorio aún salpicado de las sombras del sueño se
deja oír en el inicio del caminar del poeta y el leopardo es el
símbolo emblema de esa ambigüedad, al tiempo que es el indicador,
no del frenar el andar, sino de continuarlo en la vía correcta, la
del sol, del cual, por Dante detenerse, a causa del Leopardo, puede
contemplar la salida junto con la aparición del león, su figura
terrestre, que viene acompañada, en el mismo estadio, del caos, o
sea de la oscuridad.
Dante está en el mismo
espacio del leopardo: el de la ambigüedad y el enfrentamiento
simbólico que nos narra representa la necesidad de escoger la vía y
salir del camino perdido.
El Dante personaje, al
cual, a partir de aquí, debemos separar del Dante poeta, no escoge.
Lo hace el poeta, pero no en el avatar sino en la escritura. El Dante-personaje está aterrado y retrocede hasta “allí donde el
sol calla” (V.60). Desde ese hueco de silencio emerge una figura,
igualmente silente: la de Virgilio, pero eso es materia del próximo
escrito.