sábado, 29 de septiembre de 2007

LORIN MAAZEL Y EL ARTE ORQUESTAL


Einar Goyo Ponte
Lorin Maazel, con sus más de sesenta años de carrera musical, visitándonos a sus 77 de edad, al frente de nuestra Sinfónica de la Juventud Venezolana Simón Bolívar, visita Venezuela, si mis archivos no me fallan, al menos por quinta vez. Lo he atestiguado en tres de ellas: en el podio de la Sinfónica de Cleveland, en el de la de Pittsburgh y ahora.

Es ante todo un privilegio. Maazel es una de las batutas más importantes del mundo, y eso por más de 40 años. Ha trabajado con más de 150 orquestas en el planeta. ¿Qué truco o secreto no estará a su alcance? ¿Qué detalle sonoro, qué matiz o intensidad puede escapársele de cuerda, trompa o percusión alguna? De hecho la cohesión sonora exhibida por la OSJVSB este domingo 23, fue excepcional y marmórea. Así lo testimoniaron desde la Fantasía Romeo y Julieta, de Tchaikovsky, tocada con dramática contundencia. Hoy prefiero la poesía sugerente e irisada que Claudio Abbado exprime en esta obra, con la misma orquesta, pero fue inapelable la morbidez maazeliana.


Enseguida nuestra virtuosa del piano, Gabriela Montero salió a escena para ofrecer junto al director la lectura más potente y densa que haya escuchado del archi famoso Concierto para piano y orquesta en la menor, Op. 16, del noruego Edvard Grieg. Con un sonido muy mejorado, el piano de la Sala Ríos Reyna, respondió a los pulsos pausados, expansivos, y a las octavaciones poderosas, arpegios y trinos de insolente brillo. Así, pianista y director se esforzaron por hacer sonar más profunda una partitura hermosa, pero de expresividad inmediata, amparada en una estructura temática simple de dos o tres temas por movimiento, afines entre sí. La digitación perfecta y avasallante de la Montero y la fruición por el color de Maazel sellaron una eximia ejecución, que la tecladista rubricó con un hermoso homenaje a Aldemaro Romero, improvisando sobre su Quinta Anauco, en jugosa mezcla con El choclo y Los mareados, célebres tangos, evocadores de aquellas simbiosis latentes siempre en su música.

La segunda parte pertenecía al arte orquestal de Lorín Maazel. Cultivador de la música de Bela Bartók, estas Danzas de Galanta, de su amigo Zoltán Kodaly, son como vendimias fructíferas para su batuta. El goce melódico, la atracción sonora, el juego de colores y ritmos llenaron la sala. Pero fue apenas un preludio para la cumbre de la velada: la Suite No. 2, del ballet Daphnis & Chloe, de Maurice Ravel, con su sensualísima recreación del amanecer en una isla egea, el amor entre la ninfa y el fauno, la voluptuosidad de la naturaleza y la enervante bacanal que cierra la obra. Todo fue estampado con colores fuertes, casi fauvistas, por la batuta mórbida, de sonoridades plenas, abandonos melódicos y exactas improntas tímbricas, como en los pasajes iniciales de las flautas o la danza ascendente y envolvente del final con metales, percusión y cuerdas devaneando de los unísonos a los combates. Pocas veces llega la música a asemejarse tanto a incesantes relámpagos de luz cegadora como en esta lectura de Maazel y la Sinfónica Simón Bolívar.

martes, 25 de septiembre de 2007

LA FLEMING CONQUISTA LOS ALPES






Edgar Villanueva.- Zurich (Suiza)
Fotografías: Suzanne Schwiertz.

Renée Fleming es una suerte de Rey Midas de la música: su sola presencia transforma en acontecimiento al espectáculo más modesto. Y no es precisamente modesta la Opera de Zurich, modelo de gerencia artística en Europa donde la soprano acaba de debutar fugaz y triunfalmente como Arabella, de Richard Strauss. Para ello contó con una producción del repertorio del teatro, realizada por el difunto regisseur Götz Friedrich (1930-2000) y un elenco de notable profesionalidad, que apenas resintió la baja por enfermedad del barítono Thomas Hampson, el otro "plato fuerte" del cartel.

Estrenada en la Opera Alemana de Dresden el 1ro de julio de 1933, Arabella es la última colaboración entre el compositor y el libretista Hugo Von Hoffmanstal, autor de los textos de otras cinco obras straussianas, entre las que cabe contar Elektra (1909) y El caballero de la Rosa (1911). Es una comedia burguesa de enredos y amoríos desarrollada en la Viena de fines del siglo XIX. La puesta en escena traslada la acción a la década de los 80 del siglo XX, recurso que hace más intensa la identificación del público con las situaciones cómicas y dramáticas del relato.


Al frente de la orquesta, Franz Wesler-Most, director musical de la casa, brindó una lectura poco ortodoxa, algo alejada de los amaneramientos con los que esta obra "exquisita" suele interpretarse, tímbrica y colorísticamente rica, aunque por momentos, el caudal sonoro parecía abrumar más que arropar a los cantantes.

Como la pareja de nobles venidos a menos que intenta casar a su hija mayor con el mejor partido, destacaron el bajo Alfred Muff como el conde Waldner -muy ovacionado- y la mezzo Cornelia Kalisch en su espléndida caracterización de la condesa Adelaide.
Otra memorable interpretación fue la de la joven soprano Julia Kleiter en el rol de Zdenka, la hermana menor de la protagonista, obligada a verstirse de varón para facilitar el proyecto conyugal de Arabella. Escénicamente convincente, su voz de lírico-ligera está magistralmente proyectada y su zona aguda perfectamente resuelta.
El tenor checo Peter Straka, conocido en Venezuela por su interpretación de Siegmund en La Wakiria en 1998, asumió el papel del Conte Elemer, descontrolado en sus todavía generosos medios. El otro tenor pretendiente de Arabella, Matteo, fue abordado por un insuficiente Johan Weigel.

La difícil tarea de sustituir a la otra estrella del cartel, el barítono estadounidense Thomas Hampson, estuvo a cargo de Morten Frank Larsen, de magnífica presencia escénica y elegante comportamiento vocal, algo expuesto a tiranteces en la zona aguda de su registro jovial y viril. Fue una muy digna pareja para la diva Fleming, quien tras ceder en el acto inicial (el duetto entre Arabella y Zdenka fue un triunfo completo para la Kleiter) fue apoderándose de la escena con los recursos de una artista de raza: sonidos de sueño, musicalidad ejemplar, amplitud de registro - graves plenamente audibles, augudos precisos, centro cremoso- fraseo irreprochable y conocimiento profundo del estilo de canto que aborda. Fleming ya ha paseado este papel por teatros como el Metropolitan Opera de Nueva York y la Opera de Paris, y continuará su gira europea en el Liceo de Barcelona, donde cantará el rol titular de la ópera Thaís, de Jules Massenet, junto a un esperado Thomas Hampson y el tenor José Bros, bajo la dirección de Andrew Davis.
Arabella, como otras tantas partes del repertorio straussiano, es un regalo del compositor para la voz de soprano. Desde Viorica Ursulaec, su primera interprete, hasta Lisa della Casa, su encarnación más perfecta, pasando por Montserrat Caballé, todas las sopranos consideran un privilegio abordarlo. Tal vez sean las palabras de la legendaria Lotte Lehman las que mejor definan la experiencia:

"La larga y final aria de Arabella es de una belleza indescriptible, haciendo que estos momentos sean maravillosos para mí!".

sábado, 22 de septiembre de 2007

LUIS CERNUDA (21 DE SEPTIEMBRE DE 1902- 5 DE NOVIEMBRE DE 1963)




El poeta español Luis Cernuda formó parte de la llamada Generación del 27. Luchó contra la intolerancia de su gente, y del poder establecido en su país después de la Guerra Civil. Su poesía tiene un tono conversacional, una insistencia en disolver al yo del discurso poético y una atracción por las figuras y los momentos históricos, que conectan su escritura con la de otros grandes poetas como Cavafis o T. S. Eliot, con lo cual marca hitos importantes en la literatura española. Pero fue también un apasionado de la música, la cual encuentra epifanías frecuentes en sus poemas. Lo que sigue es muestra de ello. Así rendimos doble homenaje: a uno de los genios musicales, materia frecuente de nuestro blog, y al certero oído del poeta Luis Cernuda.




Mozart


(1756-1956)




I


Si alguno alguna vez te preguntase:

"La música, ¿qué es?" "Mozart", dirías,

Es la música misma." Sí, el cuerpo entero

De la armonía impalpable e invisible,


Pero del cual oímos su paso susurrante


De linfa, con el frescor que dan lunas y auroras,


En cascadas creciendo, en ríos caudalosos.


(...)


Cuando vivió, entreoído en las cortes,


Los palacios, donde príncipes y prelados


Poder, riqueza, detentaban nulos,


Mozart entretenía, como siempre ocurre,


Como es fatal que ocurra al genio, aunque ya toque


A su cenit. Cuando murió, supieron todos:


Cómo admiran las gentes al genio una vez muerto.




II


De su tiempo es su genio, y del nuestro, y de siempre.


Nítido el tema, preciso el desarrollo,


Un ala y otra ala son, que reposadas


Por el círculo oscuro de los instrumentistas,


Arpa, violín, flauta, piano, luego a otro


Firmamento más glorioso y más fresco


Desplegasen súbitamente en música.





Toda razón su obra, pero sirviendo toda


Imaginación, en sí, gracia y majestad une,


Ironía y pasión, hondura y ligereza.


Su arquitectura deshelada, formas líquidas


Da de esplendor inexplicable, y así traza


Vergeles encantados, mágicos alcázares,


Fluidos bajo un frío rielar de estrellas.


(...)


III


En cualquier urbe oscura, donde amortaja el humo


Al sueño de un vivir urdido en la costumbre


Y el trabajo no da libertad ni esperanza,


Aún queda la sala del conierto, aún puede el hombre


Dejar que su mente humillada se ennoblezca


Con la armonía sin par, el arte inmaculado


De esta voz de la música que es Mozart.





Si de manos de Dios informe salió el mundo,


Trastornado su orden, su injusticia terrible;


Si la vida es abyecta y ruin el hombre,


Da esta música al mundo forma, orden, justicia,


Nobleza y hermosura. Su salvador entonces


¿Quién es? Su redentor ¿quién es entonces?


Ningún pecado en él, ni martirio, ni sangre.





Voz más divina que otra alguna, humana


Al mismo tiempo, podemos siempre oírla,


Dejarla que despierte sueños idos


Del ser que fuimos y al vivir matamos.


Sí, el hombre pasa, pero su voz perdura,


Nocturno ruiseñor o alondra mañanera,


Sonando en las ruinas del cielo de los dioses.




(Tomado de Desolación de la quimera)











lunes, 17 de septiembre de 2007

¿CUAL ADIOS, ALDEMARO?


Einar Goyo Ponte


Intento escribir una nota de despedida para el Maestro Aldemaro Romero, y confirmo la sospecha que me rondaba cuando tuve la idea: ¡qué arduo, qué cuesta arriba autoconvencernos de que su presencia física, su palabra y la constancia de su expresión cotidiana ya no está con nosotros! Es que es muy duro despedirse de nuestros héroes.
Por eso prefiero hoy reunir fragmentos de crónicas mías escritas sobre el maestro Aldemaro Romero, en momentos especiales de su vida y carrera que, al menos, desde la tribuna del crítico, me toco atestiguar o acompañar. Ellas hablan mejor que yo, hoy, de una presencia irrebatible. Las transcribo como trasunto de este inicio de su pervivencia. Ayer hablaban de un hombre vivo, y hoy me asisten para describir una permanencia imposible de enajenarse.

Es un domingo en la mañana. Debo tener más o menos siete u ocho años. Al olor de las arepas asadas y el suculento perico que mamá siempre ha sabido disponer para apetitos de primera hora, se une una música que llena la casa y me saca de la cama. Es que mi padre, mientras espera el desayuno y lee el periódico, ha colocado, de nuevo, un disco inevitable, que para él traducía mejor que ninguno la atmósfera soleadamente familiar del último día del fin de semana. El disco exhibía en su carátula a una hermosa mujer morena que ostentaba un apellido entonces impronunciable. “Duim, mijo”, me socorría mi madre, “se escribe Susana Duijm, pero se dice Duim”. Y yo contemplaba aquella exuberancia de mujer y leía las letrotas del título del lp: Criollísima, mientras escuchaba a una orquesta potente, suntuosa, como nunca he escuchado otra, tocando lo que para mí sería el primer y definitivo contacto con la música venezolana. Al reverso, había una imagen no menos impresionante. Un hombre joven, en mangas de camisa, enfrentaba con un rostro de inaudita expresividad y un ademán imperioso a un grupo de prójimos armados de violines y cellos. Yo escuchaba, por ejemplo, el primer surco, “Concierto en la llanura”, con aquellos cornos alzándose sobre las arpas torrealberas, o el tutti carnavalesco de la “Selección de merengues”, o la amable cadencia de “Canta tú, ruiseñor”, y veía aquella foto, y todo encajaba. La música salía de aquellas manos, de aquella expresión de los ojos. Al lado, papá me decía. “aquí suenan las botellas de refresco, aquí las flautas de juguete, aquí el efecto de la banda callejera”, y mis oídos auscultaban, en esos ingenios debidos al hombre de la foto y agregados a la orquesta y a los micrófonos, ya no una música, sino un asombro. El culpable de ese asombro, que no ha amainado en el resto de mi vida, se llama Aldemaro Romero, responsable también, quizás el más temprano, de que la música se hubiese convertido en esta pasión de vida que habita mis días, y acaso de que ustedes me estén leyendo hoy, en este espacio. (El Nacional, mayo 1993).



Aldemaro es una insignia de la cultura venezolana. Una suerte de representación nacional del talento, así como de todo aquello que el venezolano asocia con la música: el folklore, la vena nacionalista, la expresión popular, desde el salón de baile y los ritmos afrocaribes hasta los boleros y baladas de franco despecho, pasando, por supuesto, por la onda nueva. Es todo eso reconocido con mayúsculas, como logro de lo universal a través del polvo y la tradición originarios, tanto por sus felices experiencias en los 50, sinfonizando la música venezolana, como por sus composiciones propias que abarcan gran variedad de géneros, sin olvidar su trabajo como director de orquestas sinfónicas. Aldemaro Romero sintetiza, sin disimulos, la imagen del hombre que logra lo que se propone, destacándose además en todo lo que hace. Es quizás un símbolo de aquello que todo venezolano quiere ser. (El mundo, septiembre 1999).


Sobre todo en la música, un extraño y, a mi juicio, atrofiado componente en nuestra cultura dificulta la comprensión de la síntesis posible y hasta deseable que un artista puede hacer entre el venero popular y la complejidad académica, mientras que países como México, Cuba, Argentina y el propio Estados Unidos, deben buena parte de la originalidad y fuerza de sus lenguajes musicales al trabajo de gente como Moncayo, Roig, Lecuona, Piazzola o Gershwin, cuyo método esencial es el mismo que Aldemaro practica en Venezuela: alimentarse de las formas y ritmos populares y autóctonos, producir un lenguaje original a partir de ellos y devolver el obsequio acrecentando el acervo idiosincrásico. Nunca dejó Lecuona la síncopa ni la cadencia cubanas. Piazzola revolucionó la música de su país ensanchando y difractando el tango. Sin el Jazz de Harlem, Gershwin sería otro músico. ¿Qué otra cosa ha hecho Aldemaro desde que compone?
En los “pajarillos sinfónicos” aldemarianos la identidad entre invención melódica y originalidad rítmica vernácula es realmente asombrosa, casi minimalista: de unas células que pertenecen más a las formas del acompañamiento o de la cadencia, construye una exuberancia melódica y armónica que sublima su molde original. En retribución, escuchar un pajarillo “original” en un arreglo de Aldemaro es una experiencia de sonoridades alucinantes. Acuda usted al disco donde dirige a María Teresa Chacín con la Filarmónica de Londres para que compruebe de lo que hablo.
Lo mismo hace con la rústica gaita marabina, a la que convierte en movimiento final de su Suite para cello y piano, y donde obliga al instrumento de cuerdas a reproducir la sonoridad del furruco y la tambora regionales. ¿El pago? Sus líricas gaitas “Toma lo que te ofrecí”, y “Tonta, gafa y boba”, entre otras perlas “populares”.
Y en el terreno del vals, la efusión lírica, casi melodramática que Aldemaro descubre en la sensualidad y melancolía de sus melodías, se erigen en grandes adagios o andantes reflexivos de nuestra alma romántica. De nuevo, los valses populares de Aldemaro se unen a sus canciones amorosas para plantear uno de los fraseos más apasionados del cancionero venezolano. ¿Quién vacilaría en encontrar la misma atmósfera afectiva en un clásico como “Besos en mis sueños”, de Brandt, y la extasiada “Quinta Anauco” o el nostálgico “De Conde a Principal”, de Romero?
No puedo dejar de referirme a los ejercicios experimentales sincréticos de Aldemaro, donde hurga y demuestra las secretas parentelas entre los fandangos y los golpes o los joropos, los pasadizos internos que cruzan choros y tangos, o el pasmo que provoca la audición del tercer movimiento de su Suite para cuerdas, “La fuerza del merengue”, una de las piezas más intensas de nuestra música “culta”, sorprendentemente basada en los devaneos rítmicos y la herencia romántica de nuestro en apariencia ligero merengue criollo.



Con todo ese saber, forjado en años de atestiguar de cerca los oídos del público en sus inolvidables discos orquestales de música venezolana o al frente de sus inigualables orquestas de baile, inventó esa rara fusión de compases que es su “Onda nueva”, al inicio de los años 70, sacudiendo a un aletargado ambiente musical venezolano, con tres ediciones consecutivas de un Festival, en las cuales un significativo grupo de artistas de todo el mundo vino a Caracas, con obras sobre un esquema rítmico-armónico propuesto por el músico criollo, sobre la fusión del joropo, el jazz y un toque brasileño. Así logró Aldemaro hacer internacionales y exportables nuestros ritmos, insertarnos en una modernidad y abrir un camino que ha permitido e influenciado, las obras e intérpretes más representativos de la música venezolana urbana de entresiglos, desde Frank Quintero hasta a Ilan Chester pasando por Vytas Brenner, Los Cuñaos y a cuanto grupo de jazz o de fusión folklórica se invente en Venezuela.
Geniales maneras, estas de Aldemaro, de reconocer y honrar sus raíces y orígenes.
(El mundo, octubre 2001 y noviembre 2004).

Por eso es tan difícil decirle adiós. Porque al volver a escuchar y celebrar su música, su lenguaje más exacto, sentimos, casi vemos que no se va. Allí va en su Carretera, en su Catire, en su Fuga con pajarillo, en su De repente, quedándose, metiéndose más y más hondo en el alma venezolana, de donde ya nadie puede sacarlo, ni este simulacro de partida, intentar callarlo.
No puede haber memoria ni homenaje de un músico sin música. Aquí está el propio Maestro Aldemaro tocando al piano su romántica "Quinta Anauco":


domingo, 16 de septiembre de 2007

Vissi d'arte:Maria Callas

De esa estremecedora Tosca con la cual se fue despidiendo de los escenarios en la intensa puesta de Zeffirelli. Si la oímos bien, escucharemos a Callas algo más que el aria y la ópera de Puccini. Allí donde otras creen que deben cortar porque no dan más, ella canta y tensa el drama, y somos nosotros, nunca ella, los derrotados, los vencidos por su genio.

CALLAS, 30 AÑOS DESPUES



Einar Goyo Ponte

María Callas, la cantante griega, encarnación absoluta de la diva operística, murió en París el 16 de septiembre de 1977, sola, aislada voluntariamente, rondada por sus fantasmas, posiblemente en silencio, de un ataque al corazón. Tenía sólo 53 años. Hoy la recordamos en el aniversario No. 30 de su partida. ¿Qué pervive de la que es considerada la cantante de ópera más grande del siglo XX a tres décadas de su ausencia?

Ante todo sus grabaciones, reeditadas, e incluso pirateadas, incesantemente: casi 30 óperas completas, 11 discos de recitales, y un puñado de videos, que el DVD ha reactualizado. Allí está la huella de su voz única, oscura, de infinitos matices, de acentos moldeados especialmente para cada personaje, la extensión pavorosa, la ductilidad increíble, y la laceración intrínseca que aún conmueve a sus oyentes.

Su Gioconda visceral, en dos prestaciones, la de 1952 y la del 59, ambas geniales, en una más dueña de su portento vocal que en la otra, en ambas levantando el listón como escasas, casi ninguna sucesora ha podido alcanzar. Pareciera imposible repetir el sentido de vacío, la genuina oscuridad del “avel” (la tumba), que resuena más poderosa en tanto más oscura. ¿Cómo lo hacía Callas? Espero responder a ello hacia el final del texto.




Está la melancólica Elvira de su I puritani (1953), grabada cuatro años después de la proeza en Venecia, tutelada por Tullio Serafín, cuando la cantó a poco más de una semana de hacer la Valkiria wagneriana. El caudal de vida real, de lacerante sentimiento que la Divina le insufló a esta fantasía romántica es otra de sus rúbricas indelebles. Está su estratosférica Armida, rol no atrevido por nadie más hasta la década de los setenta.

Están sus Traviatas (1953, 55 o 58), en estudio, lujuriosa de voz la primera, en una función histórica y genial de la Scala de Milán, con Di Stefano, Bastianini y Giulini en el podio la segunda, y una de escalofriante hondura, con el Alfredo de lujo de Alfredo Kraus, en Lisboa, la tercera. El largo etcétera comprende sus creaciones más extraordinarias, hoy convertidas en registros históricos: su Tosca, con Di Stéfano, Gobbi y De Sabata, para muchos la más grande grabación de ópera de todos los tiempos; sus Norma (54, espectacular vocalmente; 55, con Del Mónaco, en duelo de divos, desde la radio en directo, y la de 1960, con el exuberante Corelli, y ella más incisiva que nunca, llenando de frases inolvidables e inigualables la partitura de Bellini); su Sonnambula, sobre todo la de 1955, tomada del vivo en la Scala, con Bernstein en el podio, mientras Callas cantaba en la fantasía viscontiniana, vestida de prima ballerina; y dos cruciales recuperaciones de repertorio belcantista, Anna Bolena, de Donizetti, de 1957, en vivo de la Scala, e Il pirata, de Bellini (Carnegie Hall, 1959, a falta de los célebres de la Scala). Como apéndice debemos mencionar sus reinvenciones de Lucia di Lammermoor, Barbero de Sevilla, Carmen, y otro rescate irrepetible, su Medea, de Cherubini, también en tres ediciones (53, Scala, 57, estudios, y 58, Dallas).

Pero también la sobreviven bibliotecas enteras que pretenden contar desde todos los ángulos posibles su vida, su carrera, sus amores, su intimidad. Ninguna otra cantante lírica ha ocupado tanto a las plumas “del corazón”. Hasta las esposas de sus colegas se han sentido autorizadas a dar su versión de Callas. Al lado de la de su esposo Gian Battista Meneghini, aparece la de la mujer de Pippo Di Stéfano, Callas, mia nemica; la de la Matheopoulos, que explota, como muchas, la relación con Onassis, la de su acólito David Palmer, en versión fílmica, Life and Art of Maria Callas, las de John Ardoin, Gerald Fitzgerald y Sergio Segalini, fieles a su culto y a su oficio crítico, pero sobre todas ellas se eleva siempre el misterio de su vida. ¿Por qué se divorció realmente de Meneghini? ¿Qué vio realmente en Onassis? ¿Cómo “la tigresa de la ópera”, incapaz de ceder ante Rudolf Bing, el amo del MET, negada a cantar ante el Presidente de Italia, capaz de arañar a sus colegas en escena si se atrevían a disputarle su primacía, de insultar a la buenaza de Tebaldi, de protestar los detalles económicos más rigurosos de sus contratos, se dejó embaucar por el pirata griego? ¿Por qué volvió a los escenarios a sabiendas del desgaste de su voz después de 1965? ¿Por qué murió sola en su apartamento? ¿En realidad se suicidó? No hay respuestas ni satisfactorias ni definitivas para estas preguntas, y sus enigmas conforman la esencia de la personalidad Callas.

Queda su película Medea, dirigida por Pier Paolo Pasolini, basada en la tragedia de Eurípides, no en la ópera de Cherubini, que ella desenterrara y la cual permanece como esfinge invencible para sus pretendidas sucesoras. Nadie ha podido con este rol desde que Callas lo abandonara en 1962, luego de unas escalofriantes funciones en la Scala. El film de Pasolini, que contiene lo mejor y lo peor del cineasta italiano (sus close ups dramáticos y su ritmo exasperante), no tuvo demasiado éxito en el momento de su estreno. Hoy es objeto de culto entre los fans de Callas, como testimonio fidedigno de la profundidad histriónica de la artista. Allí es posible descubrir lo que es quizás lo más preciado de su herencia: su voluntad de riesgo. Hay anécdotas que cuentan que ella casi se quemó filmando la escena final, donde la hechicera se inmola junto con sus hijos, no por accidente, sino en busca de la veracidad de la secuencia.

Quedan también sus conciertos filmados, genuinas muestras de la seriedad escrupulosa y la fidelidad a su arte que Callas profesaba. Invalorables son las filmaciones de sus segundos actos de Tosca, con Tito Gobbi. Son los más perfectos de esta ópera que jamás haya visto. Al lado de esto es muy pálida la elegante pero infiel fantasía de su amigo Franco Zeffirelli, el film Callas forever, donde sinceramente no hallamos casi nada de Callas. Cito al periodista Agustí Fancelli, quien en el momento del estreno de la película escribió: “La pregunta es si a los 25 años de la muerte no sería hora de ir separando el mito de la realidad, la historia inventada de la vivencia (…) si no hubiera resultado más útil para quienes no tuvimos ocasión de apreciar su arte en directo un relato verídico por parte de alguien que la conoció y trabajó estrechamente con ella”; pero también lo son el seriado producido por la RAI telenovelando otra vez sus amores con Onassis, e incluso, la célebre obra de teatro Master class, del inglés Terence Mc Nally, que también fantasea con penetrar una atormentada psique de Callas durante el dictado de sus clases magistrales (también grabadas y preservadas videográficamente), asaltada y escindida por sus culpas y fantasmas. Fanny Ardant, Nuria Espert, Norma Aleandro han encarnado a la diva en las tablas, pero ella se mantiene esquiva de la escritura excesivamente melodramática de su autor.

Más cerca del terreno de lo inolvidable, y siempre, en el apartado cinematográfico, permanecen para mí, aquella secuencia inicial de Atlantic City, una ya vieja película de Louis Malle, en la cual vemos fascinados la ablución de los hermosos senos de Susan Sarandon, mientras se escucha la inefable “Casta Diva” en la voz de Callas. Y por supuesto, la estremecedora escena en la que el moribundo Tom Hanks resume su mundo a un atónito Denzel Washington a través de ella cantando “La mamma morta”, de Andrea Chenier, en Philadelphia.






Queda la renovación y ampliación del repertorio operístico, gracias a la recuperación de un estilo de canto que se creía perdido. Sin ella quizás no tendríamos la recuperación de las obras rossinianas ni la ampliación y supervivencia del repertorio belliniano y donizettiano. Sutherland, Caballé, Sills, Gencer, Bartoli, no hubiesen sido posibles sin ella. El estilismo repujado de la australiana, los pianissimi arrebatadores de la catalana, la actuación con el canto sin faltar a la fidelidad musical de la norteamericana, el nervio histriónico de la turca y la perfección técnica de la italiana son las huellas de su herencia en estas cantantes. Sólo que cada uno de estos rasgos distintivos por separado de cada una de estas cantantes, se hallaban reunidos en la Callas.


El auge actual de la puesta en escena, la recuperación del sentido teatral pleno en la ópera, y de allí su impacto visual y mediático también le son deudores. Ella era una cantante-actriz y para ello transformó su propia figura rolliza en la mujer esbelta que le exigían sus heroínas canoras. Para servir a su arte Luchino Visconti, Piero Tosi, Franco Zeffirelli idearon dispositivos escénicos que renovaron el teatro musical. El cuidado y la intensidad de los gestos, la incesante búsqueda de una coloración vocal específica ya no para cada rol sino para cada situación dramática de sus encarnaciones fueron las marcas que pronto hicieron mella en el mundo de la ópera de los años 50, devolviéndole realismo, veracidad dramática, compromiso artístico a un arte que se había convertido en poco más que un circo de pirotecnias vocales o voces hermosas. Callas vino a exigirnos que miráramos más allá. Si los cantantes de hoy deben lidiar con una preparación actoral además de su entrenamiento vocal, la culpa es de ella. La ópera filmada, los excesos y las genialidades de Jean Pierre Ponnelle, Patrice Chereau, Luca Ronconi, Francesca Zambello, Harry Kupfer, Graham Vick, Calixto Bieito o Peter Sellars nacieron del efecto Callas, porque después de ella, la ópera no volvería a ser la misma.

Quedan sus sucesoras/imitadoras: las perseguidoras del efecto de su timbre, artífices de colores oscuros falsos y rebuscados, como si en la peculiaridad instrumental radicara su genio. Son las herederas pobres: Elena Souliotis, Sylvia Sass, Tiziana Fabbriccini, María Dragoni y otras. Y están las herederas afortunadas, las que mientras más buscan su distanciamiento más nos la recuerdan, pues aunque divas auténticas del mundo de hoy, están lejanas aún del genio absoluto de Callas, como Angela Gheorghiu y Anna Netrebko, infectadas en su esencia vocal del terciopelo callasiano, pero de prestaciones mucho más ligeras o modernas.

Falta por mencionar el más importante y duradero de sus legados, precisamente el que más echamos en falta. Al inicio de este trabajo preguntamos cómo hacía Callas lo que la hacía tan especial. ¿Qué es lo tan irrepetible y particular de sus asunciones músico-dramáticas? Sé que otros muchos han dado y darán una respuesta disímil, cada una tan particular como la sensibilidad o criterio de su autor. La mía apenas aspira al mérito de la sencillez: lo más personal de Callas, vale decir, lo que he aprendido a amar más en ella, incluso por encima de la desgarrada intensidad de su canto, es algo estrechamente ligado a ésta. Es eso que líneas arriba anuncié como su voluntad de riesgo.

Callas cantaba siempre como si fuese la última vez. Cantaba como ya es casi imposible que se cante hoy, obnubilada como está la ópera por la obsesión de durar, de hacer fortuna, de encontrar y preservar al cantante perfecto. Y al cantante perfecto ya lo encontramos, y resulta que ante su abundancia, no era tan difícil hallarlo: Rockwell Blake, Cecilia Bartoli, Renée Fleming, Juan Diego Florez, Fischer Dieskau, Joan Sutherland, Birgit Nilsson son todos cantantes mucho más perfectos e irreprochables que María Callas, pero yo extraño, en casi todos ellos, esa voluntad de riesgo extrema que caracterizaba a la Callas. Cantar Elvira, a días de Brünnhilde, no sólo fue obra de Serafín: se requería de una temeridad de acero, que sólo Callas poseía, la misma que transformó su figura rolliza en la esbeltez que desveló las fantasías de Visconti et alia, la misma que le oímos en sus aterradores saltos de octava, en los abruptos y seguramente nocivos cambios de registro e impostación. No era una desatinada o inexperta la que los provocaba, era su intuición genial que no encontraba otra forma de traducir la angustia de Norma, la desesperación de Tosca, la inhumanidad de Medea o Armida, la locura de Lucia o la tisis de Violetta. Lo mismo vale para las mutaciones proteicas de su voz: el hilo en que la transforma en los últimos minutos de Traviata, en comparación con la voluptuosidad de su primer acto, los agotadores legati de su Anna Bolena, su Imogene o sus heroinas verdianas; la manera como casi se destimbraba cuando la asaltaba el sonambulismo de Lady Macbeth, la angelical suavidad de su Amina proveniente de la misma voz que nos aterraba con su feroz Turandot. ¿Cómo fue posible tanta variedad, tanta capacidad camaleónica? Ya no me basta la tesis de su instrumento superdotado ni de su técnica infalible. Me cuadra mejor lo que siento en sus grabaciones: la elección invariable de la vía riesgosa, la despojada de seguridad, la peligrosa y nociva, la que quizás al fin redujo su carrera a poco más de diez años de gloria, pero lo que la mantiene eterna, única, imposible de imitar, treinta años después de su muerte, pero ya a casi sesenta del inicio de su leyenda.

Hoy la perfección inunda los teatros, los monitores, los equipos de sonido, incluso los estadios y las pantallas cinematográficas, pero el riesgo, esa voluntad de ser capaz de perderlo todo por entregarle un fragmento de verdad, de pulpa de lo irrepetible, de grandeza, de revelación, de genio artístico al público, eso mismo que arriesgaron Beethoven, Picasso o Buñuel en sus obras: el abandono de lo sabido y seguro por la originalidad, se extraña con demasiada frecuencia en el actual mundo de la música.


Su ausencia será el sostén de la inmortalidad de María Callas, pues mientras no lo reencontremos nos veremos obligados a recordarla. Y cuando por fin retorne, sabremos sin equívoco que ese fue su legado.


Así perviven los mitos.
A continuación dos momentos antológicos del arte vocal de María Callas. En el primero canta una una de las arias emblemáticas de las divas líricas de finales del XIX e inicios del XX. La ensoñante "Ebben, n'andró lontana", de La Wally de Catalani, y por último, para los fanáticos del cine, y para los nostálgicos del verismo, esa otra confesión de amor y miseria que Callas arrebataba de los repertorios de otras divas, apropiándosela para siempre. Es la estremecedora "La mamma morta", de Andrea Chenier. Escúchalas haciendo click en ellas.


domingo, 9 de septiembre de 2007

Una furtiva Lagrima - Pavarotti

Una delas mejpres prestaciones de Luciano de este rol que le perteneció por décadas.

PAVAROTTI PER SEMPRE





Einar Goyo Ponte

Parece que los ciclos marcan sus leyes de forma más inflexible que el peor yugo. A medida que nos hacemos viejos, una de las aflicciones más ineludibles que nos toca la desgracia de padecer es la de ver partir a nuestros héroes, en dolorosa confesión de su mortalidad, dejándonos en la intemperie de su recuerdo, y con la obligación de su tributo y la honra de su estela.

Así este año 2007 nos ha tocado despedir a grandes figuras del arte y la lírica. Se nos fueron Beverly Sills, Regine Crespin, Michelangelo Antonioni, Ingmar Bergman, Michel Sarrault, Teresa Stich-Randall y ahora, precedido de los siempre aciagos rumores y heraldos de lo inevitable, acaba de callar su voz el más grande de los tenores italianos del siglo XX, y uno de los mayores cantantes de toda la historia del canto: Luciano Pavarotti.

He tenido la fortuna, más de una vez en esta vida, de escribir sobre Pavarotti. Demasiado joven para atestiguarlo en su primera visita a Venezuela -cuando cantara dos de sus roles insignia, el Edgardo de Lucia di Lammermoor, de Donizetti, y su incomparable Rodolfo de La Bohéme, de Puccini, en noches, para sus espectadores, inolvidables, que él alternara con opíparos banquetes en aquel Boulevard de Sabana Grande perdido en el tiempo, delirando por el tropical aguacate, a mitad de los años 70-, pude luego desquitarme en sus tres sucesivas visitas, en conciertos multitudinarios, en 1991, 1998 y 2004, en su Farewell Tour, además de comentar varios de sus discos, libros sobre el cantante, así como sus registros videográficos.

Los primeros testimonios de Pavarotti los tuve a finales de la década de los 70: venía incluído en los venenosos cassettes con los cuales mi mentor de entonces, mi amigo Marcos Arturo Contreras me inoculara el incurable virus de la ópera. Por entonces era el tenor lírico que comenzaba a cobrar fama en el mundo. Ya había seducido al público internacional con su afectuoso Rodolfo, se había convertido en la pareja oficial de la extraordinaria soprano Joan Sutherland, quien, junto a su esposo, el director Richard Bonynge, lo habían inducido al repertorio del bel canto romántico, gracias al cual obtuvo sus mayores éxitos internacionales, sobre todo en aquella aclamada La fille du regiment, de Donizetti, que lo convirtió en EEUU en el “Rey del do de pecho”. Apenas nimbado de esa gloria fue que vino por primera vez a Venezuela. Y en el momento en que su voz grabada llegó a mis oídos, comenzaba a iniciar su giro en el repertorio. Comenzaba a grabar y a abordar en escena roles más dramáticos, que, como siempre, a los críticos les parecían demasiado pesados para su voz. Lo que yo escuchaba era un instrumento diáfano, cargado de morbidez , pero penetrado de algo que nunca tuve la oportunidad de describir y ahora aprovecho: una vehemente melancolía. Eso era lo que a mi juicio distinguía el sonido de Pavarotti. Tenía la solaridad de italianos como Pippo Di Stéfano, uno de sus grandes ídolos, buscaba la suavidad de emisión característica de Beniamino Gigli, otro de sus modelos, mientras que su fraseo y colores expresivos iban en la línea de otros dos ilustres predecesores de su país: Ferruccio Tagliavini y Tito Schipa. Pero en ninguno de ellos existía, al menos no como rasgo distintivo o sobresaliente, esa melancolía vehemente, que podría emparentarse con lo que se ha llamado desde el siglo XIX o antes, la lacrima nella voce (la lágrima o el llanto en la voz), que, sin embargo, en Pavarotti era algo más, como una expansión emotiva, como un temblor auténtico del corazón, como un acento atravesado de sinceridad, de franqueza afectiva, que servía tanto a los personajes impulsivos, valerosos, como a los sentimentales o más irrealmente líricos, otorgándoles una vida, que diría moderna, en contraposición con el hieratismo o el estereotipo clásico heredado de los cantantes antiguos. No había héroes pétreos, enterizos con Pavarotti. Sus Rodolfo, Nemorino, Duque de Mantua, Enzo, Alfredo, Edgardo, Arturo, Cavaradossi o Canio iban más allá del irreprimible ardor de Di Stéfano. Contenían una sugestiva ambigüedad, una ostentosa debilidad que era el atractivo más magnético de sus creaciones. Como un equivalente de esa belleza femenina incrustada en medio de la incontestable virilidad que derrochan Alain Delon o Leonardo di Caprio en el cine, pero traducida a la música.
Durante más de diez años fui atesorando sus grabaciones: persiguiéndolas incluso fuera del país, tratando de contagiar a otros amigos de la fascinación por esa voz prodigiosa, de tan irresistible luz, de tan embriagadora mediterraneidad. La década entera de los 80 fue la de su consagración como divo moderno de la ópera: en ellos registró su hermoso video de arias religiosas desde Canadá, realizó el excepcional concierto al lado de Joan Sutherland y la mezzosoprano Marilyn Horne, en el Lincoln Center, en lo que ha sido catalogado como uno de los conciertos más importantes del siglo; abordó el rol protagonista masculino de óperas como La Gioconda, Tosca o Aida, y realizó un buen puñado de sus mejores grabaciones: su Sonnambula, al lado de Joan Sutherland, que le devuelve su verdadera estatura de rol cima del bel canto al personaje de Elvino, hasta el momento no hay otro registro discográfico similar de ese título; su Mefistofele, de Arrigo Boito, en el que hace una verdadera recreación del personaje de Fausto (insuperable su aria final “Giunto sul passo estremo”), su Andrea Chenier, con Montserrat Caballé, llena de dúos encantadores, y un par de discos de recital también de importancia histórica. El Verismo arias, donde anunciaba los nuevos nortes de su carrera, y un hito discográfico, Pavarotti premieres, donde acompañado de Claudio Abbado, recuperaba arias, oberturas y preludios inéditos, dados por perdidas, alternativas o recuperadas de Giuseppe Verdi. Todo un redescubrimiento y un extraordinario aporte al repertorio del mayor compositor operístico italiano. Quizás en menos relevancia, pero pronto convertidos en grandes éxitos populares, deben mencionarse sus dos discos de canciones napolitanas, O sole mío, continente de las canciones que luego se convertirían en otras de sus insignias, y Passione, cuyos arreglos revelaban la directa filiación entre esta música y el belcanto.

Las portadas de las revistas Time y Newsweek, y la manera como se abarrotaban sus presentaciones en el Metropolitan Opera House, San Francisco, el Covent Garden y la Scala de Milán lo fueron convirtiendo cada vez más en un fenómeno mediático. Se alimentó una supuesta rivalidad entre él y Plácido Domingo, la cual animó las fantasías de los operófilos de todo el mundo, para desinflarlas apoteósicamente el año en que todo daría el vuelco definitivo. 1990.

Fue el año del mundial de Futbol de Italia. Y en una idea genial de empresarios, medios y artistas se produjo el célebre concierto llamado de “Los tres tenores”. Plácido Domingo, José Carreras y Luciano Pavarotti cambiaron el rostro de la llamada música culta, convirtiéndola, por virtud de aquel acto absolutamente carismático, excepcional, nunca visto, en un fenómeno de masas. Millones de espectadores que jamás habían escuchado una nota de ópera, que quizás sólo conocían las figuras mudas de los cantantes en carteles, revistas o vitrinas, sintieron de repente suyas las arias más espléndidas de Tosca, Rigoletto, Le Cid, Turandot, zarzuelas, canciones napolitanas y el deslumbrante “O sole mío”, entre muchos otros fragmentos de la música lírica y popular, con los cuales las tres voces enlazaron al mundo en un solo oído y una sola admiración. Allí logró Pavarotti dos magias que se convertirían en auténticas marcas de fábrica de su estilo y de su figura: el propio “O sole mio”, al cual le adicionó un escalofriante trino sobre algunas de sus notas más agudas, con lo cual ya no pudo dejar de interpretarla de esa manera, y el heroico “Nessun dorma”, de la Turandot, de Puccini, el cual el tenor interpretaba, sin poseer el color ni el volumen tradicionalmente asignados al aria, con un esmalte y una convicción impresionantes, ribeteados por la forma absolutamente insolente de emitir el si natural final de esta aria, sostenida más allá de lo acostumbrado, logrando un efecto impactante sobre el público. Pavarotti logró colocar esta aria en los primeros lugares del hit parade en casi todo el mundo, pues, como nunca antes, la gente llamaba a las emisoras radiales para pedir que la transmitieran, una vez editado el disco y el video del concierto de Caracalla, el cual, huelga decirlo, también se convirtió en un inédito éxito de ventas y difusión mundiales. A partir de allí, lo que había sido promocionado como una ocasión única e irrepetible, se transformó en un espectáculo que recorría el mundo: Los Angeles, Nueva York, Tokio, Rio de Janeiro, París, Vancouver los recibían cada vez con menos entusiasmo: no se percataron de que aquello irrepetible, mil veces reeditado, era lo más parecido a un engaño. El de Los Angeles 94 fue demasiado hollywoodense, y en París 98, en el último mundial del siglo XX, hubo poca música francesa, la tour Eiffel como fondo aportó encanto, pero ya la magia había desaparecido.




Sin embargo, Pavarotti pudo aprovechar hasta el máximo la vena de los conciertos masivos. En el inicio de ellos fue que lo recibimos por segunda vez, en el Poliedro de Caracas. Venía del Hyde Park, del Madison Square Garden, de comenzar a llenar estadios de Futbol, y a seducir con su mezcla bien preparada de ópera, canciones populares italianas, napolitanas, musicales y simpatía a públicos que jamás pisaron un teatro de ópera. Se le criticó el uso del micrófono, la vana masificación de la música, la supuesta estafa que implicaba dar un concierto multitudinario sólo con pedacitos de un universo vasto y complejo como es la ópera. Sobre estos argumentos escribí en la reseña de su inolvidable concierto que la electrónica y los microchips están allí para todos, y que si la fascinación que suscitaba el tenor dependiera de ellos habría miles de Pavarottis, pero la seducción de su timbre era única e irreductiblemente suya.

Parecía, sin embargo, que el tenorissimo prefería ahora esos espacios abiertos y masivos a los teatros de ópera. Aminoró considerablemente la expansión de su repertorio. Y las pocas adiciones que hizo no le granjearon demasiada fortuna (Pollione, de Norma, Otello y Don Carlos: el primero terminó en una grabación muy bien intencionada pero intrascendente, donde él sin embargo aporta lo más notable; el segundo fue también asumido sólo para los estudios y algunos conciertos, y el último le valió una sonora pita del feroz público de la Scala de Milán). Redujo sus encarnaciones: sólo sobrevivieron su Nemorino, su Mario Cavaradossi, cuyo “E lucevan le stelle” le propiciaba largas ovaciones, y su extraordinario Riccardo de Un ballo in maschera, que cantaba con pasión casi desde sus inicios.


Y para confirmar esta distancia se dio, alentado por su nueva esposa, Nicoletta Mantovani -causa de un sonado pleito de divorcio con su primera mujer Adua-, a la filantropía. Así nacieron los espectáculos Pavarotti & friends, donde el tenor alternaba con las más rutilantes figuras del mundo del rock, pop y soul. Sting, Zucchero, Lucio Dalla, Bono, Jon Secada, James Brown, Eric Clapton, Mariah Carey, Jovanotti, Gloria Estefan, Celia Cruz, Ricky Martin, Caetano Veloso, Gianni Morandi, Brian May, B.B. King, Andrea Bocelli, Bryan Adams, y un largo etcétera protagonizaron con él unos siempre extrañísimos conciertos donde él cantaba, casi siempre en italiano, la música pop de sus invitados, y ellos intentaban encaramarse a las arias de ópera o napolitanas con que él jocosamente los retaba. Ora gran espectáculo de humor, ora festival de gazapos y piraterías, ora hallazgos inolvidables, estos conciertos llevaban conforto a víctimas de desastres, de la guerra, a las víctimas del hambre en Africa o en Guatemala y terminaron de convertir al inmenso tenor en una figura universal, ahora conocida incluso por los públicos más jóvenes e irreverentes. Pavarotti era ahora una empresa productora de música, entretenimiento y mucho dinero.

Fue así cómo empezamos a extrañarlo. Cuando volvió a Venezuela seis años después de su concierto en el Poliedro, ya había comenzado a ser el recuerdo de sí mismo. Yo creo que él era perfectamente consciente de ello. Por eso, escogió ese último derrotero para su carrera, como una larga e inteligente despedida. Sus conciertos de entonces eran tributos a su pasado. Como las últimas exhibiciones de una de las maravillas del mundo en trance de desaparecer. Ese largo y amable adiós lo rubricó con lo que sería su última producción discográfica, el Cd Ti adoro, sin un aria de ópera, y un repertorio casi absolutamente inédito al estilo del llamado crossover, como el cultivado por Bocelli, pero infinitamente mejor cantado, con todas las técnicas modernas de grabación. Se había convertido en un cantante popular, excepcional, dueño de una voz aún totalmente prodigiosa. Ya estaba en el ápice de lo inolvidable. Podía retirarse sin remordimientos. Así emprendió su Farewell Tour, que nos lo trajo por última vez a Venezuela en 2005. Entonces escribí algo casi sacrílego, pero inmejorable para describir lo que presenciamos: escuchar a Pavarotti ahora es como contemplar las ruinas de la Acrópolis, de Palmira o el Coliseo: el vestigio de algo inconmensurablemente bello que ya no está pero conserva intacta su fascinación y aroma del pasado. Yo lo aplaudí con la misma emoción con que lo escuché en aquellos primeros cassettes que la vida me puso delante.


Entonces vino la enfermedad y el silencio de dos años que precedió a este desenlace y a esta tristeza. Por fortuna, su voz tenía ya la materia de la inmortalidad desde su inicio. Echaremos de menos su figura dionisíaca, sus pañuelos irreverentes, su sonrisa de muchacho, el magnetismo que nos prendía apenas entraba al escenario, el desenfado con el que se concebía a sí mismo, tan distante de lo que creíamos esperar de un divo de la ópera. Pero su voz no. Ella se nos metió en el corazón desde el mismo primer instante que la escuchamos, transportada en esa luz inextinguible que la cruzaba, en ese temblor emotivo que nos contagiaba, en la felicidad irreprimible de que nos hacía partícipes inmediatamente. El hizo que fuese un privilegio vivir en la segunda mitad del siglo XX, para escucharlo y entender casi instantáneamente aquello para lo cual no era necesario que se nos fuese: que no habría nunca nadie como él.

Arrivederci Luciano. Desde ahora, como los más grandes, sólo cantarás cada vez mejor.