Einar Goyo Ponte
Lorin Maazel, con sus más de sesenta años de carrera musical, visitándonos a sus 77 de edad, al frente de nuestra Sinfónica de la Juventud Venezolana Simón Bolívar, visita Venezuela, si mis archivos no me fallan, al menos por quinta vez. Lo he atestiguado en tres de ellas: en el podio de la Sinfónica de Cleveland, en el de la de Pittsburgh y ahora.
Es ante todo un privilegio. Maazel es una de las batutas más importantes del mundo, y eso por más de 40 años. Ha trabajado con más de 150 orquestas en el planeta. ¿Qué truco o secreto no estará a su alcance? ¿Qué detalle sonoro, qué matiz o intensidad puede escapársele de cuerda, trompa o percusión alguna? De hecho la cohesión sonora exhibida por la OSJVSB este domingo 23, fue excepcional y marmórea. Así lo testimoniaron desde la Fantasía Romeo y Julieta, de Tchaikovsky, tocada con dramática contundencia. Hoy prefiero la poesía sugerente e irisada que Claudio Abbado exprime en esta obra, con la misma orquesta, pero fue inapelable la morbidez maazeliana.
Enseguida nuestra virtuosa del piano, Gabriela Montero salió a escena para ofrecer junto al director la lectura más potente y densa que haya escuchado del archi famoso Concierto para piano y orquesta en la menor, Op. 16, del noruego Edvard Grieg. Con un sonido muy mejorado, el piano de la Sala Ríos Reyna, respondió a los pulsos pausados, expansivos, y a las octavaciones poderosas, arpegios y trinos de insolente brillo. Así, pianista y director se esforzaron por hacer sonar más profunda una partitura hermosa, pero de expresividad inmediata, amparada en una estructura temática simple de dos o tres temas por movimiento, afines entre sí. La digitación perfecta y avasallante de la Montero y la fruición por el color de Maazel sellaron una eximia ejecución, que la tecladista rubricó con un hermoso homenaje a Aldemaro Romero, improvisando sobre su Quinta Anauco, en jugosa mezcla con El choclo y Los mareados, célebres tangos, evocadores de aquellas simbiosis latentes siempre en su música.
La segunda parte pertenecía al arte orquestal de Lorín Maazel. Cultivador de la música de Bela Bartók, estas Danzas de Galanta, de su amigo Zoltán Kodaly, son como vendimias fructíferas para su batuta. El goce melódico, la atracción sonora, el juego de colores y ritmos llenaron la sala. Pero fue apenas un preludio para la cumbre de la velada: la Suite No. 2, del ballet Daphnis & Chloe, de Maurice Ravel, con su sensualísima recreación del amanecer en una isla egea, el amor entre la ninfa y el fauno, la voluptuosidad de la naturaleza y la enervante bacanal que cierra la obra. Todo fue estampado con colores fuertes, casi fauvistas, por la batuta mórbida, de sonoridades plenas, abandonos melódicos y exactas improntas tímbricas, como en los pasajes iniciales de las flautas o la danza ascendente y envolvente del final con metales, percusión y cuerdas devaneando de los unísonos a los combates. Pocas veces llega la música a asemejarse tanto a incesantes relámpagos de luz cegadora como en esta lectura de Maazel y la Sinfónica Simón Bolívar.
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