sábado, 23 de febrero de 2008
PUPILOS DE MIRELLA FRENI
Einar Goyo Ponte
Mirella Freni es una de las cantantes más importantes del siglo XX. Como soprano lírica se fue nutriendo desde su Modena natal, donde inició carrera con el gran Luciano Pavarotti. Desde temprano se adueñó del rol de Mimí en La Bohéme pucciniana, pero su voz corposa, de timbre sensualmente aterciopelado fue ganando espacios más dramáticos en el mismo repertorio pucciniano, como Butterfly, Tosca y Manon Lescaut; en Verdi, como Traviata y la Desdémona de Otello; en el repertorio francés con Fausto, Romeo y Julieta, Manon, e incluso el último tercio de su carrera activa lo desarrolló encarnando a las heroínas de las óperas rusas de Tchaikovsky. La suya es una voz sin fisuras, plena en su registro, de honda vibración y volumen, y de colores sensuales e impresionantemente homogéneos.
Después de una trayectoria vocal de más de 30 años, la Freni se ha dedicado a la enseñanza. Y ahora protagoniza junto con el Sistema de Orquestas Juveniles e Infantiles de Venezuela un gran proyecto que involucra a Italia y a nuestro país, para producir, a través del canto, un movimiento semejante al logrado por José Antonio Abreu con sus orquestas. El Puente del bel canto y el Centro Universal del Bel Canto son los poderosos nombres que designan esta nueva empresa de docencia y superación social, cuyos primeros pasos fuimos a atestiguar el pasado domingo 17 de febrero en la sala José Felix Ribas del Teresa Carreño.
No obstante, antecedentes, nombres y misiones incluidas, no salimos muy convencidos de esta primera experiencia. Básicamente por dos factores: el primero, la distancia entre la figura magistral de Freni y los resultados en los jóvenes cantantes. Demasiados errores de estilo, de técnica vocal, de emisión, de registro, de fraseo musical, de poca dotación para el arte de la ópera (quizás otros estilos del arte vocal sí); y segundo: nunca aceptaré que esa mediana representación de 9 cantantes son lo más granado, prometedor y facultado de nuestro universo vocal. ¿Dónde están las voces de los últimos montajes líricos nacionales? ¿Dónde las voces de la provincia, de Maracaibo o Barquisimeto, cuyas tradiciones de producción de notables voces tiene, por ejemplo, en Aquiles Machado, un irrefutable ejemplo?
En su lugar vimos a dos cantantes ubicados como barítonos cuando su color vocal y fonación denuncian otra cosa, a una soprano muy joven, de muy bella voz, pero cuya prestación mozartiana no supera lo que nuestros maestros de estilo ya han confirmado magistralmente desde hace años en nuestro medio, dos tenores, uno de ingratos timbre y técnica, que le evaden la asunción de grandes roles y otro, pura facultad, pero sin atisbo de tradición ni de inquietud interpretativa, y por último dos cantantes ya profesionales, Katiuska Rodríguez y Franklin de Lima, con sus sólitas fortalezas y carencias.
A su lado, la Freni invitó a dos de sus alumnos internacionales, que son abrumadoramente la otra cara de la moneda: voces absolutamente operísticas (volumen, extensión, potencia de emisión), técnica sólida, seguridad interpretativa, aunque estilísticamente no irreprochables, la soprano coreana Hyun Kyung Son, y el bajo ruso Ziyan Afteh, voces notables y hermosas, que enseguida, aunque Son apuró la expresión de su Mimí, y Afteh naufragó un poco en el estilo mozartiano, eclipsaron a las nuestras, que lucieron excesivamente imberbes.
Pablo Castellanos acompañó con mucho esmero a las jóvenes voces, al frente de la Orquesta Simón Bolívar.
Esperemos que se trate más de impaciencia que de decepción, esta primera impresión del nuevo movimiento de Integración por el Bel Canto, y que el arte de Mirella Freni termine imponiéndose.
Aquí la recordamos en la arrobadora aria “O mio bambino caro”, del Gianni Schicchi, de Giácomo Puccini. Haz clic y óyela.
DESPUES DE ROMEO Y JULIETA
Einar Goyo Ponte
Creo que con toda justicia, la Obertura fantasía Romeo y Julieta, de Tchaikovsky es la más famosa y popular de todas las obras musicales dedicadas a lo que es posiblemente la historia de amantes más universal jamás escrita. No la aventajan ni la sinfonía de Héctor Berlioz, ni las óperas de Bellini, Vaccai o Gounod (tal vez la más feliz musicalmente hablando), ni la versión de ballet de Prokofiev, mientras que se le acerca la versión urbana de Leonard Bernstein en su West Side Story. Pero la garra de los temas de Tchaikovsky, su poderosa síntesis narrativa y su atractivo emocional, le dan un sitial de privilegio. Sin embargo, ello comporta sus riesgos, a la hora de su interpretación.
Todos conocemos la historia de los amantes de Verona. Allí radica su gloria y su peligro. Para mí el paradigma de lectura de esta obra musical es la Claudio Abbado, ya lo he escrito antes, y una de las razones es que, como logra Baz Luhrmann, en su célebre versión cinematográfica, con Leonardo Di Caprio y Claire Danes, y Bernstein con su musical de Broadway, junto al libreto de Stephen Sondheim, nos cuenta la historia como si nunca hubiésemos oído de ella, y así nos hace emocionarnos, apesadumbrarnos, llorar con su música. Eduardo Marturet, este domingo 10, en el Aula Magna de la UCV, con la Orquesta Sinfónica de la Juventud Venezolana Simón Bolívar, escogió la esquina opuesta: la interpretó intuyendo que todos la sabíamos de memoria, por lo cual cada acorde sonó en su sitio, cada estallido, cada ímpetu melódico, pero descubriendo de a poco un fresco ya pintado, no pintándolo. Así los amantes protagonistas podían ser Laura y Petrarca o Supermán y Luisa Lane, pero no los apasionados, trágicos, símbolos del amor imposible por obra del destino, que Tchaikovsky entendió en Romeo y Julieta.
El programa continuó con una espléndida versión del Concierto para trompeta y orquesta, del compositor armenio Alexander Arutunian (n. 1920), que escucho por primera vez en nuestras salas, pero conozco a través de una brillante versión de Arturo Sandoval en un disco de 1994. Nuestro solista fue el virtuoso Francisco Flores, quien lo tocó de manera soberbia e impecable, con total limpieza y destello en las agilidades, sereno y melódico en la sección lenta y vivaz en los temas folklóricos que la obra privilegia. Como bis se trajo un cuatro que dio al primer violín y llamó un contrabajista para dar una versión del Patas d’hilo, de Carlos Vieco, casi de vértigo, pues la misma, original para violín, trasladada a la sonoridad masiva y de exigente aliento de la trompeta fue extraordinaria.
Marturet volvió por sus fueros con una ejecución rebosante de estilo y equilibrio de la Sinfonía No. 1, de Johannes Brahms, declaración de amor otoñal, de un hombre de 43 años al género sinfónico, y a su temible modelo Beethoven. Así la obra posee toda la madurez, la pasión, la cautela, la entrega franca e incluso los miedos de un hombre ya más que maduro, solo, enamorado platónico de la célebre esposa de su aún más célebre colega y amigo Robert Schumann, vertidos en música. El maestro Marturet ribeteó un Andante sostenuto, de gran delicadeza, y unos oscilantes (y este es el estilo brahmsiano) entre la luz y la sombra, la contención y la expansión, movimientos extremos, perjudicados un ápice, no sé si por una deficiencia acústica o el toque más bien seco, excesivamente staccato, de la percusión, que yo concibo más resonante y mórbida, como los desarrollos melódicos.
Pero esa discusión musical es lo que hace irrepetibles los conciertos y permite la dinámica de estas crónicas.
domingo, 10 de febrero de 2008
DE CAMARA EN ANAUCO
Einar Goyo Ponte
La Quinta de Anauco queda muy cerca de mi casa, por ello una de las causas de que me guste el inicio desperezador de cada año es que ante las vacaciones de las orquestas y el bajo perfil del quehacer musical caraqueño, la vieja hacienda colonial se yergue como tabla de salvación de los melómanos citadinos, que no entienden un domingo sin un poco de Beethoven o Mozart en los oídos. Y así, esos primeros meses con música de cámara se hacen una refrescante y puntual rutina, con el feliz aliciente de estar casi en la misma vecindad, lo que les da un sabor casi doméstico, como la mano que nos estrecha en cariñoso hábito o el desayuno dominical que nos aguarda fiel al final del sueño.
En esta ocasión, sostenidos por una nueva serie de la Orquesta Sinfónica Venezuela junto a la emprendedora Asociación Cultural Pro Música de Cámara, asistimos al recital de dos solistas: la pianista Ana María Otamendi y el violinista Aquiles Hernández, ambos miembros de la orquesta septuagenaria.
Otamendi exhibe un currículum realmente impresionante: además de sus primeros premios en más de cinco concursos pianísticos, su trayectoria como músico ejecutante y su docencia, es científica, con artículos y tesis sobre enjundiosos temas de geofísica. Nos deleitó, en su participación como solista, con una muy correcta versión del Andante spianato y gran polonesa brillante, Op. 22, de Frederic Chopin, en su versión para piano solo, desde luego, y en la que desplegó gran dominio de la melodía melancólica, mórbida del compositor, pero no del indispensable devaneo de los rubati, tan marca de su fábrica, en la Polonesa. Hablo de los recursos mediante los cuales el pianista se adelanta o retrasa, según la expresión, en una figuración rítmica, y que Chopin intercalaba para darle sensualidad al compás demasiado marcado, militar o bailable que venía de sus polonesas, valses o mazurcas, y en las que él deseaba intenciones más intimistas o patéticas. Otamendi, no obstante, concluyó con contundencia su ejecución.
Por su parte, Hernández se decantó con una meritoria lectura de la Chacona, de la Partita No. 2, de Juan Sebastián Bach, cuidada y tensa. Pieza difícil por su intensidad y complejidad, fue trabajada por Hernández con sumo respeto y celo, que echamos de menos en el Beethoven posterior.
Sin embargo, las prestaciones más interesantes de la mañana eran aquellas donde ambos solistas se ensamblaron para dar comprometidas interpretaciones. En la primera de ellas, el violinista presentó una hermosa obra suya, Rapsodia de un polo, en la cual mezcla varios estilos “clásicos” (románticos, brahmsianos, debussyanos) con la nobleza y melancolía de la melodía del polo margariteño, logrando un expresivo y tocante resultado. Es un logro dentro de esa búsqueda de lo introvertido del alma venezolana, que tanto he reclamado en anteriores oportunidades, y que pocas veces nuestros autores deciden explorar.
Y luego cerraron el concierto con una involucrada versión de la Sonata “Kreutzer”, de Beethoven, donde Hernández resbaló víctima de su afinación no irreprochable, pero logró apoyarse en el pianismo mucho más diáfano y preciso de Otamendi, para dar ambos sus mejores momentos en la entrega de las variaciones 1, 3 y 4, del 2º. Movimiento, realmente excelentes, y una tarantella final graciosa y casi desenfadada.
Nadie me acompañaba ese domingo, pero la nostalgia y la soledad se hicieron más ligeras allí compartiendo con anónimos amigos ese remanso de música que la Quinta de Anauco nos depara, oculto en el propio corazón de la ensordecedora metrópoli. Serenas magias urbanas, a las cuales quizás debamos nuestra pertinaz y citadina supervivencia.
En esta ocasión, sostenidos por una nueva serie de la Orquesta Sinfónica Venezuela junto a la emprendedora Asociación Cultural Pro Música de Cámara, asistimos al recital de dos solistas: la pianista Ana María Otamendi y el violinista Aquiles Hernández, ambos miembros de la orquesta septuagenaria.
Otamendi exhibe un currículum realmente impresionante: además de sus primeros premios en más de cinco concursos pianísticos, su trayectoria como músico ejecutante y su docencia, es científica, con artículos y tesis sobre enjundiosos temas de geofísica. Nos deleitó, en su participación como solista, con una muy correcta versión del Andante spianato y gran polonesa brillante, Op. 22, de Frederic Chopin, en su versión para piano solo, desde luego, y en la que desplegó gran dominio de la melodía melancólica, mórbida del compositor, pero no del indispensable devaneo de los rubati, tan marca de su fábrica, en la Polonesa. Hablo de los recursos mediante los cuales el pianista se adelanta o retrasa, según la expresión, en una figuración rítmica, y que Chopin intercalaba para darle sensualidad al compás demasiado marcado, militar o bailable que venía de sus polonesas, valses o mazurcas, y en las que él deseaba intenciones más intimistas o patéticas. Otamendi, no obstante, concluyó con contundencia su ejecución.
Por su parte, Hernández se decantó con una meritoria lectura de la Chacona, de la Partita No. 2, de Juan Sebastián Bach, cuidada y tensa. Pieza difícil por su intensidad y complejidad, fue trabajada por Hernández con sumo respeto y celo, que echamos de menos en el Beethoven posterior.
Sin embargo, las prestaciones más interesantes de la mañana eran aquellas donde ambos solistas se ensamblaron para dar comprometidas interpretaciones. En la primera de ellas, el violinista presentó una hermosa obra suya, Rapsodia de un polo, en la cual mezcla varios estilos “clásicos” (románticos, brahmsianos, debussyanos) con la nobleza y melancolía de la melodía del polo margariteño, logrando un expresivo y tocante resultado. Es un logro dentro de esa búsqueda de lo introvertido del alma venezolana, que tanto he reclamado en anteriores oportunidades, y que pocas veces nuestros autores deciden explorar.
Y luego cerraron el concierto con una involucrada versión de la Sonata “Kreutzer”, de Beethoven, donde Hernández resbaló víctima de su afinación no irreprochable, pero logró apoyarse en el pianismo mucho más diáfano y preciso de Otamendi, para dar ambos sus mejores momentos en la entrega de las variaciones 1, 3 y 4, del 2º. Movimiento, realmente excelentes, y una tarantella final graciosa y casi desenfadada.
Nadie me acompañaba ese domingo, pero la nostalgia y la soledad se hicieron más ligeras allí compartiendo con anónimos amigos ese remanso de música que la Quinta de Anauco nos depara, oculto en el propio corazón de la ensordecedora metrópoli. Serenas magias urbanas, a las cuales quizás debamos nuestra pertinaz y citadina supervivencia.
De la Sonata "Kreutzer" hemos seleccionado el Tema con variaciones, en la versión de Itzhak Perlman y Vladimir Ashkenazy, en el violín y el piano, respectivamente, para que observen el delicado arte de la variación en las manos de Beethoven. Hagan click aquí abajo.
viernes, 8 de febrero de 2008
VERBENA, MORCILLA Y SONIDO
Einar Goyo Ponte
La Zarzuela podría calificar más rápidamente como categoría de pieza de museo que la misma ópera, por aquellos que las entienden como artes anacrónicos. La ópera, con todo, toca temas e historias universales. La Zarzuela, que comenzó siendo una versión hispana de la ópera, fue encontrando caminos distintos que la llevaron al desarrollo afortunado de algo llamado “Género chico”, y que no es más que la puesta, en su particular formato, del tradicional sainete con privilegiación de lo doméstico y local, a veces en el límite más parroquial. Por paradoja o reflejo inmediato, es una de las formas más populares, por cuanto que el espectador (al menos el de herencia hispánica) se identifica con una cotidianidad muy semejante a la suya, así como por su pintoresquismo.
Por ello la Zarzuela requiere indispensablemente un conocimiento profundo del estilo para su montaje y ejecución, y La verbena de la Paloma, de Ricardo de la Vega y Tomás Bretón, representada el pasado fin de semana en el Aula Magna de la UCV, así lo dejó entender, pues esos tipos castizos, tan definidos por su habla y costumbres, no permiten desvíos ni inexactitudes. En ese sentido, el montaje de Javier Vidal fue irreprochable, dejando al recurso de representarla como si fuese un ensayo en un renglón secundario. Mucho más encomiable fue el respeto por los acentos, dicciones, aspectos visuales y tradiciones, hecho extensivo a la preparación musical. Fue una Verbena, genuinamente madrileña, llena de nostalgia y buen humor.
Diestros ya en la economía y en la efectividad escénica, sus colaboradores Enrique Berrizbeitia (escenografía), Silvia Vidal (vestuario) y Carolina Puig (iluminación) ribetearon este viaje en el tiempo.
Ello hace más penoso aún que el trabajo de sonido no haya estado a la altura de la puesta en escena. Tremendamente desbalanceado, cumplía con la importante misión de transmitirnos con nitidez los diálogos y el trabajo actoral, pero pervirtió hondamente la prestación musical. La Orquesta Sinfónica Municipal, dirigida por Rodolfo Saglimbeni era casi inaudible, la Coral de la Facultad de Odontología de la UCV sonó exigua, mientras el taconeo, brillante, así como el garbo y el arte, de Siudy Garrido y su Ballet Flamenco, se apoderaban de la acústica, con desmedro de los importantes pasajes de conjunto. Al final, audibles, sí, pero con escasa potencia, color e incisividad. A pesar de ello pudimos disfrutar de la veteranía consumada de Cayito Aponte como Don Hilarión, la versatilidad de la Seña Rita de Lucy Ferrero, el canto sentimental de Fernando González, el buen hacer de Elizabeth Almenar y Giovanna Sportelli como Susana y Casta, y el atinadísimo Julio Felce como Don Sebastián.
Dueños del estilo y de los resortes del gracejo atestiguamos a la desbordada Tía Antonia de Morella Calanche, los secundarios, con maravilloso texto para lucirse, de Blas Hernández, Lenín Mendoza, José Miguel Dao, Tony Bittar, Jesús Hernández, Elías Marín y el resto del elenco, con nota aparte para el trabajo casi arqueológico de madrileñismo y picaresca de Alejo Felipe, como el Tabernero, y la intervención del propio Javier Vidal como el inspector insertando con genial puntería la morcilla (la línea improvisada alusiva a la realidad del entorno actual) tan inherente a la Zarzuela, como la misma música. Su inesperada memoria de la frase universal pronunciada por el Rey Juan Carlos literalmente paró la función, por las enormes carcajadas que suscitó. No olvidamos, el estilo y el sabor español del pianista Ricardo Gómez, crucial en la escena del cuadro flamenco.
Perfecta recreación de otra época y otra topografía. Extraordinario logro en teatro.
Por ello la Zarzuela requiere indispensablemente un conocimiento profundo del estilo para su montaje y ejecución, y La verbena de la Paloma, de Ricardo de la Vega y Tomás Bretón, representada el pasado fin de semana en el Aula Magna de la UCV, así lo dejó entender, pues esos tipos castizos, tan definidos por su habla y costumbres, no permiten desvíos ni inexactitudes. En ese sentido, el montaje de Javier Vidal fue irreprochable, dejando al recurso de representarla como si fuese un ensayo en un renglón secundario. Mucho más encomiable fue el respeto por los acentos, dicciones, aspectos visuales y tradiciones, hecho extensivo a la preparación musical. Fue una Verbena, genuinamente madrileña, llena de nostalgia y buen humor.
Diestros ya en la economía y en la efectividad escénica, sus colaboradores Enrique Berrizbeitia (escenografía), Silvia Vidal (vestuario) y Carolina Puig (iluminación) ribetearon este viaje en el tiempo.
Ello hace más penoso aún que el trabajo de sonido no haya estado a la altura de la puesta en escena. Tremendamente desbalanceado, cumplía con la importante misión de transmitirnos con nitidez los diálogos y el trabajo actoral, pero pervirtió hondamente la prestación musical. La Orquesta Sinfónica Municipal, dirigida por Rodolfo Saglimbeni era casi inaudible, la Coral de la Facultad de Odontología de la UCV sonó exigua, mientras el taconeo, brillante, así como el garbo y el arte, de Siudy Garrido y su Ballet Flamenco, se apoderaban de la acústica, con desmedro de los importantes pasajes de conjunto. Al final, audibles, sí, pero con escasa potencia, color e incisividad. A pesar de ello pudimos disfrutar de la veteranía consumada de Cayito Aponte como Don Hilarión, la versatilidad de la Seña Rita de Lucy Ferrero, el canto sentimental de Fernando González, el buen hacer de Elizabeth Almenar y Giovanna Sportelli como Susana y Casta, y el atinadísimo Julio Felce como Don Sebastián.
Dueños del estilo y de los resortes del gracejo atestiguamos a la desbordada Tía Antonia de Morella Calanche, los secundarios, con maravilloso texto para lucirse, de Blas Hernández, Lenín Mendoza, José Miguel Dao, Tony Bittar, Jesús Hernández, Elías Marín y el resto del elenco, con nota aparte para el trabajo casi arqueológico de madrileñismo y picaresca de Alejo Felipe, como el Tabernero, y la intervención del propio Javier Vidal como el inspector insertando con genial puntería la morcilla (la línea improvisada alusiva a la realidad del entorno actual) tan inherente a la Zarzuela, como la misma música. Su inesperada memoria de la frase universal pronunciada por el Rey Juan Carlos literalmente paró la función, por las enormes carcajadas que suscitó. No olvidamos, el estilo y el sabor español del pianista Ricardo Gómez, crucial en la escena del cuadro flamenco.
Perfecta recreación de otra época y otra topografía. Extraordinario logro en teatro.
Regalamos aquí el sabroso Preludio de la zarzuela. Haz click abajo
EL FENOMENO DUDAMEL
Einar Goyo Ponte
El de este pasado domingo no fue un concierto habitual. Afuera del Aula Magna de la UCV, donde éste se realizó, lo que se vivía era una verdadera efervescencia, un público a rebosar que excedió las capacidades de los guías de sala para garantizar el paso al auditorio, mientras alrededor de las inmensas colas para entrar, que estorbaban el sólito entrenamiento de bailarines de salsa o capoeira, deambulaban los desesperados buscando las entradas agotadas días atrás. Cuando media hora después, entramos a la sala, vimos un Aula Magna repleta de un público en el cual la farándula se daba la mano con intelectuales, escritores, músicos populares, clásicos que se detectaban a cada punto cardinal. ¿Y cuál era la causa de este fenómeno, rara vez visto en este medio académico? Era la primera presentación del año de Gustavo Dudamel.
Este joven, empapado de éxitos internacionales, con la carrera de director más fulgurante de la historia de la música venezolana, definitivamente excita pasiones y atrae a públicos no habituales a la música clásica, y eso es un logro muy importante.
Lo acompañaba otro de nuestros orgullos nacionales, el contrabajista de la Filarmónica de Berlín, Edicson Ruiz, quien, sin embargo, esta vez no las tuvo todas consigo. Coincido con el escritor Patrick Süskind en que el contrabajo es un instrumento muy ingrato, con muy poca historia concertística, y escasísimas páginas brillantes para su ejecución. El Concierto, Op. 3, de Serge Koussevitzky no desmiente esta apreciación. De melancólico melodismo, es una obra que carece de contraste, y de coherencia. La ejecución desangelada (a ratos el espectáculo de ver al solista desparramado sobre el enorme instrumento era chocante de ver) de Ruiz tampoco ayudó a disipar el juicio literario.
Por su parte, Dudamel se comportó a la altura de su fenómeno de público (a pesar de la terquedad de la audiencia por arruinar el concierto con los celulares, incluso después de su encarecido y justificado pedido de que se apagaran). Una obertura Candide, de Leonard Bernstein, brillante, ágil, de engranajes perfectos, sirvió de espléndido abreboca.
Pero el momento cumbre del concierto fue, sin duda, alguna, la extraordinaria lectura de la Sinfonía Patética, de Peter Ilyich Tchaikovsky. Hasta ahora, la mejor ejecución y más personal de las escuchadas por quien suscribe, a Dudamel, en título alguno. Un primer movimiento dirigido con la misma pasión de una Fantasía Romeo y Julieta, desgarrador, con todo el pathos agresivo de sus temas, un Allegro con grazia de transparente tímbrica, y el climax del programa: el singular Molto vivace, el único movimiento lumínico de la sinfonía, la más íntima y lacerante de las del compositor. Dudamel lo dirigió con la misma meticulosidad tímbrica con que se dirige una orquestación raveliana y la misma tensión rítmica de un Beethoven. El resultado fue eruptivo y demoledor, pero de una arquitectura sonora genial, que sólo podía producir la respuesta del aplauso del público, aunque la obra evidentemente no había terminado. Más personales (y discutibles) sus elecciones de velocidad y tensión final en el último movimiento. Prolongar a ese extremo el silencio de cierre de la obra, la pone peligrosamente en la cornisa más alta del borde de la cursilería, y de desentonar en tan elaborado e involucrado trabajo. Nuestro amado Tchaikovsky tiene ese peligro en el se sucumbe demasiado frecuentemente.
Sin embargo, el público literalmente deliró, y el Molto vivace fue bisado para su beneplácito e impar conclusión de un concierto muy singular.
Recordemos un poco la exaltación de ese concierto con esta versión del tercer movimiento de la Patética, de Tchaikovsky, en el click siguiente.
El de este pasado domingo no fue un concierto habitual. Afuera del Aula Magna de la UCV, donde éste se realizó, lo que se vivía era una verdadera efervescencia, un público a rebosar que excedió las capacidades de los guías de sala para garantizar el paso al auditorio, mientras alrededor de las inmensas colas para entrar, que estorbaban el sólito entrenamiento de bailarines de salsa o capoeira, deambulaban los desesperados buscando las entradas agotadas días atrás. Cuando media hora después, entramos a la sala, vimos un Aula Magna repleta de un público en el cual la farándula se daba la mano con intelectuales, escritores, músicos populares, clásicos que se detectaban a cada punto cardinal. ¿Y cuál era la causa de este fenómeno, rara vez visto en este medio académico? Era la primera presentación del año de Gustavo Dudamel.
Este joven, empapado de éxitos internacionales, con la carrera de director más fulgurante de la historia de la música venezolana, definitivamente excita pasiones y atrae a públicos no habituales a la música clásica, y eso es un logro muy importante.
Lo acompañaba otro de nuestros orgullos nacionales, el contrabajista de la Filarmónica de Berlín, Edicson Ruiz, quien, sin embargo, esta vez no las tuvo todas consigo. Coincido con el escritor Patrick Süskind en que el contrabajo es un instrumento muy ingrato, con muy poca historia concertística, y escasísimas páginas brillantes para su ejecución. El Concierto, Op. 3, de Serge Koussevitzky no desmiente esta apreciación. De melancólico melodismo, es una obra que carece de contraste, y de coherencia. La ejecución desangelada (a ratos el espectáculo de ver al solista desparramado sobre el enorme instrumento era chocante de ver) de Ruiz tampoco ayudó a disipar el juicio literario.
Por su parte, Dudamel se comportó a la altura de su fenómeno de público (a pesar de la terquedad de la audiencia por arruinar el concierto con los celulares, incluso después de su encarecido y justificado pedido de que se apagaran). Una obertura Candide, de Leonard Bernstein, brillante, ágil, de engranajes perfectos, sirvió de espléndido abreboca.
Pero el momento cumbre del concierto fue, sin duda, alguna, la extraordinaria lectura de la Sinfonía Patética, de Peter Ilyich Tchaikovsky. Hasta ahora, la mejor ejecución y más personal de las escuchadas por quien suscribe, a Dudamel, en título alguno. Un primer movimiento dirigido con la misma pasión de una Fantasía Romeo y Julieta, desgarrador, con todo el pathos agresivo de sus temas, un Allegro con grazia de transparente tímbrica, y el climax del programa: el singular Molto vivace, el único movimiento lumínico de la sinfonía, la más íntima y lacerante de las del compositor. Dudamel lo dirigió con la misma meticulosidad tímbrica con que se dirige una orquestación raveliana y la misma tensión rítmica de un Beethoven. El resultado fue eruptivo y demoledor, pero de una arquitectura sonora genial, que sólo podía producir la respuesta del aplauso del público, aunque la obra evidentemente no había terminado. Más personales (y discutibles) sus elecciones de velocidad y tensión final en el último movimiento. Prolongar a ese extremo el silencio de cierre de la obra, la pone peligrosamente en la cornisa más alta del borde de la cursilería, y de desentonar en tan elaborado e involucrado trabajo. Nuestro amado Tchaikovsky tiene ese peligro en el se sucumbe demasiado frecuentemente.
Sin embargo, el público literalmente deliró, y el Molto vivace fue bisado para su beneplácito e impar conclusión de un concierto muy singular.
Recordemos un poco la exaltación de ese concierto con esta versión del tercer movimiento de la Patética, de Tchaikovsky, en el click siguiente.
VENEZOLANOS DESDE CORDOBA
Einar Goyo Ponte
Nuestros talentos musicales hace ya un buen tiempo que dejaron de ser exclusivamente locales. Un gran número de ellos hace vida profesional en el exterior, e incluso estrenan obras y graban álbumes para discográficas de todo el orbe. A los nombres ya sólitos de Dudamel, Montero, Cárdenas, Machado, Salazar, Rodríguez, sumamos ahora el de uno que siempre destella en las tablas criollas –incluso en más de un género-, y el de otro a quien desde hace unos años echamos profundamente de menos en nuestras salas: hablo de Luis Julio Toro, quien presenta, en este CD que hoy comentamos, su versión del Concierto “Gran Danzón”, para flauta y orquesta, de Paquito D’Rivera, con la hispana Orquesta de Córdoba, dirigida por el brillante maestro Manuel Hernández Silva, de la cual es su titular.
Toro navega con destreza, seguridad y ductilidad estilística por el desigual concierto del gran músico cubano; obra ambiciosa, que sigue un formato deudor de la Rhapsody in Blue, de Gershwin, saliendo y entrando de la vena popular, de los temas y estructuras del ritmo caribeño, hacia las formas clásicas, sinfónicas, pero mientras el neoyorquino mantiene un ímpetu irresistible en toda la composición, D’Rivera se sumerge en largos e inconexos pasajes de poco atractivas elucubraciones que sólo vuelven a iluminarse cuando la obra despliega el sabor cubano, e incluso más en los pasajes camerísticos que propicia con los solistas del piano, el violín, el timbal y, por supuesto, la flauta. Un final sin climax corrobora esta impresión general.
Mucho más interesantes resultan las dos obras posteriores que completan el disco. La primera es Retrato de poeta, del madrileño Juan de Dios García Aguilera, en homenaje a Federico García Lorca, a partir de poemas escogidos de su Poeta en Nueva York. En él, la dirección de Hernández Silva subraya los bellísimos efectos de las cuerdas, los crescendos sonoros dispuestos en Delicadas criaturas del aire, Criaturas de pecho devorado y Criaturas en carne viva, primer, segundo y tercer movimientos de la obra, y el alucinado lirismo que se permea del estro del poeta a la composición musical.
La última es Redes, del mexicano Silvestre Revueltas, poema sinfónico que el compositor urdió a partir de su propia banda sonora para la película Pescados, de 1934, y la cual, aunque sin el apoyo de las imágenes no evoca de inmediato las estampas marinas, es música de honda fuerza y versátiles atmósferas. Hernández Silva la interpreta con tal energía sonora, profundidad y sentido dramático que deja pálida la versión del propio mexicano, ya fallecido, Eduardo Mata, con nuestra (y me perdonan el desliz antipatriótico) ¡Sinfónica Simón Bolívar!, en la grabación del sello Dorian, de 1993. Compárese la contundencia del “allegro”, de “Saliendo a la pesca”, y el aliento mahleriano del “Funeral del niño”.
Se trata de una producción independiente de Albert Moraleda, del año 2006. A través de su sitio web (www.orquestadecordoba.org) podrían hallar más información, pero ya me aseguraron que en la tienda Don Disco, de Chacaito, en Caracas, puede conseguirse, mientras su resonancia haga que la inexplicable indiferencia con la cual su país trata al joven director se revierta y podamos volver a atestiguar su arte en nuestro patio.
Toro navega con destreza, seguridad y ductilidad estilística por el desigual concierto del gran músico cubano; obra ambiciosa, que sigue un formato deudor de la Rhapsody in Blue, de Gershwin, saliendo y entrando de la vena popular, de los temas y estructuras del ritmo caribeño, hacia las formas clásicas, sinfónicas, pero mientras el neoyorquino mantiene un ímpetu irresistible en toda la composición, D’Rivera se sumerge en largos e inconexos pasajes de poco atractivas elucubraciones que sólo vuelven a iluminarse cuando la obra despliega el sabor cubano, e incluso más en los pasajes camerísticos que propicia con los solistas del piano, el violín, el timbal y, por supuesto, la flauta. Un final sin climax corrobora esta impresión general.
Mucho más interesantes resultan las dos obras posteriores que completan el disco. La primera es Retrato de poeta, del madrileño Juan de Dios García Aguilera, en homenaje a Federico García Lorca, a partir de poemas escogidos de su Poeta en Nueva York. En él, la dirección de Hernández Silva subraya los bellísimos efectos de las cuerdas, los crescendos sonoros dispuestos en Delicadas criaturas del aire, Criaturas de pecho devorado y Criaturas en carne viva, primer, segundo y tercer movimientos de la obra, y el alucinado lirismo que se permea del estro del poeta a la composición musical.
La última es Redes, del mexicano Silvestre Revueltas, poema sinfónico que el compositor urdió a partir de su propia banda sonora para la película Pescados, de 1934, y la cual, aunque sin el apoyo de las imágenes no evoca de inmediato las estampas marinas, es música de honda fuerza y versátiles atmósferas. Hernández Silva la interpreta con tal energía sonora, profundidad y sentido dramático que deja pálida la versión del propio mexicano, ya fallecido, Eduardo Mata, con nuestra (y me perdonan el desliz antipatriótico) ¡Sinfónica Simón Bolívar!, en la grabación del sello Dorian, de 1993. Compárese la contundencia del “allegro”, de “Saliendo a la pesca”, y el aliento mahleriano del “Funeral del niño”.
Se trata de una producción independiente de Albert Moraleda, del año 2006. A través de su sitio web (www.orquestadecordoba.org) podrían hallar más información, pero ya me aseguraron que en la tienda Don Disco, de Chacaito, en Caracas, puede conseguirse, mientras su resonancia haga que la inexplicable indiferencia con la cual su país trata al joven director se revierta y podamos volver a atestiguar su arte en nuestro patio.
viernes, 1 de febrero de 2008
OBRAS CENTENARIAS
Einar Goyo Ponte
Para abrir este recién cabalgado 2008, quisiéramos traer a la memoria, de entre los significativos aniversarios que este año tienen lugar en las artes, algunos dedicados a las obras musicales que componen la historia musical de Occidente.
El pasado más remoto y su tentativa de fecha nos conduce al siglo XVII, cuando en sus albores, en 1608, Claudio Monteverdi, quien un año antes había ya editado la esencia moderna del género operístico con su Orfeo, estrena Arianna, también de tema greco-mitológico, pero ahora basada en el mito de Teseo y Ariadna, la pareja que logra vencer al temible Minotauro de Creta. Sin embargo, la ópera, como también lo hará 300 años más tarde Richard Strauss, en su Ariadna en Naxos, no se concentra en esta hazaña, sino en el avatar de Teseo abandonando a la princesa en esa isla.
El pasado más remoto y su tentativa de fecha nos conduce al siglo XVII, cuando en sus albores, en 1608, Claudio Monteverdi, quien un año antes había ya editado la esencia moderna del género operístico con su Orfeo, estrena Arianna, también de tema greco-mitológico, pero ahora basada en el mito de Teseo y Ariadna, la pareja que logra vencer al temible Minotauro de Creta. Sin embargo, la ópera, como también lo hará 300 años más tarde Richard Strauss, en su Ariadna en Naxos, no se concentra en esta hazaña, sino en el avatar de Teseo abandonando a la princesa en esa isla.
Por desgracia, desde ese lejano inicio del Seicento, la ópera ha permanecido extraviada, salvo algunos fragmentos, con las cuales se ha intentado reconstruirla, y de los cuales destaca el famoso Lamento, cantado por el personaje titular, de tanto éxito entre el público que el mismo compositor lo convirtió en un Madrigal polifónico y luego en un Pianto della Madonna, conservados y reputados. Podemos recomendar, para su audición discográfica, la versión polifónica del Coro Monteverdi de Hamburgo, dirigido por el especialista en la época, Jürgen Jürgens. Se encuentra en el sello Archiv, el ala antigua de la Deutsche Grammophone. En la versión de solista vocal, recomendamos la de Montserrat Figueras, acompañada por el Hesperion XXI, dirigido por su esposo Jordi Savall, en el CD titulado Battaglie & Lamenti, editado por el sello Alia Vox.
Con mucha más suerte en materia de conservación, pero semejante imprecisión cronológica, los eruditos dan a 1708 como año genésico de una obra que, a pesar, de su complejidad, es una de las más populares del repertorio. Se supone que Juan Sebastián Bach la habría compuesto en ese año, junto con otro conjunto de obras para órgano. Es la famosa Tocata y fuga en re menor, BWV 565, cuya imponente introducción y luego su laberíntico y exultante desarrollo han animado hasta las fantasías de los cineastas que lo han hecho figurar en varias bandas sonoras. Recomendamos las lecturas de Helmut Walcha, para el sello Archiv.Aquí pegamos una versión de la famosa obra completa. Haz click dos veces.
En un concierto que debe haber durado por lo menos 4 horas, en el Teatro Imperial An-der-Wien, de Viena, el 22 de diciembre de 1808, Ludwig Van Beethoven estrenó, tocando y dirigiendo él mismo, las sinfonías 5ª. y 6ª, (la llamada “Pastoral”), el Concierto para piano y orq. No.4, y la Fantasía para piano, coro y orquesta, Op. 80, junto con otros agregados de su propia inspiración. Las dos sinfonías constituyen momentos pivotales de la música y forman parte de las más ejecutadas mundialmente; el Concierto No. 4 es de una inspiración impresionante y pasa por ser uno de los más hermosos y líricos de la serie de 5 compuestos por el genial sordo, y la Fantasía Coral, es un atisbo de la Novena Sinfonía, con el agregado de un piano avasallante. Cuatro obras maestras que celebran su cumpleaños el mismo día.
En un concierto que debe haber durado por lo menos 4 horas, en el Teatro Imperial An-der-Wien, de Viena, el 22 de diciembre de 1808, Ludwig Van Beethoven estrenó, tocando y dirigiendo él mismo, las sinfonías 5ª. y 6ª, (la llamada “Pastoral”), el Concierto para piano y orq. No.4, y la Fantasía para piano, coro y orquesta, Op. 80, junto con otros agregados de su propia inspiración. Las dos sinfonías constituyen momentos pivotales de la música y forman parte de las más ejecutadas mundialmente; el Concierto No. 4 es de una inspiración impresionante y pasa por ser uno de los más hermosos y líricos de la serie de 5 compuestos por el genial sordo, y la Fantasía Coral, es un atisbo de la Novena Sinfonía, con el agregado de un piano avasallante. Cuatro obras maestras que celebran su cumpleaños el mismo día.
Aquí las recomendaciones de audición se complican, por la cantidad de obras y su popularidad, la cual redunda en una miríada de versiones disponibles. Sobre la celebérrima 5ª. Sinfonía, los clásicos apuntan a la versión de Wilhelm Fürtwängler, de 1950, con la Filarmónica de Viena, en el sello EMI; más recientemente figura la de Carlos Kleiber, con la misma orquesta, en 1975, con el sello DGG. Y mis recomendaciones más personales señalan una versión “tradicional, romántica”: la de Leonard Bernstein, con la misma orquesta, en vivo, de 1980 (DGG), y una “filológica”, con instrumentos de época: la de Roger Norrington, al frente de sus London Classical Players (EMI).
Estas dos últimas sugerencias valen igualmente para la Sinfonía Pastoral. Con respecto al Concierto para piano, No. 4, me quedó con la interpretación de Alfred Brendel, en vivo, desde la sede de la Sinfónica de Chicago, dirigida por James Levine, y editada por Philips, en 1983. Mientras que para la Fantasía Coral, la del mismo pianista, ahora acompañado por la Orquesta Filarmónica de Londres y el Coro Filarmónico, dirigidos por Bernard Haitink, en 1977 (se consigue en el mismo estuche que los conciertos con Levine), compite con una clásica, la del excelente Rudolf Serkin, la Filarmónica de New York, el Coro Westminster, y la batuta de Leonard Bernstein. (CBS o Sony Classical) Les ofrecemos el hermoso Andante de la "Pastoral", como ilustración de esta celebración centenaria. Puede oirse haciendo click en el control siguiente.
Cincuenta años más tarde, ahora en París, Jacques Offenbach estrenaría, en Les bouffes parisiens, un teatro de vaudeville, uno de sus primeros éxitos en un campo donde sería rey, el de la opereta, con Orphée aux enfers (Orfeo en los infiernos), cuya música chispeante, paródica e irreverente aún causa placer, sobre todo porque en su partitura va entreverado el famoso tema del Can-Can, que se escucha como tema final de la obertura y en la conclusión de la obra. En este apartado Roger Alier, en su Discoteca ideal de la ópera, nos recomienda la versión de Michel Senechal, Mady Mesplé y Charles Burles, acompañados por la Orquesta del Capitole de Toulouse, dirigida por Michel Plasson (Mercure, 1979), pero hay una versión más contemporánea nada menos que la mayor diva francesa de la ópera de hoy, Natalie Dessay junto a Laurent Naouri y la espléndida Ewa Podlès, y la dirección del prestigioso Marc Minkowski (EMI). Aquí les ofrecemos la coda de la famosa obertura, con el célebre pasaje del "Can Can".
Es también el centenario de una obra fantástica para piano: Ma mère l’oye (Mi madre la oca), de Maurice Ravel, donde éste recrea musicalmente la atmósfera de los más entrañables cuentos de hadas con una ternura y sensibilidad solo superadas por su versión orquestal posterior. Escúchese la versión de piano a cuatro manos que protagonizan las hermanas Katia y Marielle Labèque (PHILIPS). Sin embargo, les dejaremos escuchar por carencia de medios, la versión orquestal, del mismo Ravel, del movimiento final de su Suite: "El Jardín encantado", en una hermosa interpretación en vivo, desafortunadamente sin identificación.
Pueden ustedes escucharlas ahora con absoluto sentimiento de la historia.
Pueden ustedes escucharlas ahora con absoluto sentimiento de la historia.
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