sábado, 7 de julio de 2007

FOLKLORE ZINGARO



Einar Goyo Ponte


También la Orquesta Filarmónica Nacional está de aniversario: 20 años. Surgida como producto de la división interna que intereses políticos generaron en el seno de la Sinfónica Venezuela de finales de los ochenta, fue ganándose su espacio en la Caracas ahíta de orquestas de entonces. Desde hace más o menos dos décadas ha intentado convertirse en un bastión de interpretaciones venezolanas. En ese sentido, al asumir la Presidencia de la Fundación que la administra, el oboísta y director Jaime Martínez, declaró la intención de dar cabida en sus programas a una versión sinfónica del decreto del 1x1 radiofónico. Su nuevo presidente, el egregio flautista José Antonio Naranjo, no ha persistido en la intención, como tampoco ha solucionado el problema más serio, de cara al público, que tiene la orquesta: la casi nula promoción de sus conciertos. Un solo diario publica sus avisos, y con apenas un día de antelación. Por ello, la poca asistencia a sus conciertos. Fue el caso de este del domingo 1 de julio, con un interesantísimo programa.
En el concierto, después de una elegante obertura de la opereta El barón gitano, de Johann Strauss, hijo, dirigida por César Iván Lara, batuta invitada de la ocasión, el violinista zuliano Simón Gollo intentaba emular a su paisano Alexis Cárdenas, en la proeza de hace unos meses al tocar tres desafiantes obras para violín, de corte gitano. Gollo sólo tocó dos: los Aires gitanos, de Sarasate, y el Tzigané, de Maurice Ravel. La primera, sin ser para nada una mala ejecución, no se acercó a la exactitud y bravura de su colega, pero en la segunda, sin este último ingrediente, ni su mordente implacable, fue mucho más fiel a la música, al efecto sonoro, a la concertación y al elemento lúdico, tan esencial en Ravel. En esto halló perfecta complicidad en la pulcrísima dirección de Lara, para dar una lectura diáfana y llena de encanto.
Esta misma característica se acrecentó en la segunda parte del concierto, con las obras de Bela Bartók y Zoltan Kodaly, Danzas folklóricas rumanas y Danzas de Galanta, respectivamente, inspiradas ambas en el folklore centroeuropeo, de ascendencia magiar, rumana y húngara. Ambos compositores trabajaron juntos en esa vena popular de sus países y renovaron el nacionalismo musical, utilizando melodías no originales, llevadas, sin embargo a una dimensión extraordinaria a través de la brillante orquestación. No poca influencia tuvieron estos músicos en Villalobos, Ginastera y Estévez en Latinoamérica.
Lara, cuya pasión por el detalle, por la límpidez tímbrica, por la concertación mórbida y discernida es notabilísima, dio una lectura brillante, colorida y vibrante de estas obras poco frecuentadas, evidenciando que también merece un lugar entre las jóvenes promociones de talentosos directores venezolanos. Con una orquesta mucho menos nutrida que las habituales, logró, no obstante, una sonoridad relumbrante, sobre todo en el juego de crescendos que ofrece los pasajes extremos de las Danzas de Galanta. Por momentos creíamos estar escuchando la jacarandosa música de Georges Enescu y sus Rapsodias rumanas, menos adustas que las de estos compositores, esta vez elevados a la luz festiva de la extroversión.

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