Einar Goyo Ponte
Desde el sonido más emblemático de la soprano, el del timbre ligero, claro, casi aniñado, surgió la figura de Beverly Sills, estadounidense, brooklyniana, por más señas, para erigirse en una voz que llegará, futuro mediante, a disputar espacios, importancia histórica, materia de legado y memoria del operófilo a leyendas tan inmarcesibles como Joan Sutherland, de instrumento más robusto; Montserrat Caballé, de repertorio más amplio; Leyla Gencer, de intenso instinto dramático, y a la misma María Callas, origen estético de todas ellas. Y es que Callas fue el inicio: recuperó repertorio, restituyó un estilo de canto, descubrió la sinceridad y el naturalismo dramático para la representación operística, y derrumbó linderos y etiquetas para la clasificación y predeterminación de las voces, y en la asignación de roles para ellas. Pero sus herederas ampliaron esa búsqueda, continuaron rescatando óperas del olvido, y dieron signo de modernidad a heroínas que nadie oía cantar desde el inicio de la segunda mitad del siglo XIX. Y allí el papel de Beverly Sills es invalorable. Con su voz aniñada o de muñeca, como en algún momento la describe Rodolfo Celletti, lograba transparentar mejor la frase y el sentido de su canto, cosa que le quedaba distante a la Sutherland; con su capacidad para alcanzar notas estratosféricas y abordar los ornamentos con precisión, velocidad, destreza y bravura hacía que superara a la Caballé en el aspecto asombroso, prodigioso del canto, y le aportara un elemento de riesgo que a la gran catalana, dada la pasmosa seguridad de su técnica, le es muy difícil transmitir. Y en cuanto a la intensidad dramática, la intuición de la Sills, la importancia que le asignaba al fraseo, la manera como casaba la destreza vocal con la expresión, hace que se iguale, incluso con más nitidez a la Gencer.
En 1945 debuta cantando opereta, y en ópera haciendo de Frasquita en Carmen, dos años después. En 1951 canta la primera de sus Traviatas, uno de sus roles insignias, el cual grabaría en disco y en video, sobre todo para su bien amada compañía de New York City Opera. En 1959 crea el rol de Baby Doe en la obra de Stuart Moore para la escena. En 1962 comienza su colaboración con Sarah Caldwell, la gran señora de la ópera en EEUU, directora de orquesta y productora, con otro de sus roles insignia, tanto que hasta inicios de esta centuria no se encontraría alguien que lo encarnara con la idoneidad que ella le insufló. Es la Manon, de Massenet. Dos años después trabajaría con ella en la Reina de la Noche de La flauta mágica, de Mozart.
Pero el estrellato que la catapultaría a la fama internacional lo conseguiría en 1966 con un rol y una ópera prácticamente olvidados, y a la que su interpretación permitiría hacer un lugar en el repertorio habitual de los teatros de ópera actuales: la Cleopatra del Giulio Cesare, de Georg Frideric Haendel. Lo haría en su NYCO. Las noticias de su recreación vuelan lejos, ayudadas por una histórica grabación. Sin embargo aún la veremos haciendo algunas rarezas como las tres heroínas del Trittico pucciniano, alternando con otro de sus roles insignia: Lucia di Lammermoor, en el que para diferenciarse de las leyendas de Callas y Sutherland, ponía el listón más alto para sus sucesoras o contemporáneas, al infectar de adornos aceradísimos, interpolaciones suicidas y octavaciones casi imposibles su canto. Su grabación de estudio con el Edgardo de Carlo Bergonzi evidencia esta y otras perplejidades. Son los años de sus primeras incisiones en disco.
El año 1969 es su año pivotal: canta el sideral rol de Zerbinetta en el estreno norteamericano de la versión de 1912 de Ariadne auf Naxos, de Richard Strauss, en la cual este papel está escrito en una tonalidad más alta. Y estrena en la Scala de Milán, la recuperación de la ópera L'assedio di Corinto, en el rol de Pamira. Es un momento cumbre de la historia del canto de todos los tiempos. Hasta el momento, nadie nacido más acá de 1900 había escuchado un Rossini de estas dimensiones. Trágico, urgente, incisivo, casi verdiano. Pero además nadie concebía que su música pudiese cantarse con la velocidad, energía, precisión y nervio que la Sills lo hizo en esas funciones, que gracias al cielo están preservadas en grabaciones directas. No es solamente el inicio del Acto II, con la vertiginosa entrada de su personaje, que hace millones de escalas y semicorcheas angustiosas, sino la plegaria final, su "Giusto ciel", donde su fraseo en los límites agudos de la tesitura proporcionan emociones inéditas. Un par de años después la EMI grabaría para el disco la ópera completa con Shirley Verrett, Justino Díaz y ella. Otro capítulo imborrable.
Su triunfo le ganó la primera portada en la revista Newsweek. Cuando más tarde cantara el rol en el Metropolitan Opera House, recibiría una ovación de dieciocho minutos.
Era sólo el pórtico para lo que vendría. Desde los tiempos de sus primeras "Lucías", la Sills venía trabajando e investigando el repertorio donizettiano. Así rescataría arias y óperas como Linda di Chamounix o Rosmonda d'Inghilterra. Y entonces se le aparecería la sombra de Callas. Se topó con la Anna Bolena, que aquella reviviera en 1957, en la Scala, y a la cual ni siquiera la Sutherland había querido hurgarle mucho. Pero ella no se conformó con repetir la hazaña callasiana, sino que descubrió dos obras más vinculadas a la historia de la corona de Inglaterra: el así llamado "Anillo Tudor", compuesto por la ópera ya señalada, María Stuarda y Roberto Devereux, para ese momento, más dos enigmas que obras líricas. Y así las montó y las cantó en su NYCO, luego las llevaría al Covent Garden y a Europa continental. Y por supuesto a los estudios de grabación, para completar uno de los episodios más felices de la industria cultural y de la discografía operística. Sin embargo, la misma Sills admitiría que el rol de Elizabeth I en Roberto Devereux, la habría vulnerado vocalmente. Tuvimos que esperar hasta finales de los noventa para que Edita Gruberova intentara, sin el mismo éxito, repetir la proeza. Pero, allí está, en ese video registrado, del aria del Acto final de esa ópera, la semblanza más fidedigna del arte de Beverly Sills: su intensidad dramática, el fraseo atormentado, largo, vehemente, y esa nota final, inusitadamente riesgosa, que la pone al borde del abismo ( y a nosotros con ella), para enseguida, una vez sorteado con increíble felicidad el peligro, aplaudirla desde el propio vértigo.
Después vendrían más audacias (Norma, Thais, Elvira de I puritani), luego el reposo en lo frívolo (Don Pasquale, La viuda alegre, La traviata, Il barbiere di Siviglia), la aparición en Tv con Danny Kaye, con los Muppets, la recaudación de fondos por los niños minúsválidos, como habían sido sus dos hijos, la popularización de la ópera en EEUU, y por fin, en 1980, su retiro. En él fue directora de la NYCO y miembro de la directiva del Metropolitan.
No sólo añoramos a las grandes voces dramáticas, de Helden tenor o soprano, también hemos empezado a extrañar a estas estrellas audaces, fundadoras de caminos, arriesgadas, ambiciosas, como Beverly Sills. Será a partir de este momento en que lamentamos su muerte, de hace unos días, cuando el mundo de la ópera se percate, no sólo de su ausencia, sino de su imponente huella. Es muy posible que hayan de reescribirse unas cuantas páginas, para que quepa entera su estatura de heroína del bel canto.
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