Einar Goyo Ponte
Esa misma tarde del domingo 24, retornamos a la Sala Ríos Reyna para escuchar un concierto estelar de la 3ª edición del Festival Bancaribe, el primero, según el programa de mano, el segundo según avisos de prensa. En cualquier caso se trataba del primer concierto dirigido en la gran sala del TTC por Gustavo Dudamel, después de su breve aparición televisiva como batuta del Himno Nacional en la apertura del canal Tves, minutos después de la desaparición del aire de la señal de RCTV. Sin embargo, en la sala, repleta mayoritariamente de los jóvenes e infantes integrantes del Sistema de Orquestas Juveniles e Infantiles de Venezuela, con sus respectivos padres (extraña forma de dar audiencia a un concierto con el director estrella del momento y una cantante de cierto renombre, sin público “real”, quiero decir, el que paga entrada), no hubo el menor aspaviento ni remembranza de lo que para muchos fue una grosera concesión al régimen y una lesión a la lucha de una parte de la sociedad por la libertad de expresión. Dudamel concitó entre sus admiradores juveniles el mismo entusiasmo de siempre.
El concierto ofrecía además una atracción extraordinaria: dos obras de Richard Strauss muy raramente ejecutadas en nuestros auditorios. La primera fue las Vier letzte lieder (Cuatro últimas canciones), compuestas por el compositor alemán un año antes de su muerte. Convertido en el primer compositor de su país entre el fin del siglo XIX y el inicio del XX, luego de experimentar el natural rechazo hacia el credo artístico wagneriano, enfermedad pasajera padecida por todos los artistas de su época, en virtud de buscar la originalidad, para terminar defendiendo sus ideas y las de Liszt sobre la música programática, es decir, aquella que expresa pensamientos o imágenes extramusicales (“Nuestro arte es expresión, y una obra musical que no tenga ningún auténtico contenido poético que comunicarme –naturalmente un contenido que no pueda ser representado más que con sonidos y que con palabras, sólo puede ser sugerido- es para mí cualquier cosa menos música”, llegaría a escribir en 1889), fue nombrado por el gobierno de Adolf Hitler Presidente de la Cámara musical del Tercer Reich y, entre otras cosas, compuso el himno de los Juegos Olímpicos de Berlín en 1936, renunciando a sus honorarios. Sin embargo, por sus amistades con músicos disidentes del nazismo y con artistas judíos (escribió una ópera con libreto de Stefan Zweig) fue destituido de sus cargos y hostigado por el régimen hasta que éste cayó al final de la Segunda Guerra Mundial. Decepcionado y, seguramente avergonzado, de sus relaciones con la política y el poder, de las que creyó poder escapar simplemente dedicándose a su arte, pasa sus últimos tres años buscando una paz, que expresa en estas Cuatro últimas canciones, originalmente tituladas como la última, In Abendrot (Al ocaso). Basadas en tres poemas de Hermann Hesse y uno de Joseph Von Eichendroff tratan acerca de la despedida de la vida, en medio de visiones de desprendimento de la vida terrenal y sus avatares, angustias y rigores.
Fueron cantadas por la soprano alemana Angela Denoke, reputada cantante de los escenarios europeos, y cuya carrera se cimenta en acerados roles como la Leonore del Fidelio, de Beethoven, la Venus y Elisabeth del Tannhäuser wagneriano, la heroína de La Valkiria, la Marie del Wozzeck, de Alban Berg, o la protagonista de la Katya Kabanova, de Janacek, con los cuales ha obtenido recientes éxitos en los mejores teatros del viejo continente.
En los lieder de Strauss mostró un exquisito sentido del estilo y del fraseo. No obstante su canto sonó excesivamente contenido, en momentos casi velado, de escasa expansión, con problemas en el pasaje de registros, donde la voz pareciera no girar y alcanzar su emisión natural impostada y plena. Fue, a pesar, de ello, muy sensible en su “Al ir al dormir”, y en “Al ocaso”. Dudamel dio lo que para este oyente representa su mejor prestación como director: atento al canto de la soprano así como de los timbres orquestales y de sus matices de expresión. Sublime su final de In Abendrot.
La Sinfonía Alpina es una obra de gigantesca orquestación, que en los más de 30 años que tengo asistiendo a conciertos en Caracas, nunca había tenido oportunidad de escuchar en vivo. Es quizás la obra más celosamente programática de Strauss. Contiene 20 episodios que describen una aventura a los alpes suizos, desde el final de una sombría noche, el glorioso amanecer, el ascenso a las montañas, el peligro en sus abismos hasta una pavorosa tormenta que obliga al descenso que culmina de nuevo en las sombras de la noche. Fue estrenada en 1915, luego de más de tres años de composición.
Con efectos de iluminación incluidos, Dudamel dirigió su lectura de la obra con la plenitud y contundencia sonora a que nos tiene acostumbrados. Consiguió de sus metales una exactitud de emisión que en Strauss es indispensable. A sus cuerdas arrancó el abandono lírico necesario para las melodías exaltadas, ascendentes y expansivas que definen al compositor, y supo jugar con el balance de sus maderas opuesto a su nutrida orquestación, en la mayoría de la partitura. Sin embargo, en el episodio de la tormenta de nieve, su faramalla orquestal ocultó a los dos instrumentos que especialmente incluyera Strauss en la obra, la máquina de viento y la placa de aluminio, precisamente los más criticados por sus analistas. El otro talón de Aquiles de su interpretación fue la extrema lentitud con la que dirigió la sinfonía, llegando a momentos exasperantes en la “Entrada en el bosque”, “Momentos peligrosos en los abismos”, y sobre todo en la “Calma antes de la tormenta”. Era tal la modorra e inactividad sonora que más parecía aquello una travesía por el desierto con sus viajeros aplastados por el calor inclemente que una aventura en mitad del frío y de la nieve.
Singulares, en el contexto nacional, escogencias de compositor y obras, para esta primera aparición para el gran público del director Gustavo Dudamel, en el segundo trimestre del año. Strauss, conflictuado con los nazis y sendas obras donde el tema del ocaso y la oscuridad son recurrentes.
El concierto ofrecía además una atracción extraordinaria: dos obras de Richard Strauss muy raramente ejecutadas en nuestros auditorios. La primera fue las Vier letzte lieder (Cuatro últimas canciones), compuestas por el compositor alemán un año antes de su muerte. Convertido en el primer compositor de su país entre el fin del siglo XIX y el inicio del XX, luego de experimentar el natural rechazo hacia el credo artístico wagneriano, enfermedad pasajera padecida por todos los artistas de su época, en virtud de buscar la originalidad, para terminar defendiendo sus ideas y las de Liszt sobre la música programática, es decir, aquella que expresa pensamientos o imágenes extramusicales (“Nuestro arte es expresión, y una obra musical que no tenga ningún auténtico contenido poético que comunicarme –naturalmente un contenido que no pueda ser representado más que con sonidos y que con palabras, sólo puede ser sugerido- es para mí cualquier cosa menos música”, llegaría a escribir en 1889), fue nombrado por el gobierno de Adolf Hitler Presidente de la Cámara musical del Tercer Reich y, entre otras cosas, compuso el himno de los Juegos Olímpicos de Berlín en 1936, renunciando a sus honorarios. Sin embargo, por sus amistades con músicos disidentes del nazismo y con artistas judíos (escribió una ópera con libreto de Stefan Zweig) fue destituido de sus cargos y hostigado por el régimen hasta que éste cayó al final de la Segunda Guerra Mundial. Decepcionado y, seguramente avergonzado, de sus relaciones con la política y el poder, de las que creyó poder escapar simplemente dedicándose a su arte, pasa sus últimos tres años buscando una paz, que expresa en estas Cuatro últimas canciones, originalmente tituladas como la última, In Abendrot (Al ocaso). Basadas en tres poemas de Hermann Hesse y uno de Joseph Von Eichendroff tratan acerca de la despedida de la vida, en medio de visiones de desprendimento de la vida terrenal y sus avatares, angustias y rigores.
Fueron cantadas por la soprano alemana Angela Denoke, reputada cantante de los escenarios europeos, y cuya carrera se cimenta en acerados roles como la Leonore del Fidelio, de Beethoven, la Venus y Elisabeth del Tannhäuser wagneriano, la heroína de La Valkiria, la Marie del Wozzeck, de Alban Berg, o la protagonista de la Katya Kabanova, de Janacek, con los cuales ha obtenido recientes éxitos en los mejores teatros del viejo continente.
En los lieder de Strauss mostró un exquisito sentido del estilo y del fraseo. No obstante su canto sonó excesivamente contenido, en momentos casi velado, de escasa expansión, con problemas en el pasaje de registros, donde la voz pareciera no girar y alcanzar su emisión natural impostada y plena. Fue, a pesar, de ello, muy sensible en su “Al ir al dormir”, y en “Al ocaso”. Dudamel dio lo que para este oyente representa su mejor prestación como director: atento al canto de la soprano así como de los timbres orquestales y de sus matices de expresión. Sublime su final de In Abendrot.
La Sinfonía Alpina es una obra de gigantesca orquestación, que en los más de 30 años que tengo asistiendo a conciertos en Caracas, nunca había tenido oportunidad de escuchar en vivo. Es quizás la obra más celosamente programática de Strauss. Contiene 20 episodios que describen una aventura a los alpes suizos, desde el final de una sombría noche, el glorioso amanecer, el ascenso a las montañas, el peligro en sus abismos hasta una pavorosa tormenta que obliga al descenso que culmina de nuevo en las sombras de la noche. Fue estrenada en 1915, luego de más de tres años de composición.
Con efectos de iluminación incluidos, Dudamel dirigió su lectura de la obra con la plenitud y contundencia sonora a que nos tiene acostumbrados. Consiguió de sus metales una exactitud de emisión que en Strauss es indispensable. A sus cuerdas arrancó el abandono lírico necesario para las melodías exaltadas, ascendentes y expansivas que definen al compositor, y supo jugar con el balance de sus maderas opuesto a su nutrida orquestación, en la mayoría de la partitura. Sin embargo, en el episodio de la tormenta de nieve, su faramalla orquestal ocultó a los dos instrumentos que especialmente incluyera Strauss en la obra, la máquina de viento y la placa de aluminio, precisamente los más criticados por sus analistas. El otro talón de Aquiles de su interpretación fue la extrema lentitud con la que dirigió la sinfonía, llegando a momentos exasperantes en la “Entrada en el bosque”, “Momentos peligrosos en los abismos”, y sobre todo en la “Calma antes de la tormenta”. Era tal la modorra e inactividad sonora que más parecía aquello una travesía por el desierto con sus viajeros aplastados por el calor inclemente que una aventura en mitad del frío y de la nieve.
Singulares, en el contexto nacional, escogencias de compositor y obras, para esta primera aparición para el gran público del director Gustavo Dudamel, en el segundo trimestre del año. Strauss, conflictuado con los nazis y sendas obras donde el tema del ocaso y la oscuridad son recurrentes.
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