sábado, 16 de junio de 2007

SCARLATTI



Einar Goyo Ponte

Los estudiosos convienen en considerar a Doménico Scarlatti como un músico que, a la sombra de su padre, Alessandro, el virtual inventor de la ópera italiana tal y como la conocemos hoy, medraba de manera más bien mediocre, componiendo óperas que ya no se escuchan, pero como un extraordinario ejecutante del clavecín, oficio con el cual habría tocado en las compañías líricas londinenses dirigidas por Georg Frideric Haendel, hasta que se marcha a Lisboa a servir a la princesa María Barbara, quien al convertirse en reina lo arrastraría a la corte de Madrid donde finalizaría sus días en 1757, o sea hace ya 250 años. Es en este último período de su vida cuando Scarlatti encontraría su original lenguaje.
Cuya voz personal es el clavecín, que él dominaba a la perfección, y donde mezclaba los cánones italianos y alemanes propios de su estética contemporánea con las derivaciones tonales y figurativas de la música folklórica española, en especial del flamenco andaluz. Uno de sus discípulos profundizaría esta temprana vena de hibridación entre el instrumento de salón y el aire popular: el Padre Antonio Soler. Scarlatti compuso 500 sonatas para clave, piezas casi miniaturistas, de un promedio de 4 minutos de duración, que algunos ejecutantes tocan en alternativa de lenta-rápida, otros asociando las claves mayor y menor de una misma nota, y otros, de manera independiente. Esta es la forma que escogiera Abraham Abreu este domingo 10 para su homenaje al músico italiano, que ofreciera en la Quinta de Arauco, ribeteado por muy amenos comentarios suyos.
Plus fait douceur que violence”, rezaba la tapa del teclado que Abreu tocaba: algo así como “Es preferible el amor a la violencia”. Y la sentencia, quizás corneilliana, en alas de la gentil música que brotaba del clave, se derramaba sobre los oyentes en la placidez matutina dominical, mientras oíamos los aires de fandango o zapateado de las sonatas K. 14, K. 87, K.6, K. 191, K. 207, las vertiginosas escalas de la K. 6, la melancolía casi bachiana de la K. 69, la gravedad de la K. 132, la frivolidad danzante de la K. 108, la dificultad modulativa casi marcial de la K. 450, el patetismo ceremonioso y acaso fúnebre de la K. 206, y los saltos de octavas o efectos sonoros que exigían la digitación diestra del tecladista, quien ya nos había conectado con la época remota a la que pertenece. Es uno de los dones de la autoridad ilustrada de Abraham Abreu.

Haz click en el control aquí debajo para escuchar dos sonatas para clavecín de Doménico Scarlatti

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