Einar Goyo Ponte
Las ciudades venezolanas están hechas de sonidos, cuyo porcentaje de ruido es muy alto, el del tráfico, el de los aviones, las sirenas, las alarmas, el de la televisión o la radio, el de nuestros aparatos eléctricos, pero también de mucha música: música de todos los tiempos. En la sala de conciertos, o en las emisoras culturales, la música clásica; en las discotiendas el jazz, el pop, el rock internacional, la World music; en la calle la salsa, el guaguancó, el son, el tambor, la gaita; en los restaurantes, en las plazas, en sus propias casas, en el colegio, la música criolla, y ahora en el secreto de los audífonos, los i-pods o los celulares, la tecno música contemporánea. Con toda esta babel, y ya no con el himno nacional, como quería Conny Mendez, arrullamos a nuestros niños en nuestras metrópolis.
Esta infancia es pues, fundamentalmente urbana. Tiene muy poco que ver con ensoñaciones arcádicas o bucólicas. Desde muy tierna edad nuestros hijos se envuelven en el ruido citadino, en los ritmos modernos, en la bulla que sube desde la calle, en la vorágine de los centros comerciales, o en el rumor omnipresente de la televisión.
Por eso, no es para nada una incoherencia, que la música pensada para niños o relacionada con ellos, de nuestros días, esté impregnada de elementos urbanos, disímiles, babélicos, sincréticos, plurales, como nuestras mismas urbes. Eso fue exactamente lo que encontramos en el concierto del Ensamble Gurrufío y su Camerata Criolla, dedicado al Cancionero infantil venezolano y a nuestra fantasía juvenil.
Era también el estreno del Cuento para orquesta y narradores Tío Tigre y Tío Conejo: la piedra del zamuro, de Federico Ruiz, basado en la versión escrita de Rafael Rivero Oramas. Es nuestra versión vernácula de la empresa de Sergei Prokofiev con su Pedro y el lobo, donde instrumentos o temas musicales toman el lugar de los personajes del relato y proceden a hilvanar la narración mediante combinaciones y desarrollos. Aquí Ruiz usó su inventiva para utilizar ritmos venezolanos para personificar su historia, o apelar a sonoridades miméticas para caracterizar a los animales protagonistas. Así Tío Conejo es un joropo liderado por la flauta, la culebra son las maracas y el clarinete, el morrocoy es el cello parodiando el tercer movimiento de la Sinfonía "Titán", de Gustav Mahler, el cual está basado en una popular canción infantil europea; el caimán es el trombón y la percusión, el león es un son cubano para cuerdas, maderas, bongos y conga, y Tío Tigre es una Marisela llanera. Los usos paródicos, el humor que une los episodios a través de la música, son, como la mezcla de géneros, típicamente urbano. Rodolfo Saglimbeni dirigió con sumo sabor la obra, que la Camerata, liderada por la flauta de Luis Julio Toro, el cuatro de Cheo Hurtado, las maracas de Juan Ernesto Laya, el bajo de David Peña, y la divertida narración de Andrés Barrios y Andreína Faría, ejecutaron jocosamente.
Semejante espíritu se invoca en el Cancionero Infantil, recopilación de esas piezas tradicionales que aprendimos en la escuela –algunas de ellas criollas, otras no-, pero que forman parte de la banda sonora de nuestros tiernos años o los de la primera escuela, presentadas en un perfil también irrevocablemente urbano, es decir con dejos de jazz, de tambor costero, gaita, salsa, o divertidas fusiones, las cuales sin embargo, no disimulan la extrema simplicidad de las canciones, por lo que una vez cumplida su función de activarnos la memoria, pierden instantáneamente su encanto, y se convierten en una suerte de agraciado corsé para la creatividad, el virtuosismo, la maravilla que uno está acostumbrado a oírles al Gurrufío. Logran, a despecho de ello, su cometido los invitados especiales: Alfredo Naranjo en el vibráfono, Luis Zea en la guitarra, la percusión de Alexander Livinalli y Javier Suárez, y las voces, no siempre irreprochables de Corina Peña, Betsayda Machado, Caribay Valenzuela, Laura Strubinger junto con el festivo coro de niños en piezas como “El elefante” o “Los chimichimitos”: recrear con lenguaje urbano esa música pasada y presente, a la vez.
Es el sonido de nuestros niños urbanos, en el alba del siglo XXI.
Esta infancia es pues, fundamentalmente urbana. Tiene muy poco que ver con ensoñaciones arcádicas o bucólicas. Desde muy tierna edad nuestros hijos se envuelven en el ruido citadino, en los ritmos modernos, en la bulla que sube desde la calle, en la vorágine de los centros comerciales, o en el rumor omnipresente de la televisión.
Por eso, no es para nada una incoherencia, que la música pensada para niños o relacionada con ellos, de nuestros días, esté impregnada de elementos urbanos, disímiles, babélicos, sincréticos, plurales, como nuestras mismas urbes. Eso fue exactamente lo que encontramos en el concierto del Ensamble Gurrufío y su Camerata Criolla, dedicado al Cancionero infantil venezolano y a nuestra fantasía juvenil.
Era también el estreno del Cuento para orquesta y narradores Tío Tigre y Tío Conejo: la piedra del zamuro, de Federico Ruiz, basado en la versión escrita de Rafael Rivero Oramas. Es nuestra versión vernácula de la empresa de Sergei Prokofiev con su Pedro y el lobo, donde instrumentos o temas musicales toman el lugar de los personajes del relato y proceden a hilvanar la narración mediante combinaciones y desarrollos. Aquí Ruiz usó su inventiva para utilizar ritmos venezolanos para personificar su historia, o apelar a sonoridades miméticas para caracterizar a los animales protagonistas. Así Tío Conejo es un joropo liderado por la flauta, la culebra son las maracas y el clarinete, el morrocoy es el cello parodiando el tercer movimiento de la Sinfonía "Titán", de Gustav Mahler, el cual está basado en una popular canción infantil europea; el caimán es el trombón y la percusión, el león es un son cubano para cuerdas, maderas, bongos y conga, y Tío Tigre es una Marisela llanera. Los usos paródicos, el humor que une los episodios a través de la música, son, como la mezcla de géneros, típicamente urbano. Rodolfo Saglimbeni dirigió con sumo sabor la obra, que la Camerata, liderada por la flauta de Luis Julio Toro, el cuatro de Cheo Hurtado, las maracas de Juan Ernesto Laya, el bajo de David Peña, y la divertida narración de Andrés Barrios y Andreína Faría, ejecutaron jocosamente.
Semejante espíritu se invoca en el Cancionero Infantil, recopilación de esas piezas tradicionales que aprendimos en la escuela –algunas de ellas criollas, otras no-, pero que forman parte de la banda sonora de nuestros tiernos años o los de la primera escuela, presentadas en un perfil también irrevocablemente urbano, es decir con dejos de jazz, de tambor costero, gaita, salsa, o divertidas fusiones, las cuales sin embargo, no disimulan la extrema simplicidad de las canciones, por lo que una vez cumplida su función de activarnos la memoria, pierden instantáneamente su encanto, y se convierten en una suerte de agraciado corsé para la creatividad, el virtuosismo, la maravilla que uno está acostumbrado a oírles al Gurrufío. Logran, a despecho de ello, su cometido los invitados especiales: Alfredo Naranjo en el vibráfono, Luis Zea en la guitarra, la percusión de Alexander Livinalli y Javier Suárez, y las voces, no siempre irreprochables de Corina Peña, Betsayda Machado, Caribay Valenzuela, Laura Strubinger junto con el festivo coro de niños en piezas como “El elefante” o “Los chimichimitos”: recrear con lenguaje urbano esa música pasada y presente, a la vez.
Es el sonido de nuestros niños urbanos, en el alba del siglo XXI.
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