Einar Goyo Ponte
Intento escribir una nota de despedida para el Maestro Aldemaro Romero, y confirmo la sospecha que me rondaba cuando tuve la idea: ¡qué arduo, qué cuesta arriba autoconvencernos de que su presencia física, su palabra y la constancia de su expresión cotidiana ya no está con nosotros! Es que es muy duro despedirse de nuestros héroes.
Por eso prefiero hoy reunir fragmentos de crónicas mías escritas sobre el maestro Aldemaro Romero, en momentos especiales de su vida y carrera que, al menos, desde la tribuna del crítico, me toco atestiguar o acompañar. Ellas hablan mejor que yo, hoy, de una presencia irrebatible. Las transcribo como trasunto de este inicio de su pervivencia. Ayer hablaban de un hombre vivo, y hoy me asisten para describir una permanencia imposible de enajenarse.
Es un domingo en la mañana. Debo tener más o menos siete u ocho años. Al olor de las arepas asadas y el suculento perico que mamá siempre ha sabido disponer para apetitos de primera hora, se une una música que llena la casa y me saca de la cama. Es que mi padre, mientras espera el desayuno y lee el periódico, ha colocado, de nuevo, un disco inevitable, que para él traducía mejor que ninguno la atmósfera soleadamente familiar del último día del fin de semana. El disco exhibía en su carátula a una hermosa mujer morena que ostentaba un apellido entonces impronunciable. “Duim, mijo”, me socorría mi madre, “se escribe Susana Duijm, pero se dice Duim”. Y yo contemplaba aquella exuberancia de mujer y leía las letrotas del título del lp: Criollísima, mientras escuchaba a una orquesta potente, suntuosa, como nunca he escuchado otra, tocando lo que para mí sería el primer y definitivo contacto con la música venezolana. Al reverso, había una imagen no menos impresionante. Un hombre joven, en mangas de camisa, enfrentaba con un rostro de inaudita expresividad y un ademán imperioso a un grupo de prójimos armados de violines y cellos. Yo escuchaba, por ejemplo, el primer surco, “Concierto en la llanura”, con aquellos cornos alzándose sobre las arpas torrealberas, o el tutti carnavalesco de la “Selección de merengues”, o la amable cadencia de “Canta tú, ruiseñor”, y veía aquella foto, y todo encajaba. La música salía de aquellas manos, de aquella expresión de los ojos. Al lado, papá me decía. “aquí suenan las botellas de refresco, aquí las flautas de juguete, aquí el efecto de la banda callejera”, y mis oídos auscultaban, en esos ingenios debidos al hombre de la foto y agregados a la orquesta y a los micrófonos, ya no una música, sino un asombro. El culpable de ese asombro, que no ha amainado en el resto de mi vida, se llama Aldemaro Romero, responsable también, quizás el más temprano, de que la música se hubiese convertido en esta pasión de vida que habita mis días, y acaso de que ustedes me estén leyendo hoy, en este espacio. (El Nacional, mayo 1993).
Por eso prefiero hoy reunir fragmentos de crónicas mías escritas sobre el maestro Aldemaro Romero, en momentos especiales de su vida y carrera que, al menos, desde la tribuna del crítico, me toco atestiguar o acompañar. Ellas hablan mejor que yo, hoy, de una presencia irrebatible. Las transcribo como trasunto de este inicio de su pervivencia. Ayer hablaban de un hombre vivo, y hoy me asisten para describir una permanencia imposible de enajenarse.
Es un domingo en la mañana. Debo tener más o menos siete u ocho años. Al olor de las arepas asadas y el suculento perico que mamá siempre ha sabido disponer para apetitos de primera hora, se une una música que llena la casa y me saca de la cama. Es que mi padre, mientras espera el desayuno y lee el periódico, ha colocado, de nuevo, un disco inevitable, que para él traducía mejor que ninguno la atmósfera soleadamente familiar del último día del fin de semana. El disco exhibía en su carátula a una hermosa mujer morena que ostentaba un apellido entonces impronunciable. “Duim, mijo”, me socorría mi madre, “se escribe Susana Duijm, pero se dice Duim”. Y yo contemplaba aquella exuberancia de mujer y leía las letrotas del título del lp: Criollísima, mientras escuchaba a una orquesta potente, suntuosa, como nunca he escuchado otra, tocando lo que para mí sería el primer y definitivo contacto con la música venezolana. Al reverso, había una imagen no menos impresionante. Un hombre joven, en mangas de camisa, enfrentaba con un rostro de inaudita expresividad y un ademán imperioso a un grupo de prójimos armados de violines y cellos. Yo escuchaba, por ejemplo, el primer surco, “Concierto en la llanura”, con aquellos cornos alzándose sobre las arpas torrealberas, o el tutti carnavalesco de la “Selección de merengues”, o la amable cadencia de “Canta tú, ruiseñor”, y veía aquella foto, y todo encajaba. La música salía de aquellas manos, de aquella expresión de los ojos. Al lado, papá me decía. “aquí suenan las botellas de refresco, aquí las flautas de juguete, aquí el efecto de la banda callejera”, y mis oídos auscultaban, en esos ingenios debidos al hombre de la foto y agregados a la orquesta y a los micrófonos, ya no una música, sino un asombro. El culpable de ese asombro, que no ha amainado en el resto de mi vida, se llama Aldemaro Romero, responsable también, quizás el más temprano, de que la música se hubiese convertido en esta pasión de vida que habita mis días, y acaso de que ustedes me estén leyendo hoy, en este espacio. (El Nacional, mayo 1993).
Aldemaro es una insignia de la cultura venezolana. Una suerte de representación nacional del talento, así como de todo aquello que el venezolano asocia con la música: el folklore, la vena nacionalista, la expresión popular, desde el salón de baile y los ritmos afrocaribes hasta los boleros y baladas de franco despecho, pasando, por supuesto, por la onda nueva. Es todo eso reconocido con mayúsculas, como logro de lo universal a través del polvo y la tradición originarios, tanto por sus felices experiencias en los 50, sinfonizando la música venezolana, como por sus composiciones propias que abarcan gran variedad de géneros, sin olvidar su trabajo como director de orquestas sinfónicas. Aldemaro Romero sintetiza, sin disimulos, la imagen del hombre que logra lo que se propone, destacándose además en todo lo que hace. Es quizás un símbolo de aquello que todo venezolano quiere ser. (El mundo, septiembre 1999).
Sobre todo en la música, un extraño y, a mi juicio, atrofiado componente en nuestra cultura dificulta la comprensión de la síntesis posible y hasta deseable que un artista puede hacer entre el venero popular y la complejidad académica, mientras que países como México, Cuba, Argentina y el propio Estados Unidos, deben buena parte de la originalidad y fuerza de sus lenguajes musicales al trabajo de gente como Moncayo, Roig, Lecuona, Piazzola o Gershwin, cuyo método esencial es el mismo que Aldemaro practica en Venezuela: alimentarse de las formas y ritmos populares y autóctonos, producir un lenguaje original a partir de ellos y devolver el obsequio acrecentando el acervo idiosincrásico. Nunca dejó Lecuona la síncopa ni la cadencia cubanas. Piazzola revolucionó la música de su país ensanchando y difractando el tango. Sin el Jazz de Harlem, Gershwin sería otro músico. ¿Qué otra cosa ha hecho Aldemaro desde que compone?
En los “pajarillos sinfónicos” aldemarianos la identidad entre invención melódica y originalidad rítmica vernácula es realmente asombrosa, casi minimalista: de unas células que pertenecen más a las formas del acompañamiento o de la cadencia, construye una exuberancia melódica y armónica que sublima su molde original. En retribución, escuchar un pajarillo “original” en un arreglo de Aldemaro es una experiencia de sonoridades alucinantes. Acuda usted al disco donde dirige a María Teresa Chacín con la Filarmónica de Londres para que compruebe de lo que hablo.
Lo mismo hace con la rústica gaita marabina, a la que convierte en movimiento final de su Suite para cello y piano, y donde obliga al instrumento de cuerdas a reproducir la sonoridad del furruco y la tambora regionales. ¿El pago? Sus líricas gaitas “Toma lo que te ofrecí”, y “Tonta, gafa y boba”, entre otras perlas “populares”.
Y en el terreno del vals, la efusión lírica, casi melodramática que Aldemaro descubre en la sensualidad y melancolía de sus melodías, se erigen en grandes adagios o andantes reflexivos de nuestra alma romántica. De nuevo, los valses populares de Aldemaro se unen a sus canciones amorosas para plantear uno de los fraseos más apasionados del cancionero venezolano. ¿Quién vacilaría en encontrar la misma atmósfera afectiva en un clásico como “Besos en mis sueños”, de Brandt, y la extasiada “Quinta Anauco” o el nostálgico “De Conde a Principal”, de Romero?
No puedo dejar de referirme a los ejercicios experimentales sincréticos de Aldemaro, donde hurga y demuestra las secretas parentelas entre los fandangos y los golpes o los joropos, los pasadizos internos que cruzan choros y tangos, o el pasmo que provoca la audición del tercer movimiento de su Suite para cuerdas, “La fuerza del merengue”, una de las piezas más intensas de nuestra música “culta”, sorprendentemente basada en los devaneos rítmicos y la herencia romántica de nuestro en apariencia ligero merengue criollo.
Con todo ese saber, forjado en años de atestiguar de cerca los oídos del público en sus inolvidables discos orquestales de música venezolana o al frente de sus inigualables orquestas de baile, inventó esa rara fusión de compases que es su “Onda nueva”, al inicio de los años 70, sacudiendo a un aletargado ambiente musical venezolano, con tres ediciones consecutivas de un Festival, en las cuales un significativo grupo de artistas de todo el mundo vino a Caracas, con obras sobre un esquema rítmico-armónico propuesto por el músico criollo, sobre la fusión del joropo, el jazz y un toque brasileño. Así logró Aldemaro hacer internacionales y exportables nuestros ritmos, insertarnos en una modernidad y abrir un camino que ha permitido e influenciado, las obras e intérpretes más representativos de la música venezolana urbana de entresiglos, desde Frank Quintero hasta a Ilan Chester pasando por Vytas Brenner, Los Cuñaos y a cuanto grupo de jazz o de fusión folklórica se invente en Venezuela.
Geniales maneras, estas de Aldemaro, de reconocer y honrar sus raíces y orígenes. (El mundo, octubre 2001 y noviembre 2004).
Por eso es tan difícil decirle adiós. Porque al volver a escuchar y celebrar su música, su lenguaje más exacto, sentimos, casi vemos que no se va. Allí va en su Carretera, en su Catire, en su Fuga con pajarillo, en su De repente, quedándose, metiéndose más y más hondo en el alma venezolana, de donde ya nadie puede sacarlo, ni este simulacro de partida, intentar callarlo.
No puede haber memoria ni homenaje de un músico sin música. Aquí está el propio Maestro Aldemaro tocando al piano su romántica "Quinta Anauco":
2 comentarios:
Es difícil despedir a un talento, diría inigualable, como el del maestro Aldemaro Romero. Nos queda su herencia musical, que siempre estará con nosotros.
Le agradezco a Aldemaro su generosidad con los colegas (más si estos son jóvenes), su inflexibilidad ante lo mediocre, su apoyo en momentos difíciles, su aplauso en momentos felices y su crítica implacable ante los errores, acompañada de valiosos consejos.
Pero ante todo, le agradezco a Aldemaro lo que nos enseñó: amar a nuestra música, y hacer que en otros países también la quieran. El LP con que me "bauticé" aldemariano de por vida fué uno distinto al del Prof. Einar Goyo Ponte; era uno que tenía mi hermano mayor y que rayé de tanto ponerlo, el de portada rosada con varias fotos de Aldemaro dirigiendo y un título muy de la RCA: "Venezuelan Fiesta".
Otro inolvidable registro es el que hizo con Alfredo Sadel, "Fiesta Latinoamericana", para mí el mejor de mi amigo el tenor favorito de Venezuela, sobre todo por esos logradísimos e inconfundibles arreglos de Aldemaro. Cuando hicimos los memorables conciertos con Sadel en el TTC en 1988, mi única exigencia fué que incluyéramos el tango "nostalgias" arreglado por Aldemaro, quien subió al escenario ese día a acompañar unos bises a Alfredo.
De nuevo, gran maestro y gran venezolano, ¡MUCHAS GRACIAS! No te olvidaremos.
Felipe Izcaray
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