domingo, 26 de octubre de 2008

TRAVIATA CON MIRIÑAQUE


Einar Goyo Ponte


Afortundamente sin aspavientos ni urticantes alusiones seudorrevolucionarias ni ideologizantes, se desarrollaron las funciones del nuevo montaje de La traviata, de Giuseppe Verdi, en el Teresa Carreño. Aunque, en lo que respecta a la puesta en escena, este es básicamente el único cumplido que podríamos hacer de ella. Y es que si faltaran argumentos en contra del empeño “endogenista” que el Teatro quiere imponer a toda costa en el ambiente artístico de su, por fortuna, reducida influencia, este sería uno de los más contundentes. La endogenia hace que presenciar una función de ópera en el TTC sea como comprar un boleto en una eficaz máquina del tiempo, y trasladarse con violencia a los años 40 o 50, cuando en ópera mayoritariamente se cultivaba una representacionalidad chata, sin atisbos ni de naturalidad ni de verismo, ni mucho menos de simbolismo. Los decorados seguían una pauta tal que se alquilaban de un teatro a otro. Es decir, la puesta en escena no existía, en tanto propuesta conceptual, en tanto revisión del texto o de sincronización de este con la música.


Este es básicamente, exceptuando la concreción de la escenografía, el credo de José Rafael Pereda: no existir, no intervenir, no leer, no interpretar. Pero, después de Visconti, de Zeffirelli, de Cavani, de Willy Decker y ese portento que es su puesta de Salzburgo de esta ópera con los fulgurantes Netrebko y Villazón, referencias todas en el imaginario de buena parte del público pues forma parte del mercado mediático, ¿se puede montar ópera así, tan indiferentemente, como si ya no hubiera nada que decir?


Consecuencias y víctimas inmediatas: los cantantes jóvenes debutantes desamparados, abandonados a su suerte en la soledad de las inmensas tablas del TTC, luchando con una orquesta, con las notas agudas y la impostación de la voz y sin saber qué hacer con sus manos, con su gestual, con su interrelación con el compañero en escena. Así fueron patéticamente novatos los protagonistas del elenco de la función del viernes 16: Mariana Ortiz, torturada por el incómodo miriñaque de su vestuario, cada vez que intentaba una suerte de expresión, mientras resolvía con mucha decencia las dificultades vocales de una temible partitura, pero sin demasiado celo en los matices y la intensa expresión de este personaje, de entre los más profundos verdianos; Franklin de Lima, inadecuado como Germont por su voz demasiado atenorada para expresar la vejez y la paternalidad del personaje, y por su actuación francamente de telenovela en blanco y negro, y el colmo de José Antonio Higuera, el Alfredo más insensible, indiferente y antipático que he visto en una escena, a despecho de su alarmante dicción italiana.


Gracias a la experiencia quizás, a un empeño o a una intuición mayor, las cosas mejoraron en la función del sábado 17, con una Giovanna Sportelli sorprendente, sobre todo por enfrentar este acerado rol a última hora como reemplazo a Dorian Lefebre, todavía con recursos limitados, pero mucho mejor administrados y emotivos, además de una entereza musical encomiable. Cercanos le fueron el potente, a veces demasiado, Germont de Gaspar Colón Moleiro, quien contribuyó en mucho a la hermosa cima del concertante del final del Acto II, y el empeñoso Alfredo de Robert Girón, a quien, cuando vence la timidez y la inseguridad, se le oye una hermosa voz con agradecida intención de matices y fraseos. Sus dúos con la Sportelli figuran entre lo más memorable de la función.


Del vestuario ya he expresado mi desacuerdo con el miriñaque omnipresente, pero además a ratos daba la impresión más de un museo de la moda que de una representación operística. De rutina la iluminación. Asimétrico el ballet en el Acto II, cuya intervención está herida de antemano en la concepción ya arcaica del espectáculo operístico. Hacer que este ballet interrumpa la acción y hacer que bailarines y no personajes se apoderen de la acción, luce ya, después de los hitos mencionados arriba, casi como un despropósito teatral. Vulnerado, por lo estático de la puesta, otra vez, el coro, aunque soberbio en el concertante que cierra el Acto II.


De lujo el Gastone de Idwer Alvarez; nunca entendí la omnipresencia de la Annina de Monica Daniele coleada en todas las fiestas, así como todos los personajes de una línea que abundan en Traviata, apático el Douphol de Eddy Mago, horrendo de voz y de peluca el Marqués de Blas Hernández y estentóreo el Doctor de Alvaro Carrillo (hijo: se supone que la frase “La tisis no le dará más que pocas horas” es un secreto para la criada, no un extra noticioso).


Aunque cómplice con los desaguisados y las fortalezas de los cantantes, la dirección orquestal de Antonio Delgado, no demasiado exigente en este Verdi, salvo por su puntería teatral, casi de manual de telenovela latinoamericana, careció de esa vigilia y contundencia, quizás básicamente por la inversión de su metrónomo teatral. Pasajes que suelen recurrir velocidad se anclaban en una inexplicable lentitud, y viceversa, como por ejemplo, lo ligero del preludio final.


Hace mucho que la ópera dejó de ser sólo voz. Los tiempos en los que bastaba con que el cantante brillara vocalmente afortunadamente terminaron. Ahora necesitamos convencer al público de que la historia que le contamos le atañe. Y sin puesta en escena eso es casi imposible.

3 comentarios:

Anónimo dijo...

DE VERDAD NO PUEDO CREER QUE HAYA GENTE COMO USTED ESCRIVIENDO CRITICAS DE OPERA NO TIENE USTED NI LA MAS MINIA IDEA DEDIQUESE A OTRO TRABAJO QUE LASTIMA ME DA

Anónimo dijo...

Por otro lado mucha gente felicito efusivamente a Mariana Ortiz.
Todo es cusetión de gustos, ¿no le parece?

Anónimo dijo...

Al fin alguien se atreve a decir las cosas como son. Espantosa Traviata, lo más triste del caso era ver al público efusivo aplaudiendo semejante domostración de mediocridad cuando hace unos 15 años era impensable que en Caracas se hiciera un montaje tan pésimo. Espantosa e inefable Mariana Ortíz como Violetta.
Qué verguenza que este tipo de exhibiciones se hagan en nuestro país.
Bravo maestro Einar sus palabras sabias valen más que las de cualquier ignorante