martes, 27 de enero de 2009

MAS ALLA DE LA INSPIRACION


Einar Goyo Ponte


En un pasado no muy remoto, el don de improvisación de un músico académico tenía un definido y apreciado espacio en el hacer del artista, era un valor reconocido y jerarquizado en la apreciación del genio creador e interpretativo. Desde la misma época de Bach, cuya Ofrenda musical BWV 1079, está originada en las variaciones e improvisaciones que éste hiciera de un tema del Rey Federico El Grande, a pedido del propio monarca y que Bach hiciera delante de él, para luego perfeccionarlas en su escritorio de trabajo, obsequiándole la partitura, hasta el postromántico Rachmaninoff, quien produjo las célebres Variaciones sobre un tema de Paganini, pasando por nombres tan ilustres como Beethoven, Schubert, Chopin, Liszt, Brahms, Tchaikovsky y el mismo Paganini. Esas magnas obras que sustentan el admirado género del Tema con variaciones, surgieron de la inclinación de estos músicos por crear a partir de un material previo y hacerlo sonar de manera calidoscópica, proteica, metamorfoseándolo y hasta deformándolo con genio.


Pero además, muchos de estos mismos autores, en su faceta de ejecutantes, eran reputados por su habilidad como improvisadores, como genios que se dejaban llevar del estro instantáneo y, en apariencia, azaroso, en el puntual espacio de la sala de conciertos o el salón de la corte, o la fiesta burguesa. Chopin, Liszt y, de nuevo Paganini, apoyaban su éxito popular, en gran medida, en esa capacidad improvisatoria. Quizás el disco, con su ingeniería, su imperiosa preparación y la intención inconfesa pero latente de crear la grabación perfecta, la versión definitiva de determinada obra, hiriera de muerte esa veta del genio interpretativo. Quizás la radical intelectualización de la obra de arte, sus presupuestos ideológicos siempre previos a la composición no dejaban en muy buen lugar esta porción del estro. Algunas escuelas contemporáneas han querido recuperarla pero no han devuelto pasadas glorias.


En este contexto resulta interesante escuchar el disco de la pianista Gabriela Montero - quien ha defendido siempre el valor de la improvisación- nominado al Premio Grammy, en el rubro de Album de Crossover (o sea mezcla de estilos), titulado simplemente Baroque (Barroco), y que consiste en trece improvisaciones suyas sobre conocidos temas o melodías del siglo XVII, más dos piezas suyas, en el mismo estilo.


Por fortuna es fácil superar la incongruencia entre la grabación y la intolerablemente ingenua nota del cuadernillo escrita por la pianista, con muy poca revelación de lo que hubiera sido más interesante: su confección. En su lugar leemos intrascendentes líneas sobre la inspiración en el sentido del cual Baudelaire hacía mofa, esa hada misteriosa, ignota, que viene nadie sabe de donde y coloca al artista en un estado de trance del cual luego no se tiene memoria. En el film de promoción, que puede verse en la pagina web de la Montero (www.gabrielamontero.com) comprobamos que todo fue muy distinto, que ella pedía escuchar lo que se había grabado y decidía luego agregar o aventurar otro pasaje o cadencia a lo anterior. Es decir, un porcentaje de trabajo consciente y meticuloso, muy distinto del sonámbulo automático dibujado en la nota del disco.


Los niveles de logro varían por supuesto. Los Canarios, de Gaspar Sanz son un mero calentamiento, todavía no nos convence el Otoño, de Vivaldi, ni el Preludio, de Bach, única pieza suya de toda la grabación; quizás el extraordinario trabajo en jazz, del francés Jacques Loussier, con su música, haya constreñido a la venezolana a cierto escrúpulo. Algo nos resulta más consistente en la Primavera, y nos atrae el jazz de la Sonata, de Scarlatti. Pero todo ello está a galaxias de la sensible exploración del Canon, de Pachelbel, de lo que hace con Haendel, quizás el autor más afortunado del Cd, en la gradación exacta de la Sarabande, que ya nos rescatara Stanley Kubrick en la poderosa banda sonora de su película Barry Lyndon; en la transformación del Aleluya handeliano en una divertida mezcla de tango y contradanza cubana; en la delicadeza del Largo, y en una de las cimas del disco: la extraordinaria improvisación sobre el Hornpipe, de la Música para los fuegos artificiales, que la emparenta genialmente con los Cuadros de una exposición, de Mussorgsky; del romántico entramado que elabora sobre el Adagio de Albinoni, y que hubiera hecho las delicias del “Luicé”, del relato Olor a rosas invisibles, de Laura Restrepo; y del hallazgo, del universo escondido, como la misma Montero declara en el film, expandido en gramáticas chopinianas, debussyanas y hasta de Rachmaninoff, que descubre en el Invierno y los fragmentos fusionados del Verano y el Invierno, a partir de Las cuatro estaciones vivaldianas. Estas últimas insertan hasta el ritmo del joropo en su improvisación. Es en estas ocho piezas, donde el arcón invencionero de la venezolana y su técnica de granito alcanzan sus más deslumbrantes momentos.


Un sonido impecable, propio del legendario estudio Abbey Road, de Londres, ribetea la maestría de este atractivo album.


Como muestra, colgamos la monumental Hornpipe.



11 Hornpipe.wma - Gabriela Montero

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