lunes, 16 de febrero de 2009

JUAN DIEGO FLOREZ: VIRTUOSISMO INEDITO



Einar Goyo Ponte


De los diez tenores más importantes del mundo lírico actual, no menos de seis son latinoamericanos: uno de ellos venezolano, Aquiles Machado; dos argentinos (José Cura y Marcelo Álvarez), dos mexicanos (Rolando Villazón y Ramón Vargas) y uno peruano, nuestro visitante del martes 3 en el Teatro Teresa Carreño, en un gran esfuerzo de la Sinfónica Simón Bolívar y la producción privada de Piazza-Oscher: Juan Diego Flórez, quien se decanta por un repertorio particular al ser un estilista del Bel Canto, lo cual lo introduce fatalmente en una élite de cantores poseedores de una tipología vocal signada de florituras, agilidades, ascensos a la estratosfera canora, adornos y acrobacias, que proclaman una pirotecnia ejecutoria, por encima de volumen, tamaño de sonido o patetismos dramáticos.

Por ende, lo que escuchamos ese martes en la Ríos Reyna, es, para los oídos venezolanos, material casi inédito, pues nuestra audiencia ha madurado entre los ímpetus verdianos, las morbideces puccinianas o las transparencias mozartianas, pero este canto virtuoso, hedonista, que se expande en exhibicionismos casi pornográficos de notas super agudas, velocismos vocales, sensualidad polícroma y extática, no se oye en Caracas desde, al menos, comienzos de los noventa, cuando escucháramos a un Chris Merritt en prematurísimo declive, o una década más atrás, cuando en L’italiana in Algeri, de Rossini, atestiguáramos a su mentor, representante y paisano tenor Ernesto Palacio, pero nunca al nivel de perfección y asombro al que lo eleva Juan Diego Flórez.

La OSSB, a las órdenes de una de las batutas más fulgurantes del mundo musical de hoy, nuestro Gustavo Dudamel, tras abrir fuego con una luminosa obertura de la ópera La gazza ladra (La urraca ladrona), de Gioacchino Rossini, moldeó su poderosa sonoridad alrededor del delicado instrumento del tenor, en una selección de la ópera I Capuleti e i Montecchi (Capuletos y Montescos), de Vincenzo Bellini, cantable, de elegíacas líneas, como son frecuentes en el compositor, y ejemplares en Flórez.

Tras una muy vivaz obertura de Semiramide, dirigida con suma precisión y juego tímbrico entre maderas y cuerdas, por Dudamel, Flórez desató su vena rossiniana en el aria “La speranza piú soave”, del personaje de Idreno, de la misma ópera, de ardua vocalidad, donde naufraga más de un osado, pero a él le sirvió como vehículo de su virtuosismo y de la absoluta solvencia del peruano en el repertorio.

Dudamel siguió la obertura de La cenerentola, con genial sello Abbadiano, en las sonoridades, pero aún le quedó esquiva la exacta cocción del juego de los crescendos (tan evasivos y delicados como una pasta al dente), para llegar al aria “Si, ritrovarla io giuro”, de esta última ópera, continente de todos los estilismos rossinianos (canto de agilidad, notas siderales, matices delicados) cantados de una manera que hace que la perfección abandone el territorio de lo improbable.

La segunda parte se inició con una exploración hacia la ópera francesa, con el Romeo y Julieta, de Charles Gounod, en el aria “Ah, leve toi, soleil!”, a mi juicio demasiado cuidadosa y artificiosamente montada, dado el intento por sortear el desequilibrio entre el instrumento ligero del tenor y la orquestación más carnosa y sensual del romántico francés. El aburrimiento hizo un guiño en la trajinada y nada redimida por Dudamel, obertura de El barbero de Sevilla, de Rossini, para desaparecer felizmente en la más acabada versión de “Una furtiva lagrima”, del Elisir d’amore, de Donizetti, escuchado por estos lares. Desde su compatriota Luigi Alva, a inicios de los 80, en el Teatro Nacional no se oía tanta grandeza en este apartado.

Una virtuosísima obertura de Guglielmo Tell rossiniano, preludió el gran momento histórico de la velada. Sólo un estrepitoso fracaso del español Dalmacio González, en 1991, anticipa esta ejecución de la famosa aria de los nueve “do”, de la ópera La hija del regimiento, no cantada aquí en Caracas, por lo menos en un siglo. Flórez es famoso por tener que bisar esta aria en los grandes teatros del mundo, y no es para menos, tal es la soltura, expresividad y hasta insolencia con la que ejecuta el espinoso pasaje, en combinación de emisiones cortas y largas, siempre de un brillo y color plenos y fulgurantes.

En los bises desgranó un increíble “Ah, il piu lieto”, de El barbero de Sevilla, aún más difícil que el anterior, por la vertiginosidad de las agilidades y las acrobacias vocales. Más concesivo fue su “La donna é mobile” , del Duca di Mantua (es un rol que ha confesado que cantará sólo más tarde en su carrera, y no demasiado pródigamente) del Rigoletto verdiano, para cerrar latinoamericanamente con una lujosa versión de “La flor de la canela”, de Chabuca Granda, con Luis Quintero a la guitarra, y nuestra “Alma Llanera”, de sonoridades oscilantes.

Breves pero deslucidas y desentrenadas las colaboraciones del Coro de Opera del TTC.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

¿Alguna grabación?

Einar Goyo Ponte dijo...

Con respecto al repertorio del concierto en el TTC, remítase a sus grabaciones, a cuyo registro puede acceder a través del link que se encuentra en mi sección De Tántalo y otras galaxias, a la izquierda. Sobre el concierto mismo, aquí debajo hay un video de un fragmento del mismo. Perdone la tardanza en responder.