Los nombres, el sonido, la vivencia que suscitan estas voces inmortales. Una esquina para reencontrarlas cuando la fecha, la vida o la nostalgia las invoquen.
I. Joan Sutherland:
(1927) La Sutherland es uno de los argumentos más nocivos contra quienes piensan que la ópera es sobre todo drama y destreza escénica. El repertorio en el que ella reinó durante su carrera, el bel canto, conoció divas extraordinarias, que animaban el escenario con su vena histriónica, pero esta cantante australiana creía, sin escrúpulos, en la expresividad intrínseca de la música, en la evocación o representación de los afectos a través de las notas musicales, de su exacta ejecución sonora. Para ella, en la propia eufonía de la música radicaba la expresividad y el efecto dramático. Y al escucharla es difícil no conciliar con ella. Nunca es más hierática y enigmática Norma, ni más nocturna y extraviada Lucía, ni más irreal la Reina de la Noche, ni más melancólicas las reinas donizettianas, ni más atormentada y aristocrática Lucrecia Borgia, ni más exótica Lakmé, ni más gélida y temible Turandot. En la voz sideral, increíblemente tersa y límpida, en su color carnal y oscuro, en su brillo inaudito, en su dimensión insondable, reina la música entendida como el éxtasis de la melodía, el efecto lánguido de una longitud extrema, de una sensación de aliento inacabable y al mismo tiempo agónico. Nadie sufre al escuchar a Joan Sutherland. Todo está salvado, resguardado en la pulitura diamantina de su instrumento. Si el canto romántico soñaba en una evasión de lo terreno, en una inmersión en lo nocturno, si ese público que iba a extraviarse con María Malibrán o Giuditta Pasta podían creer en una ruptura con el mundo y entrar en los espacios de lo irrealizable y onírico, Sutherland es la recuperación consumada de esa pretensión insana y ardiente. Su milagro radica en que el sonido atraviesa el cascarón de las palabras y significa en si mismo, en su rotundidad y triunfo definitivo.
Grandes roles:
Morgana en Alcina, de Handel; Donna Anna en Don Giovanni, de Mozart; Lucia di Lammermoor, de Donizetti; Norma, de Bellini; La sonnambula, de Bellini; Elvira en I Puritani, de Bellini; Lucrezia Borgia, de Donizetti; Marie en La fille du regiment; Lakmé, de Delibes; Semiramide, de Rossini.
Enlaces:
Se pueden conseguir datos biográficos, discografía e imágenes en www.ffaire.com/sutherland/ref.html
Dos muestras de su arte: La primera, de La fille du regiment, de Donizetti, que la muestra en pleno dominio de sus facultades, con un fiato increíble, las coloraturas estratosféricas y el ribete final impresionante. En la segunda, un clip de audio, de un rol que no cantó jamás en escena, la Odabella del Attila verdiano, a la que sin embargo imprime un acento, una bravura y un mordente, que ya envidiarían muchas cantantes llamadas verdianas. Es el corajudo "Santo di patria".
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