sábado, 3 de febrero de 2007

Abbado con piano y orquesta





Dos conciertos, dos pianistas distintos, una orquesta, un director ya histórico. Ese fue el menú del pasado fin de semana por parte de la Sinfónica de la Juventud venezolana Simón Bolívar, en el Aula Magna, bajo la conducción del maestro italiano Claudio Abbado. Jóvenes los dos solistas, uno cubano, la otra francesa, nos hicieron, aunque guiados por la misma expertísima batuta, experimentar las antípodas del mundo de la música.
Aldo López se presentó el domingo, con el Concierto No.1 en re bemol, del compositor ruso Sergei Prokofiev. Hizo gala de lo mejor de la escuela cubana de piano, esa que desde Ignacio Cervantes hasta Frank Emilio, pasando por Lecuona y Chucho Valdés, ha marcado pauta en Latinoamérica: nitidez, vigor, ritmo implacable, digitación ágil y discernidísima, rasgos que en este Prokofiev, aún melódico y romántico, sirven a maravilla.
El martes escuchamos a Heléne Grimaud, protegida de Daniel Barenboim y Pierre Boulez, pero que nos deparó una de las más decepcionantes lecturas del hiperejecutado Concierto No 2 en do menor, Op. 18, del también ruso Sergei Rachmaninoff. Pocas veces ha escuchado a una pianista tan ahogada por el sonido orquestal, con todo y la complicidad de Abbado, su digitación era confusa, sus tiempos caprichosos y llenos de una prisa insensata, que el maestro, más de una vez, ¡secundó!, nulos rubati y expresión. Heladamente aburrida.
Lo que sí fue una gloria: la Cuarta Sinfonía, de Tchaikovsky, la cual Abbado interpretó siendo fiel a su grabación de 1976, con la Filarmónica de Viena, acaso un punto más sútil y más incisiva, con nuestra vigorosa SJVSB: el trabajo transparente con las maderas, los pianissimi al borde de lo imposible de las cuerdas, la vehemencia de los timpani, el brillo de los cornos, la fruición melódica hasta en los contrabajos, el virtuosismo de los pizzicati del 3er movimiento, el electrizante crescendo de la coda final, todo quedó grabado a fuego en nuestra memoria, como una de las mejores lecturas de esa excitante obra.
Por eso Abbado pertenece ya a la posteridad.

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