Einar Goyo Ponte
Sé que este comentario lleva retraso pero es que las relaciones institucionales del fenómeno Dudamel en nuestro país no son tan óptimas como su fulgor estelar, o al menos no con quien esto firma. Ninguno de sus celebrados discos han llegado a nuestro correo con intención promocional. Así que tras adquirirlo como el melómano de a pie, que a mucha honra siempre he sido, escribo aquí sobre su registro mahleriano de hace menos de un año.
Después de su debut con Beethoven en el sello Deutsche Grammophon donde no encuentro nada notable ni especial que ya Bernstein o Furtwängler no hayan llevado ya a la cima, desde la vertiente de las lecturas tradicionales o románticas, ni Hogwood o Norrington reinventado filológicamente, Dudamel saltó bruscamente hacia el Mahler, cultivado por sus maestros y padrinos Claudio Abbado y Simon Rattle, en su poderosa y crucial 5ª. Sinfonía.
Pero las sinfonías de Gustav Mahler son como introducirse sonoramente en el universo de Friedrich Nietzsche, Thomas Mann, Robert Musil y hasta Stefan Zweig, y la pintura de Klimt y Edvard Munch, o sea la transición entre el siglo XIX y el XX, con toda su decadencia, su vanguardia, su canto fúnebre por una época que desaparecía y la ansiedad, entre curiosidad y terror por este siglo que tanta destrucción y cambios traería.
No estoy diciendo que para ejecutar su música sea necesaria erudición literaria, sino aprehender una experiencia y una sensibilidad acordes con una de las aventuras estéticas más complejas y patéticas emprendidas por un músico. Y desde la primera audición del Cd del sello alemán con esta versión de nuestra Sinfónica Simón Bolívar se siente la falta de madurez en este aspecto. Vienen enseguida las referencias de lecturas más crispadas, incisivas, nerviosas, hasta histéricas, de otras batutas (Bernstein, Solti, Tennstedt, Haitink, el mismo Abbado, por ejemplo) y se extrañan acentos, frenesíes, exaltaciones, penumbras, humores que no se divisan aquí.
Dudamel escoge una opción “acústica”, como es muy frecuente en él, de arrobo en su propio sonido, donde vale más la potencia, el virtuosismo ejecutorio o el melodismo extático que la intención de ahondar en el sentido dramático de la sinfonía. Así sus mejores momentos son los movimientos extremos, donde la faramalla orquestal permite el lucimiento, pero lo sentimos dubitativo, ambiguo, blando de expresión en los centrales, sobre todo en el Stürmisch y en el célebre Adagietto, de pulso soporifero, que amelcocha hasta el desinterés el movimiento. El Rondó finale es el mejor de los cinco, por la enervante energía, la implacabilidad de las cuerdas y la originalidad de las variaciones de tiempo en los episodios cercanos a la coda, impactante en sí misma, salvo el velocímetro desaforado (otro dudamelismo) que imprime al último compás un tanto incoherentemente, tras tan imponente arquitectura levantada.
La toma de sonido de la DGG no hace justicia al de nuestra OSSB, que el mundo ha testimoniado, por lo cual algunos críticos internacionales han subestimado, a mi juicio con excesiva dureza, a la sección de metales, pero lo atribuyo a la disparidad entre la experiencia en vivo de esta orquesta con lo registrado en el CD.
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