viernes, 1 de agosto de 2008

LA RUEDA DE LA FORTUNA



Einar Goyo Ponte





En un golpe de genio y olfato de atracción al público, la Sinfónica Municipal de Caracas, armó el final del ciclo Grandes Pianistas Venezolanos con un programa de absoluto gancho: Gabriela Montero como solista y una obra de las de inapelable convocatoria popular: los Carmina Burana, de Carl Orff. El resultado fue el esperado: lleno total y entradas agotadas.


Fue, no obstante, un tanto extraño, atestiguar a la Montero, subida hace ya tiempo al gran circuito de los pianistas internacionales, y acostumbrados, como nos tiene a abordar las más enormes obras de la literatura concertística, decantándose por el primero de los Conciertos para piano de Ludwig Van Beethoven, por supuesto hermosísima partitura, continente de muchos de los rasgos del dinamitero estilo del Beethoven de avanzada, pero aún engarzado en la armonía mozartiana, salpicado de audacias rítmicas que luego serán sello suyo, pero no con la envergadura de los tres últimos, los cuales cambiaron el arte del concierto para teclado.


Casi está demás decir que la pianista estuvo soberbia, con una digitación de saeta, asombrando por el desgranado nítido y pleno en toda la gama y en los pasajes más intrincados. Sin embargo, su cadenza (el solo) en el primer movimiento, es ostensiblemente inferior a la que Murray Perahia impuso desde 1985, en investigaciones filológicas. Lo cual fue muy extraño dada la proverbial fama de la Montero como improvisadora. La orquesta de Rodolfo Saglimbeni sonó equilibrada y concitada con la solista, pero sin la transparencia de la última vez que la escuchamos interpretando al mismo autor.


Junto con el Concierto de Aranjuez, de Rodrigo, el Bolero, de Ravel, La consagración de la primavera, de Stravinsky, la Rhapsody in Blue, de Gershwin, algunas de las sinfonías de Shostakovich, y la Turandot, de Puccini, la cantata Carmina Burana, de Carl Orff, figura entre los grandes clásicos populares de la música del siglo XX, y con justificadísima razón, pues Carmina es una obra de absoluto genio, tanto que las dos otras cantatas que forman la Trilogía Trionfi, (Catulli Carmina y Trionfo d’Afrodita ) no llegan a la estatura de ésta. Basada en los textos medievales de la secta de poetas estudiantiles de los Goliardos, logra dar una visión descarnada de la vida humana llevada de la fortuna, los instintos, los placeres, como consuelo a la brevedad del tiempo, y por el amor, igualmente regido por aquel y por la fortuna.


Saglimbeni, conocedor de la complejidad de esta obra, dio sin embargo esta vez una lectura más débil que anteriores suyas: el Coro de Opera del Teatro Teresa Carreño, que necesita urgente una transfusión de savia nueva (difícil quizás en medio del escándalo presupuestario en el que el TTC está envuelto), lució desbalanceado, errático y poco homogéneo; el barítono Juan Tomás Martínez, de impetuosa carrera en Europa, se mostró con un centro lujoso, pero de agudos velados y fuera de foco. Excesivamente lentas las partes de la soprano Sara Caterine, más rotunda otras veces en su “Ave formosissima”, pero nos causó muy grata impresión el contratenor Julio César Salazar, en su irónico “Olim lacus colueram”, por su pareja emisión, y aunque la OSMC estuvo mucho más incisiva y brillante aquí, no las tuvo todas consigo en la sección de percusión, su pertinaz talón de Aquiles.


Les cuelgo aquí los dos primeros episodios del Carmina Burana, de Orff, en una versión fílmica dirigida por el inteligente Jean Pierre Ponnelle, de plena imaginería medieval.

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