lunes, 11 de agosto de 2008

EL MITO DE ORFEO



Einar Goyo Ponte

El mito de Orfeo es, por obra y gracia de los poetas y músicos florentinos que integraban la Camerata dei Bardi, el mito fundador de la ópera. Sobre los textos poéticos de Ottavio Rinuccini, Jacopo Peri compuso la primera ópera sobre el mito, aunque ya en 1480, Angelo Poliziano había montado un espectáculo con danza y música, titulado La favola d’Orfeo. La de Peri, llamada Euridice, es la segunda en el nuevo género de los intelectuales florentinos, que buscaban hacer “renacer”, el perdido arte de la tragedia griega. Luego vendría la versión de Giulio Caccini, y un poco más tarde, la primera partitura operística conservada en su casi totalidad desde este pasado remoto, L’Orfeo, de Monteverdi, que cumpliera sus 400 años, en 2007. Desde allí, el mito del cantor que estremecía las piedras y detenía el curso de los arroyos con su lira, se hizo favorito de los compositores de ópera. Se han contado hasta 34 versiones desde entonces a 1938, por lo menos. Podríamos citar después de Monteverdi, Orfeo dolente y La morte d’Orfeo, de Domenico Belli (1616 y 19, respectivamente), Orfeo y Eurídice, de Luigi Rossi (1647), las versiones de Charpentier y Telemann, el célebre Orfeo y Eurídice, de Christoph W. Gluck, que activo el movimiento de la reforma de la ópera en pleno siglo de las luces, la versión de Joseph Haydn, L’anima del filosofo ossia Orfeo ed Eurídice (1791), la versión rusa de Ievstignei Ipatovitch Fomine, de finales del siglo XVIII, la opereta parodiante del mito de Jacques Offenbach, Orfeo en los infiernos, (1858), los Canti orfici (1914), de Dino Campana, Las desgracias de Orfeo (1924), de Darius Milhaud, las Liturgias de Orfeo (1995), de Iannis Marcopoulos, y abordajes más vanguardistas como los de Xavier Darasse, Renaud Gagneux, Harrison Birtwistle, Hans Werner Henze, Salvatore Sciarrino, o Toru Takemitsu, y el intento fallido de desintegrar el mito, a cargo del italiano Bernard Parmeggiani, en Pour en finir avec le pouvoir d’Orphée, de 1971-72, para cinta magnetofónica, pero como dice Pierre Brunel, de cuyo texto “Las vocaciones de Orfeo”(1) hemos sacado parte de estas informaciones, “las cintas magnetofónicas se gastan, se borran y pasan. La voz de Orfeo permanece, sin que nunca se haya grabado.”



¿Cuál es la razón de esta recurrencia en la música del mito de Orfeo? Es el cantor, músico y poeta más legendario del mundo antiguo, hijo de una de las nueve musas, portador de la lira de Apolo cuyo arte le enseñarían las hermanas de su madre. En otras versiones del mito es directamente hijo de Apolo. Su canto tenía propiedades mágicas y sobrenaturales. El universo mismo se vulneraba ante su música. Ante esto se comprende la fascinación de un arte tan ambicioso y complejo, como la ópera, que desde su mismo inicio se planteaba el problema de la sumisión o no de las palabras a la música o viceversa, el de la recreación o representación de las emociones y los afectos, hacia el mito del cantor mágico, padre de la poesía y revelador de divinos secretos.
Porque el mito de Orfeo tiene una abundancia de significaciones y resonancias: se le liga a los egipcios y a los principios y prácticas de los misterios de Osiris, o sea de la transmigración de las almas y la purificación de las mismas, también lo está a la mítica aventura de Jasón y los argonautas, pues es uno de ellos, gracias a cuya música llegaron a buen puerto. Se lo ve como a un hechicero, se le relaciona con los cultos eleusinos, es decir, con las religiones del más allá, y he aquí donde yace el secreto encanto y la inextinguible atracción que su mito suscita en el mundo occidental y en su imaginario.



En la fábula a la que Monteverdi pone música, Orfeo se enamora de la ninfa Eurídice, con quien se casa, pero el mismo día de su boda, la pierde, cuando ésta es mordida por una serpiente. Sin consuelo, la sigue al mundo de los muertos, para tratar de arrancarla al propio Hades. Dejo el relato de este crucial pasaje de la historia a Liz Greene y Juliet Sharman-Burke, quienes lo cuentan de muy bella manera en El viaje mítico(1999):


Orfeo tocaba una música tan conmovedora que el austero barquero Caronte, que llevaba en su barca las almas de los muertos en su travesía de la laguna Estigia, se olvidó de verificar si Orfeo portaba sobre su lengua la requerida moneda. Encantado por las notas mágicas, el viejo barquero embarcó al cantante sin cuestionarse nada a través de las negras aguas que separan el mundo del sol de los fríos reinos de Hades. Tan conmovedoras eran las notas que emitía la lira de oro de Orfeo que las barras de hierro de las puertas de la muerte retrocedieron sin que nadie las empujara, y Cerbero, el perro de tres cabezas que guarda los sombríos portales de la muerte, se quedó tranquilo sin siquiera mostrar sus dientes, amansado por la suave música. Y así fue como Orfeo pudo entrar en el mundo de las sombras sin ser controlado. Durante unos maravillosos momentos, los condenados en el Tártaro se sintieron libres de su tormento sin fin, e incluso el duro corazón de Hades, señor del inframundo, se suavizó momentáneamente. Orfeo se arrodilló humildemente ante el trono del rey y la reina de los muertos, orando y rogando con sus melodías más místicas, para que a Eurídice se le permitiera regresar junto con él a la tierra de los vivos. Perséfone, señora del inframundo, musitó una palabra en los oídos de su esposo, y la lira de Orfeo quedó interrumpida por una voz profunda y sonora. (p. 242)


Hades le concede la gracia de devolverle a Eurídice, advirtiéndole que no debía volverse a verla hasta que no llegaran de nuevo al mundo de la luz, pero en medio del camino, inquieto, impaciente, temeroso de haber sido engañado o de que alguna bestia de la sombra se la arrebatara, se volvió y al instante la perdió para siempre. Orfeo se hace sacerdote de los misterios de la vida y la muerte, para luego conseguir su fin a manos de las ménades, cultoras de Dionisio, quienes lo despedazan y arrojan sus restos al río Hebro. Su desenlace lo coloca en forma de constelación, consagrado y hecho Dios por el propio Apolo.


Este postludio de su relación efímera con Eurídice suscita incontables interpretaciones. Es el cantor del misterio después de la muerte, el que sigue consolando tras su propia pérdida, su propio fracaso. Revisamos algunas de ellas, entre las más estimulantes e inquietantes, como marco de este comentario de un montaje del Orfeo, de Monteverdi, una de las más profundas y visionarias versiones modernas del mito.


Están directamente fusionadas y se basan en esa crucial mirada hacia atrás, “hacia una Eurídice perdida, encontrada, que va a perder otra vez. Queda fijado un instante, el admirable temblor de un instante, cuando va a esfumarse una plenitud, una presencia muda en ausencia.” (2) Es la mirada de Orfeo la que consagra y destruye al mismo tiempo. Eurídice sería el “punto profundamente oscuro hacia el que parecen dirigirse el arte, el deseo, la muerte, la noche”, al decir de Maurice Blanchot, quien remata recordando que “escribir comienza con la mirada de Orfeo”.



En el contexto de la frustrada historia de amor de Orfeo y Eurídice, podríamos extrapolar aquella frase medular de El amor y Occidente, de Denis de Rougemont(1978): “el amor feliz no tiene historia”, y que podemos asociar a otra de Roland Barthes estudiando a Stendhal: “Nunca se logra hablar de aquello que se ama”(3). Si escribir se inicia con la mirada de Orfeo, ser capaz de cantar lo amado, de representar eso hasta el momento inefable, sólo puede comenzar a hacerse desde su pérdida. Antes es imposible. La felicidad invita a una mudez regocijada, a un silencio colmado de plenitud. En la carencia, escribir suplanta lo desaparecido y el canto, la poesía, la desgarrada canción de amor fija ese instante, lo hace arte, se mueve a partir del deseo, que lo es oscuramente de la muerte, de la exploración de la noche.


Las versiones e inversiones del mito así parecen confirmarlo. Gluck, desde el Siglo de las luces o de la razón, redime a Orfeo de su impaciencia, sustituyéndola por la otra negligente de Eurídice que se lamenta de que su amante no se vuelve a verla. Haydn, convierte el mito en un enfrentamiento entre lo apolíneo y lo dionisíaco, lo primero la luz y lo equilibrado, que perturba la locura, lo oscuro, lo desenfrenado de la creación y la naturaleza humana. Peter Conrad, en su desmesurado Canto de amor y muerte, nos recuerda que en el imaginario de los renacentistas creadores de la Camerata Florentina yacía Pico della Mirandola, quien veía en los Himnos órficos un misterio que afirmaba que el amor es una amarga dulzura que se asimila a la muerte, en la breve expiración del orgasmo. Para Platón allí radica la razón del fracaso de Orfeo: no estar dispuesto a consumar el amor en la muerte, por lo que en su empeño por devolverla a la luz, pierde definitivamente a Eurídice. El mismo Conrad cree ver en el desarrollo histórico y estético de la ópera un trasunto arquetípico de Orfeo: la música fascinante, el anhelo erótico y tanático, y la consagración en el canto de esa doble pulsión. En ella, La flauta mágica, Don Giovanni, Il trovatore, Los cuentos de Hoffmann, Tannhäuser y hasta Tristán e Isolda, serían poderosas versiones del mito.


Como se ve, el cantor tracio queda ligado, al arte de la ópera, tanto que se le vincula a su propio nacimiento y celebración. La Camerata de Caracas, siempre dirigida por Isabel Palacios, celebró el año pasado la efeméride de sus 4 siglos, y acaba de reponer ese montaje en el Teatro Luis Peraza, de Los Chaguaramos, para el inicio de su propio trigésimo aniversario. Se trata de una producción conjunta de la propia Camerata y el Centro de Creación Artística TET (Taller Experimental de Teatro), dirigido por Guillermo Díaz Yuma, con su recurrente estética del despojo, de lo minimalista, del intenso trabajo corporal a lo Grotowski y su esencialismo simbólico. Eso aunado a la escueta formación instrumental de la Camerata y al refinado clasicismo de los gestos movimientos y asunción estilística del canto y la música monteverdiana, de abisal hondura, de rigurosos efectos vocales y de ejercicios sonoros, tonales y armónicos de expresividad y representación, logra dar una lectura infrecuentemente seria, profunda, de deliberado signo interpretativo del mito que desenvuelven entre sus manos. El coro de la Camerata Barroca alcanza matices de sonoridad y morbidez extraordinarios, junto a una exactitud de expresión inaudita. El paso de la festiva alegría de los pastores a su duelo repentino, para luego ir transformándose en las sombras y furias del Hades, es de una efectividad contundente.



La maestría de los músicos de la Camerata Renacentista y el Collegium Musicum Fernando Silva Morván es patente en los cambios de ritmo y atmósfera de los Actos I y II, y en mi escena favorita, el “arioso” “Possente nume”, de Orfeo, en el Acto III, con sus arrobadores efectos de eco y de eufonía lírica.
En general, de muy buena factura el material vocal protagonista: tímbricamente notable Natalia Díaz, como La Música; en propiedad estilística la Eurídice de Zaira Castro, mucho menos convincentes Jenny Quintero, como la Messaggiera, por su artificiosa fonación, y las aniñadas Liliana Mazzarri (Speranza) y Mariana Piñango (Proserpina). Carlos Godoy cumple sumariamente con el agotador rol de Orfeo: su estilo y fraseo son bastante adecuados y no le faltan instantes expresivos y de color subrayables, pero la tesitura del personaje es fundamentalmente central (razón por la cual éste es asumido por el registro arcaico del baritenor, como Nigel Rogers, Furio Zanasi o Philippe Huttenlocher) y esta es la zona menos grata y más monocorde de nuestro cantante. Más aventajados lucieron el Caronte de Miguel Angel García y el sugestivo Plutón de Martín Camacho, también se hace escuchar el Pastore I, de José Mena, por su destreza como contratenor, al reverso del decepcionante Apollo de Raúl López, en esplendido vestuario, pero inofensiva voz.
Me desconcertó, no obstante, en tan cuidado montaje, que en la Moresca final, no aparezca Orfeo, quien ya se ha convertido en constelación, pero sí una inexplicablemente resurrecta Eurídice, confundida entre las pastoras. Tembló todo el hermoso aparato simbólico hasta ahora hilvanado.
Notas:
1) En VVAA. La mirada de Orfeo. Barcelona, Edit. Paidós: 2002.
2) Pierre Brunel en Ibid. Pag.59
3) En Revista Quimera, 1978.
Referencias bibliográficas:
Greene, Liz y Sherman-Burke, Juliet. El viaje mítico. Madrid: Edaf, 2000
De Rougemont, Denis. El amor y Occidente. Barcelona: Edit. Kairós, 1978.
Conrad, Peter. Canto de amor y muerte. Buenos Aires: Javier Vergara Editor, 1988.
Les cuelgo aquí ese extraordinario fragmento de la ópera de Monteverdi del Acto III: el arioso "Possente spirto", en el cual Orfeo se enfrenta al temible Caronte, barquero de los ríos infernales, armado sólo de su lira y su estro. Es la versión cantada por el tenor Lajos Kozma tomada de la histórica versión de Nikolaus Harnoncourt fechada en 1969, prácticamente al inicio de la oleada musicológica de la filología interpretativa.

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